[Retomando la escritura después de muchísimo tiempo]


           Ofelia tenía tan solo catorce años la primera vez que vio a Daria. Fue en uno de sus discursos, con sus característicos labios pintados de rojo y aquella confianza en sí misma de la que Ofelia tanto carecía. Daria era menuda, delgada —como la mayoría de gente en aquella época de hambruna— y llena de esperanza. Tenía el cabello castaño claro sobre sus orejas, recogido con una coleta en la que no atinaban a entrar todos los mechones. Algunos se escapaban, demasiado cortos y rebeldes para alcanzar la goma del pelo. Sus ojos eran almendrados, algo pequeños, y del azul del mar. Sus pantalones vaqueros estaban gastados, igual que su camiseta raída de tirantes. Pero, aun así, Daria era feliz porque cargaba a cuestas una esperanza que siempre la empujaba a sonreír.

           —Las Damas de rojo estamos hoy aquí para vosotras, no para ellos. Aparecimos como la ilusión que despunta una noche sin luna. Y os vamos a liberar. —Hizo una pausa, solemne. —Qué el Partido no os engañe, mujeres, porque no somos libres. Qué no os engañen los hombres, mujeres, porque estamos doblemente cautivas. Tenemos dos grilletes: el de esta dictadura y el de nuestro sexo.

           Había gente entre el público que la abucheaba, otra que se mantenía en silencio con escepticismo y luego estaba Ofelia, que la miraba con admiración.

           —Es a nosotras a las que nos humillan y violan. Es a nosotras a quienes nos controlan mediante nuestra descendencia; cómo, cuándo y con quién la tenemos. Es a nosotras a quienes siempre nos han impedido ir a la guerra cuando, ignorantes ellos, no veían que la guerra la teníamos en el día a día: en nuestras casas. A veces el peor enemigo era nuestro marido y otras veces lo era nuestra impotencia al ver que no podíamos despegar las alas para volar.

           »Luego…, luego nos dijeron que éramos igual que el resto; o sea, igual que los hombres. Luego nos dijeron que habíamos alcanzado la igualdad. Pero no, compañeras, seguimos en guerra. En guerra para derrocar una dictadura que está dinamitando nuestro ideal de sociedad inclusiva. En guerra contra quienes se aprovechan del yugo de su masculinidad para convertirnos en esclavas. Y yo digo qué no: no quiero.

           »Nos convertimos en las Damas de rojo para recordar a nuestras compañeras, las sufragistas. Ellas se pintaron los labios de rojo aun a riesgo de que las tildaran de rameras o las lapidaran. Ellas se aliaron como compañeras en pos de un mundo mejor. Uníos a nosotras, mujeres.

           Ofelia aplaudió con ganas y, aquella misma tarde, robó el pintalabios rojo de su madre. Tomó entonces la tradición de llevar siempre los labios de aquel color en honor a las Damas de rojo, mientras se imaginaba con la edad necesaria para militar en ellas.   


           Ofelia, agazapada, observó a Ares. Estaba frente a ella con una sonrisa burlona bailando entre sus labios. Era muy alto, mediría por lo menos uno noventa, de piel canela. Tenía pecas en la nariz y en parte de los pómulos, igual que en la zona de los hombros, el centro del pecho y la espalda. Lo había visto sin camiseta cuando iban a nadar a la playa y se había quedado intimidada por la forma en la que se forjaron aquellos músculos. Tenía los pectorales muy marcados, en conjunto con gran parte de sus abdominales. La columna delimitada, también, por sus oblicuos.

           Sus ojos eran grises, como los que tenía su hermano Mercurio. Aunque los de Ares quizá fueran más distantes o fríos; cosa que iba a juego con su carácter huraño. Hacía poco que se había animado a entrenar con él, aunque tampoco estaba segura de estar haciendo lo correcto.

           Todo fue dado por la muerte de Daria. Las Damas de rojo, decían, habían muerto junto a su fundadora. Ofelia, por desgracia, no se había podido despedir de ella. Nunca más se iban a escuchar aquel eco de equidad que tanto aspiraba a representar a la mayoría silenciosa femenina. Una bomba, venida a manos del Estado, había fulminado a gran parte de las integrantes. Drusilda, su amiga, lo auguró en su baraja. Lo triste fue que, como era bruja, la tomaron como loca. Sus palabras, como siempre, caían en saco roto.

