Indefensa



             La princesa Soledad estaba en su torreón con la mirada fija en el infinito. Sus ojos clavados donde la aurora se fundía con la tierra. Imaginaba el cielo como el lugar en el que habitaba todo lo etéreo, mientras que la tierra englobaba un amasijo inconsistente y mundano. La tierra era tan aburrida, que le causaba rechazo pensar en ella. Por eso le gustaba estar en un lugar tan alto, donde podía ver nacer las gotas de agua.

             Aguardaba a su príncipe de yelmo de plata: tenía ganas de que fuera a por ella y la ayudara con sus dragones. Todas sus ilusiones las había enfocado en que en algún momento sería rescatada y, entonces, su vida cambiaría radicalmente. De hecho, aquello para Soledad era una exigencia: ella no solo anhelaba ser rescatada, sino que también lo exigía. Se merecía estar triste, ser débil y vulnerable. Cautiva en su torre, la princesa Soledad revindicaba su derecho de no ser valiente. Con orgullo, quería demostrar que lo erróneo no era buscar a un príncipe sino que su vida estuviera condicionada por aquello.

             Así pues, Soledad sonrió con lágrimas en los ojos. Se las imaginó hermosas, como las gotas de agua que bailaban hacia el asfalto. Sus ojos eran otro torreón que, hasta aquel instante, había almacenado cada una de sus emociones. Pero ahora no importaba, porque encerrada entre cuatro paredes se sentía más libre que nunca.





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