Lazos y tul




          El mundo te pide que seas una gran bailarina. El tutú atusado con gracia; el moño recogido, apretándote unos rizos tan cautivos como tus ilusiones; los pies llenos de callos, agrietados, pero ligeros. Das vueltas con una alegría que te pica en los ojos porque, de nuevo, el mundo te pide que seas una joven feliz. 

          Luego estás tú, que amas los lazos y el tul: te gustan tanto que te olvidas de Ti. Ti está triste, porque es tan tú como los lazos, el tutú y el tul. Las raíces que te arden, porque de tan apretado que llevas el moño, te hace daño. Cuando te lo quitas estás horas rascándote la cabeza por la molestia, mientras te planteas si eres lo suficiente bailaria como para llevar el cabello recogido. La piel reseca, los dientes torcidos, la frente demasiado ancha. ¿Son eso arrugas? Sobre las cejas, que te tienes que volver a depilar. 

          Las expectativas, que se escurren entre tus manos como una pastilla de jabón. Nunca serás lo suficientemente buena para el tul, los lazos y las puntas de tus manoletinas. Eres indigna. Una indigna bailarina que baila sin bailar y se olvida de Ti. ¿Dónde se fue Ti? ¿Echas de menos a Ti? Yo te (me) echo de menos durante horas. Porque vivo con esa dualidad de quererme y odiarme a la vez. Me enseñaron a existir con el anhelo de un plié. Después aprendí que también me gustaban las deportivas. 

          Tengo dos ideas opuestas que coexisten en mi cabeza. A veces quiero más al tul que a (mi) ti misma. Y en este devenir me arrolla la vida. En el devenir de las canciones que desafinan, los pasos de baile descoordinados y los textos gramaticamente erróneos. Nunca representé un ballet. Nunca redacté nada digno de ser leído. Y nunca, por mucho que me duela admitirlo, he salido al escenario de la vida.




Tristeza



          Tal vez haya llegado el momento de estar mal. Tal vez esté bien estar triste aunque sea durante un tiempo. El dolor es algo legítimo y nadie debería de juzgarme en mi tristeza. ¿Qué pasa si quiero regodearme en la pesadumbre? Llorar en la madrugada, hasta que el sol despunte en lo alto. El brillo rojizo inundando las pocas nubes de un cielo pálido y apenas perceptible por lo altos que son los edificios. Después respirar el aire frío de unas seis de la mañana que se sienten como un alba tardía.

          Me merezco mi cachito de amargura. Tengo derecho a llorar hasta sentir que todo mi alrededor da vueltas. Emborracharme de lágrimas hasta perder el sentido, para después sentarme sobre el colchón y balancear los pies como si tuviera cinco años. De niña era todo más sencillo, y no. Pensar en los años perdidos; en lo estúpida que he sido. Después llorar más. Porque debo de reprocharme los errores para que no vuelvan a ocurrir. 

          He sido estúpida, ¿y qué? Nadie se salva de hacer las cosas mal. Mi problema está en que a veces me pierdo en la desventura. Necesito una brújula, ¿sabes? Pero no estoy del todo segura de merecerla. Recobrar la compostura, pero con lágrimas. Porque me he redescubierto como una dramática a la que le encanta la desidia. La desidia es seca en la garganta, pero cuando la engulles cala muy hondo. Creo que todos nacimos con la desidia bajo el brazo y cuando tenemos conciencia de ella la escondemos porque nos sentimos avergonzados.





[Remake] El reino del Olvido






           Había una vez una princesa que estuvo toda su vida llorando porque vivía en un mundo gris. La princesa tuvo un nombre precioso, que todo el mundo pronunciaba con delicadeza y suavidad. Su cabello era negro, largo y repleto de tirabuzones porque, como todo el mundo sabía, las princesas debían de tener tirabuzones en el pelo y pecas sobre sus mejillas rosadas. Sus ojos eran madreselva, exóticos, y sus labios llevaban siempre carmín color vino. Era la mejor de todas las princesas, aunque la más invisible.

           Solía llorar porque le hacían llevar tacones y un corsé que le oprimía el pecho hasta arrebatarle las ganas de respirar. A ella le gustaba, pero no. Le parecía bonito, pero quería llevar más cosas. Así que lloraba porque sentía que había algo mal en hacer lo que el mundo esperaba de ella. No estaba preparada ni para conocer a un príncipe ni para gobernar en su palacio. 

           Su desgracia llegó en forma de envidia, porque cuando la contemplaban desde fuera solo se impregnaban de su hermosura. Así que todo el mundo pensaba que su tesitura era envidiable. Recibía un odio infundado que tampoco sabía cómo afrontar. La pobre princesa solo buscaba que alguien ahondara más en ella; que se preocuparan por su ideal de alma libre. Entonces entró en escena una bruja con rostro de niña pequeña. Su historia era casi tan trágica como la de nuestra princesa, pero poca gente se preocupaba por lo que le ocurría a los villanos. La bruja tampoco tenía nombre, porque con los años la gente se olvidó de que existía. Y como nadie la llamaba, su identidad se quedó muda. En su cuello pendía un espejo mágico que utilizaba para capturar almas. 

           Una noche, mientras la princesa dormía, la despertó poniendo el espejo frente a su rostro. Lo primero que vio fue la imagen de una bruja de ocho años, que en realidad tenía quinientos. 

           —¡Es el miedo! —chilló la princesa, asustada por el vacío en los ojos de aquel reflejo. Su cabello morado tenía un resplandor sobrenatural. Morado, como si fuera un sacrificio, porque los sacrificios se vestían de aquel color.

           La bruja, entonces, se quedó con las palabras de la princesa. Miedo, le dijo, y así quedó su nuevo nombre. La bruja del Miedo sería entonces. Después hizo un bautismo a la princesa que, perdida por la pesadumbre del espejo, bloqueó en sus recuerdos. Era tanto sentir el dolor de Miedo, que cuando se aunó al suyo su cabeza se desconectó de su cuerpo. Lo olvidó todo.

           Miedo se arrepintió porque había condenado a la monarca a vaciarse por dentro. Tan fuerte fue el hechizo que su cabello se tiñó de blanco, y sus ojos, y sus ropajes. Sus pupilas fueron las de la soledad; por ello Miedo la llamó «Princesa de la Soledad». Las pupilas de Miedo, las del miedo; las pupilas de Soledad, las de la soledad. Aquella desgraciada noche se crearon dos almas errantes que, sin saberlo, eran la mitad de algo nuevo.









 
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