           Drusi estaba fumando algo envuelto en papel púrpura: ella lo llamaba Alicia, porque la ayudaba a descubrir la verdad de las cosas. Tenía muchos libros de conocimientos arcanos que la llevaban a memorizar y averiguar sus hechizos; en uno de ellos encontró el origen de la palabra «Verdad», que era considerada antónima de «Olvido». En castellano evolucionó a Alicia, así que tomó a aquel canuto púrpura como si fuera su hija. Exhaló el humo blanco y denso, luego habló: «Acaba de aparecer la carta de El juicio sobre la mesa. —Hizo una pausa. —Acaba de aparecer la carta de La muerte sobre la mesa. Esta semana, habrá una quema de brujas».

           Ofelia no la quiso creer porque, para ser sinceros, a nadie le gustaba asimilar ningún vaticinio negativo. Así que se mantuvo callada, contemplando el humo que inundaba la instancia mientras se preguntaba por qué el Estado castigaba tanto que la gente fumaba, cuando el humo de Alicia tenía un olor tan agradable a lavanda. También se preguntó si siquiera aquello tenía nicotina.

           —La quema de brujas tendrá una gran repercusión en el mundo—la increpó Drusilda, que tomó una nueva bocanada de Alicia. —El colgado sale al derecho, así que sus almas descansan en paz. Las brujas quemadas serán un sacrificio, como en el cristianismo lo fue la crucifixión de Jesús.

           Ofelia parpadeó y volvió a centrarse en Ares, que la acababa de dejar tendida en el suelo. A poca distancia de su rostro tenía el de su amigo; una palabra que siempre le amargaba en el paladar. Ares se quedó mirando los rasgados ojos de Ofelia, el largo y delicado tabique de su nariz y sus labios gruesos y rosados. Bajó entonces la vista hacia su pequeño, aunque insinuante escote. Tuvo el impulso de inclinarse para hundir su nariz en él. Sentir la piel pálida y suave hasta emborracharse y olvidar. Después salió de su ensoñación y se obligó a clavar su iris gris en el castaño de Ofelia.

           —No estás en lo que deberías estar —farfulló, más molesto consigo mismo que con ella—. Creía que desde la muerte de Daria deseabas resucitar a las Damas de rojo; por eso te dije de entrenar.

           Ofelia movió sus manos con lentitud sobre los bíceps de Ares, todavía en tensión por la postura en la que la cubría. Conmocionado, Ares se retiró.

           —Tu cuerpo ha cambiado mucho estos tres últimos años —musitó, sin querer admitir lo amedrentada que estaba por aquella masa de músculos—, probablemente a ti te cojan para la Resistencia; todo el mundo te admira. —Para Ares aquella admiración era agria: estaba aderezada con miradas de lástima por la muerte de sus padres o de preguntas sobre si aquella fue la razón por la que decidió formar parte de la revuelta. En ocasiones tenía la sensación de que el respeto era lo mismo que el miedo, solo que sosteniendo una careta.

           —Hemos cambiado todos, en general —musitó, incómodo—. Cada pérdida se lleva un pedazo de nosotros, hasta que de acumular tantas solo nos quedan jirones. Entonces nos vemos obligados a construirnos de nuevo sin alguna de las piezas más importante de nuestro rompecabezas.

           —Me siento perdida, ¿sabes? 







Estupen(graciada)



            He tenido un sueño que me ha dejado con un escalofrío recorriendo las entrañas. Un sueño que me ha dejado con hambre, pero sin ella. Con una amargura que me carcomía el alma hasta llenarla de agujeros. Fue mi sueño el responsable de que a veces pensara que ninguna de mis desgracias habían sido en vano; qué más vano era no haber descubierto en sí lo que era perder.

            Llegó entonces el duendecillo para arrancarme las ansias de escribir; le dio un tirón a las palabras que tenía escondidas en la cartera del bolso. Le dio un tirón a toda yo, para luego lanzar(me)la a los cocodrilos sin escamas. Cocodrilos de carne y hueso, qué viven lejos de África. Cocodrilos qué no comen personas, pero sí lo hacen. Y, si no te devoran, deseas que hubiera sido así.

            Todos los triste(villosos) días sueño. Todos los desgracia(lices) días cierro los ojos, para anhelar como una patéti(ranzada) qué todo cambie. A veces busco, también, mi bolsa de polvo de hadas. Luego recuerdo que la he gastado toda y ya no venden ni un ápice en el supermercado.





Kaos



           Me destruiste. Creaste unas expectativas que me hicieron añicos. Mis ideales, que se deconstruyeron. Perdieron su forma; se desmadejaron. Quedaron como pedazos, en el suelo. Añicos hechos de cristal, porque nunca supe quién soy. Traspaso lo que veo, como un fantasma. Sin voz, vagué por una mansión abandonada disfrazada de mi vida. Mi vida, que destruiste. Tú y todos me rompisteis y ahora pretendéis hacer como si nada. Diciéndome que todo está bien, no solucionáis nada. 

           No. La mierda no es mi puta responsabilidad; yo no escogí mi vida, ¿sabes? Así que reclamo mi derecho a estar triste. Reclamo seguir reventándola y echándola a perder, si me apetece. Porque es mía. Porque aunque no hayan a penas cosas que dependan de mí, es mi vida. Qué me han vendido el «Si quieres puedes», para luego encontrarme con el cartel de un NO enorme en cada puerta que he tratado de abrir. Las voces recordándome que no soy la más lista, ni la más trabajadora, ni la más guapa o joven. Qué soy adulta y debo de saber tomar las riendas de algo que nadie se ha molestado en explicarme.

           Caí de lleno en el pozo, y vosotros sin advertirme. Me lanzasteis al pantano sin enseñarme antes a nadar. Destruida y ahogada, no me voy a recomponer. No me valen los trocitos que me quedaron y tampoco me gustan las cicatrices. De cero. Reclamo mi derecho a empezar de cero.






13





          Vendo el cansancio de la rutina. Comercializo con el tedio y, cuando no me queda, decido reinventarlo. Porque no sé hacer otra cosa; porque no me enseñaron a vivir la vida de otra manera. ¿Qué esperáis de mí? Me encantaría saberlo. Solo os quedáis mirándome con ojos que juzgan. Más adelante llega vuestra desaprobación. Suspendí vuestro examen desde el mismo día en el que nací. Y creo que nunca seré capaz de aprobarlo porque no estoy programada para eso. Por eso, como no lo entendéis, he decidido ir a vender el tedio.

          El mundo es triste; toda yo soy triste. Nací con el desengaño bajo el brazo. Mis lágrimas las escondía debajo de la moqueta de mis ojos, donde no os las podíais beber. Me queréis dejar seca; con el poco agua que me queda, que está llena de sal. Sal, qué me deja sedienta. A veces es peor el remedio que la solución.

          Me siento estúpida diciendo estas cosas: me siento tonta escribiendo frente a mi monitor. Una pantalla que casi nadie lee y, cuando lo hacen, en gran medida es para pensar que soy alguien sin talento. Con sueños que no le alcanzan. Con expectativas hechas girones. ¿Qué me falta? Tengo la condescendencia, la compasión y el tedio. Venderé el tedio para quedarme con las otras dos, que a veces me reconfortan. Sus migajas, que me hacen sentirme menos sola. Menos sin brújula o sin mapa. No importa dónde está el norte o Noruega. A nadie le importa. O por lo menos no me importa a mí, que siempre fui pésima en geografía.



 


Efímero



                      La manera en la que nuestra ciudad se degradó era, cuando menos, indescriptible. Algunas veces acudía a un acantilado que daba a una cala en la que solía jugar de pequeña. Desde allí podía ver cómo las aguas se habían vuelto amarillas y cómo la naturaleza se degradaba. Me costaba admitirlo pero, a pesar de que la muerte campaba a sus anchas, era hermoso. Había belleza en la destrucción; algo macabro que nos recordaba lo efímeros que éramos. Las plantas grisáceas y faltas de flores; la tierra infértil y llena de ceniza; los cadáveres. Todo desaparecía. 

                      Tal vez fue por la guerra, que se llevó mi cordura junto a la vida de mis padres. O tal vez fue por mi cansancio; mis lágrimas, que las había olvidado. Desde hacía años tenía los ojos secos porque me había aborrecido llorar. Luego estaban las súplicas que, con los años, se habían convertido en algo automático. Ya no tenía nada que perder. Me arrebataron mi derecho a decir «No», con la sonrisa ladina de aquellos que saben que eres una mierda de su propiedad. A veces venían quienes luchaban en el bando correcto para aprovecharse de lo poquito que quedaba de esperanza. Se acercaban y actuaban como si les debieras misericordia; como si tuvieras que agradecerles estar metida en el pozo de pobredumbre en el que vivías. Ellos, que eran muy hombres, se aprovechaban de tu debilidad para tomarte. Y se reían de ti, de tu gente y de tus niños. Se reían de todos porque por llevar un arma en su espalda, eran mejores. Héroes, se llamaban.

                      Para nosotros eran monstruos. En alguna ocasión les tendimos emboscadas para robarles suministros o armas. Luego salía en la radio que éramos desagradecidos e inconscientes. ¿Por qué? ¿Acaso os debíamos algo? El día en el que me violasteis también fui una desagradecida. O cuando os llevasteis a la hija de Nana; seguro que ella también lo fue. Aún la escucho llorar en su habitación: todavía le quedaban lágrimas. Sus ojos se mojan de odio por vuestra culpa. Qué lucháis por nosotros, cuando ni siquiera tuvimos voz para escoger cómo sobrellevar la guerra. Se os llena la boca de quimeras, cuando venís a tratarnos como si fuéramos desechables. El hombre, que va a la guerra porque su destino es ser soldado. Y la mujer, que pelea en la indefensión, agredida la mayoría de las veces por los suyos, nunca sale en los libros de historias. Ni saldrá, porque no importamos. Esto es algo vuestro, que sufrimos nosotras en vuestro egoísmo.

                      Quisiera volver a la época en la que en la cala se podía nadar, Pero el agua era amarilla y la tierra infértil. La destrucción en su decadencia me recordaba que todo, por muy horrible que fuera, tenía un final. En algún momento, todo acabaría. Probablemente no iba a estar para verlo pero, aún así, tampoco me importaba demasiado. Con saber que iba a morir, me bastaba,




í



                Llevo tanto tiempo rota, que creo que he perdido mis pedazos. Es complicado sentirse incompleta pero, sobre todo, cuesta ponerle nombre a lo poquito que me quedó. Ya no me podrán llamar María, porque me faltan partes. Tal vez podrían decirme Mara, sin la i; así tendría menos disputas con la gente que se olvidaba de poner mi acento. De todas formas Mara es un nombre bonito e interesante, opuesto al que tiene la i; con su fastidioso acento que nadie recuerda y la certeza de que al menos seiscientos mil españoles se podrían confundir conmigo si estuviéramos en la misma habitación.

                Reinventarse es algo complicado, aunque por encima de todas las adversidades estaba la de empezar. Si tomar la iniciativa en cualquier cosa presentaba dificultades, en reinventarse todavía había más. Todos los amaneceres me despierto asustada por el ritmo que ha tomado mi vida y me pregunto una y otra vez en si de verdad seré capaz de tirar para adelante. Siempre he sido bastante débil y ahora me siento más vulnerable aún. Los cambios despuntan al alba, y temo no estar a la altura.

              Me he caído y los golpes me han dejado hecha unos zorros. A la nueva Mara le faltan fuerzas para recomponerse. Los cambios despuntan al alba, Mara, confía en ti. Confa, sin i para no tener que ponerle acento.





Escarcha



              Nací congelada dentro del refrigerador.  Luchaba por desplegar mis alas, encogidas y llenas de escarcha, para alcanzar al estante del brick de leche. Tenía la boca seca porque nadie se había molestado en darme de beber. Aunque, hasta hacía poco, no me había dado cuenta de lo desértica que era la nevera y lo inhóspito del congelador. Sola: nací sola dentro del refrigerador. Y moriría también sola, porque la vida era así. 

              Mis alas, que tenían demasiada escarcha para volar. Quería elevarme para salir, pero siempre terminaba en el estante de los pepinillos en vinagre. Qué nadie quería a los pepinillos, como tampoco me querían a mí. Caducaban ellos y caducaba yo esperando. Esperar me consumía más que una cerilla prendida para encender el foguer. Qué me dijeron que la solución era esperar y solo fue una mentira. Esperé tanto que se me olvidó mi razón de ser. Ahí estaba yo, con mis alas de escarcha, sin alcanzar un tetra brik. Los pepinillos cerca, como si tuviera que consolarme que estuvieran tan desamparados como yo.

              Qué la leche estaba lejos. Qué tenía a los pepinillos demasiado cerca. Nací congelada dentro del refrigerador. Nací con alas de escarcha y corazón de cerilla. Cerilla ardiente; cerilla prendida para encender el foguer. El foguer de otros. Nací congelada dentro del refrigerador. Abran la puerta.




Remake Shasha (Annie)



                 Una de las cosas que menos triste hacían sentir a Shasha era el señor Oso. Lo consideraba su mejor amigo porque, desde el primer día que lo cosió con mamá, estuvo a su lado haciéndole compañía. Además, había sido creado para eso. Su deber era ser un caballero andante de felpa sin armadura. Las armaduras tenían poco estilo porque pesaban mucho y combinaban mal con las faldas y a Shasha le encantaban las faldas llenas de volantes de color rosa. Así que el señor Oso no tenía armadura, pero sí lacito. Alguna que otra vez Shasha cogía sus cintas para el pelo y se las ataba en el cuello. Las que más les gustaban al señor Oso eran de color malva o violeta, porque combinaban mejor con sus botones.

                 El día en el que Shasha fabricó al señor Oso con mamá llovía. Lo habían tomado como una forma de entretenerse porque no podían salir a la calle y les daban miedo los truenos. Carla, la mamá de Shasha, se sobresaltaba cada vez que se iluminaba el cielo. Luego esperaba el estruendo que le seguía con los dientes apretados mientas miraba hacia un punto muerto. Dentro de su cabeza se decía a sí misma que era estúpido estar asustada pero el pánico, como la mayoría de emociones, era algo irracional.

                 Carla tenía una máquina de coser que heredó de la abuela de Shasha y bastantes utensilios de costura. La abuela se la dejó en herencia con la esperanza de que en algún momento de su vida aquello le gustaría pero, como ocurría con las emociones, tampoco podían escogerse los gustos. Así que Carla odiaba coser. Era pésima y desganada, aunque nunca lo admitiría en voz alta. «Podríamos hacerte un peluche, ¿quieres?». En respuesta Shasha la miró con los ojos entreabiertos por la sorpresa; lo cierto era que ni siquiera ella, con ocho años, se esperaba que su mamá hiciera algo útil con las telas. Asintió un tanto insegura porque, aunque mamá no disfrutara de coser, le gustaba compartir tiempo con ella.

                 Sacaron la felpa de unos cojines viejos y la tela de una chaqueta marrón que mamá odiaba de papá porque estaba muy gastada y era, según le dijo, muy fea. Eso a Shasha la ofendió un poco, porque no quería que el señor Oso fuera feo; lo quería con estilo. Las proporciones del patrón salieron horrendas, como era de esperar: el triste peluche terminó con la cabeza más grande que su cuerpecito. El pobre señor Oso tenía que hacer malabarismos para caminar sin caerse. Cuando Shasha lo tocaba, con la inseguridad de romper las pocas costuras que le hizo Carla, se sorprendió que lo suave y blandito que era.

                 Los ojos del señor Oso también estaban desproporcionados. Al principio Carla pensó que lo ideal sería hacerlos en un bordado, pero Shasha la instó a que le pusiera botones para que se pareciera al monstruo de Coraline. El problema fue que no tenían dos botones iguales y, como consecuencia, el señor Oso tuvo un ojo más grande que el otro. Shasha se rio, porque aquella expresión facial de peluche le recordó a cuando papá alzaba una ceja. Papá alzaba una ceja, luego le hacía cosquillas. A veces también alzaba una ceja cuando le había escondido dulces o preparado tortitas de desayuno. El señor Oso era como papá, pero de felpa.

                 Cuando Carla terminó de coser con la ayuda de su hija, pensó en que lo mejor sería desecharlo. Era un peluche desproporcionado, con las costuras mal hechas y las patitas demasiado enanas. Pero los ojos de Shasha brillaban con la ilusión de haber encontrado a su mejor amigo. Corrió a su habitación para sacar su lazo favorito. Se lo ató al peluche, después corrió con él entre sus brazos hacia el cuarto de baño. Abrió el grifo para salpicarlo en lo que para ella fue su bautismo. Solemne, de rodillas, miró hacia mamá con una sonrisa que era tan grande que parecía etérea. «Me encanta; será mi mejor amigo —emitió un suspiro—. Creo que ahora me gustan más los días de lluvia».


Realizado por David Ahufinger
 



Skyrim



            Nací con una espada bajo el brazo: nací preparada para luchar. Aunque os encarguéis de cuestionar mi fortaleza, no me amedrentaré. Vosotros, que me hundís en un océano de indecisión, sois mi peor rival. Vosotros sois mi dragón. Debo de daros muerte y, hasta que no lo consiga, no descansaré. Soy una guerrera que se ha curtido en más batallas de las que sois capaces de medir. Mi guerra, que está en el día a día, es agria al tragar. Lo agrio, que me ha enseñado que existe el sabor. Pronto, en vuestra condescendencia paladearé mi victoria.

No os necesito; tengo un reino que liberar.






Cápsula del tiempo de Jimena [3º ESO, A]


 
                Me han mandado para clase de filosofía escribir en una cápsula del tiempo. Bueno, si te soy sincera no tendría por qué escribir necesariamente una carta, pero en mi caso lo decidí así. Debíamos de dejar algo de nosotros en la maldita cápsula y yo, en cambio, decidí dejar una confesión. De hecho, si no hubiera llegado a tener una confesión para ti, pasaría del tema. Nunca fui una alumna aplicada en exceso, o cosa así. No me gustaban las clases, la gente y… Creo que sobre todo no me gusta la gente.

                Pero ahí lo tienes: hice un descubrimiento. Una cavilación. Qué bonita es la palabra cavilar, ¿cierto? Me siento súper inteligente cuando la uso; como si en lugar de ser una adolescente de instituto fuera una chica súper lista que hace cosas útiles para su planeta. Aunque este no es mi planeta y no le debo nada. Aquí tienes mi confesión: soy una alienígena. ¿De dónde vengo? Pues ni idea, porque absolutamente toda mi vida he estado en la Tierra.

                Sé que vengo de fuera porque soy una mujercilla verde, de tres ojos y en lugar de orejas tengo la gramola de un tocadiscos. ¿Los tocadiscos tienen gramola? Cómo si eso importara. Tampoco hay material biológico en los tocadiscos, así que no los podría tener de orejas. Los tocadiscos no son orgánicos, porque no están vivos. Cuando suena la música pienso en que, quizá, que sean orgánicos o no tampoco importa demasiado, porque parecen vivos. Como ya sabrás, tiene mucho más valor que algo que no tenga vida, la aparente. Nosotros la mayoría de veces estamos muertos por dentro y en cambio tenemos vida. Así que a fin de cuentas no nos diferenciamos tanto de las gramolas.

                Muchas veces me he imaginado de color verde, porque es un tono muy bonito. Con la piel de color verde o naranja. Y con tres ojos: dos ojos humanos y otro en la frente. Ya sé que no soy la más original del mundo, pero queda muy bien tener un ojo en la frente. Además, si no te gusta te puedes dejar flequillo para que no se vea. Soy una alienígena porque me imagino de esa forma en lugar de humana. Aunque ahora que lo pienso tal vez los alienígenas tengan aspecto de humano y fracase en mi plan de irme a vivir a otro planeta.

            Bueno, esta carta la escribo para que cuando la gente de mi planeta colonice la Tierra para exterminar a la raza humana, sepan que estuve aquí. He pensado en dejarles dibujos, también, porque tal vez no entiendan mi idioma. Pero luego caí en la cuenta de que debería de ir a comprar lápices de madera. Dibujar también se me da mal. A lo mejor ven mis representaciones horribles y se piensan que me estoy riendo de ellos. Compis alienígenas, si lográis descifrar el idioma humanoide español, no os quiero ofender. Os echo de menos, aunque nunca nos hayamos conocido y comprendo, de corazón, que los matéis a todos. ¿Quién en su sano juicio no querría eliminar a la humanidad?

                Sé que te has comunicado conmigo, compi alienígena. Voy a ponerte nombre, ¿de acuerdo? Para que esta carta se sienta menos fría. Te llamarás Charles, porque suena súper pijo y yo sé que tienes que tener dinero para poder mantener una nave espacial. Fue hace unas noches, Charles. Aquella madrugada estaba llorando mucho porque mi vida era una mierda. Mamá decía que eran cosas de la adolescencia, pero el asunto era (y sigue siendo) demasiado intenso para ser únicamente adolescencia. Aquella madrugada abrí mi tercer ojo, y vi de fuera cómo era la Tierra. Abrir el tercer ojo en realidad era una tarea complicada: el mundo entero se confabula para que no ocurra y, cuando tomas conciencia de tu alrededor, solo te la niegan.

             Tengo diecisiete años, Charles, y a lo largo de todo lo que llevo viva, me he sentido triste. He llegado a pensar que yo era la que estaba poseída por una gramola y la gramola la que estaba viva de verdad. Porque joder, Charles, aquella madrugada estuve llorando mucho. Pensar que tu vida no tiene sentido, duele cantidad. No. Creo que me he expresado mal: aquella madrugada lloraba porque sentía que mi vida no tenía el sentido que quería darle. Mi vida no estaba vacía; era yo, que no podía hacer lo que me gustaría de ella. Por eso me sentía como un amasijo sin forma. Absolutamente siempre he tenido que hacer lo que esperaban de mí y la recompensa que he recibido ha sido insatisfactoria.

                Estudio y suspendo porque las clases no me llenan y la gente, en general, tampoco lo hace. No paro de preguntarme por qué tengo que estar horas y horas en un lugar en el que no me siento cómoda y donde no incentivan de verdad mis intereses. Quiero que me enseñen a ser libre y a pensar por mí misma; no quiero que me escupan conocimientos a la cara para que con ellos sea un miembro productivo de esta sociedad. No quiero ser un miembro productivo de esta sociedad, Charles, solo quiero ser yo. Hola, mi nombre es Jimena y quiero ser yo misma. Me gustaría sentir que la vida que vivo es mía. Los humanos, qué son tan crueles, se encadenan a sí mismos los unos a los otros. ¿Y eso a quién beneficia? A humanos con traje de chaqueta. Humanos de hidroeléctricas, del IBEX 35 y a los propietarios de Bankia. Son unos terrícolas odiosos, porque se dedican a juzgarlo todo desde su posición privilegiada, Charles. Espero que sean los primeros a los que fulmines con tu rayo láser.

                Aquella misma madrugada, llovía. Fue todo muy dramático, porque mis lágrimas iban con el agua. Mis gritos, con los truenos. Toda yo fui lluvia, y me sentí completa. Aquella madrugada fue la que más me sentí yo misma porque me pude redescubrir como dueña de mis lágrimas. Era la auténtica dueña de mi tristeza y esa tristeza era legítima. Cuando me sentía desesperada porque todo lo que había vivido carecía de lógica, solo me lanzaban el discurso de que exageraba. «Las cosas son así, Jimena. La vida siempre ha sido así». A hacer eso, controlaban mi realidad: su negativa eclipsaba mi perspectiva hasta terminar distorsionándola. Entonces me convencían de que mi única finalidad era convertirme en una adulta para llegar a fin de mes.

                Cuando estaba ida por el llanto, rompí la ventana de mi habitación. Entró la lluvia que empapó mi pijama. El agua estropeó los trabajos de clase del escritorio y el viento me provocó una buena pulmonía, pero mereció la pena. Vaya si mereció la pena. Aquella tristeza que materializaba el agua, aquel frío que me calaba los huesos eran las únicas cosas reales que experimentaba en años. Luego llegó la luz. Una luz blanca me dejó ciega, y los vi. Me estabais tratando de abducir para sacarme del infierno que era este maldito planeta. Me dio pena por mamá, porque la quiero mucho. Si me lleváis lejos me gustaría que ella se fuera conmigo aunque no sea autóctona de nuestro planeta. Mamá no se merece vivir encerrada en los grilletes del planeta Tierra.

                Luego me desperté con el desazón de que no me hubierais llevado con vosotros. No sé qué pasó, pero mamá me dijo que tal vez actué como sonámbula. Pero yo lo sentí tan real que… Mamá me dijo que no, que la luz quizá fue la farola del parque, que brillaba mucho. Pero no. Pero sí. También pensaba en que quizá estaba ya en mi planeta y todo lo vivido en la Tierra había sido un sueño muy largo. Una existencia así, no podía ser real. Un mundo como en el que estaba, tenía que ser una farsa.

                Charles, espero que mis palabras puedan servir de algo. Venid pronto a por los alienígenas que aún descansamos en la Tierra. Sacadnos de aquí, te lo imploro. No sobreviviremos mucho más en un mundo repleto de rutina y obligaciones inocuas. Sálvanos, Charles. Queremos regresar a nuestro planeta. Queremos volver a ser dueños de nuestra vida.

 

Ni lo intentes



             Yo no nací para cumplir tus expectativas. No nací para ser hermosa o seguir un sendero en concreto de la vida. Pero el mero hecho de oponerme, me orpime. Porque si no vivo dentro del sistema, molesto. Soy un estorbo las veinticuatro horas del día. Soy un maldito estorbo ahora mismo. Pero me da igual. No, no me da igual. Dentro de mi cabeza hay una voz que grita muy alto que haga algo útil con mi vida. Entonces me pregunto dos cosas «¿Qué es algo?», «¿Qué es útil?». Sustantivo y demostrativo, respectivamente. Fonemas, sílabas, de una palabra. «Palabra», qué es también un sustantivo. Las letras se sienten bonitas, cuando adornan una pantalla en blanco o un folio vacío. Pero también demandan cosas y hacen daño.

             Son las palabras las que más daño hacen, porque dan vida a las cosas. Las palabras me hablan de expectativas y de belleza. Hablan de trabajo, obligaciones y ocio. El sistema las toma de su mano y por eso alguna que otra vez me he propuesto dejarlas de usar. Pero me encantan. Son como una melodía, que fluye con las pulsaciones de mi teclado. Me siento libre en el ordenador porque pospongo las cosas. Pero posponer las cosas no es bueno, porque luego todo revienta y revientas tú.

             Yo nací para ser libre. Quiero ser libre pero, a medida que pasa el tiempo, me siento más maniatada. Me han dejado inválida. Y yo solo quiero quedarme sin voz y sin palabras, porque siento que son las principales responsables de mi condena. Sin embargo sigo escribiendo, pensando. Reclamando una libertad inalcanzable porque el mundo no ha sido creado para concebir mis peticiones. Entonces pienso que quizá soy yo, que actúo de manera egoísta e insolente al pedirle peras al olmo. Pero estoy muy triste, ¿sabéis? Estoy triste y estoica. Porque me pesan los grilletes de mi jaula. 

             A medida que desafío, me llega el odio. La incomprensión y la impotencia me tienden sus brazos, y los tomo. Porque aunque no quiera lucharé por ser hermosa para tus ojos. Lucharé para tener una vida competente dentro de los estándares que me impusiste. Y me quejaré; me quejaré mucho de cosas que nunca tuvieron remedio alguno.




 
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