El sonido del silencio



PRÓLOGO: GRIETA

          Cuando sonó el despertador supe que no quería salir de la cama. Era el primer día de instituto y, por mi parte, estaba mejor tumbada sobre el colchón. La luz pálida del amanecer despuntaba por los huecos que no atinaban a cubrir las persianas. Escuchaba, también, el molesto trinar de un pajarillo. Quería espantarlo para que todo se quedara en silencio, porque cuando había silencio recobrabas un tipo de conciencia distinta sobre el mundo. Era como si no escuchar sonidos te hiciera más consciente de tu alrededor: veías las cosas sin edulcorar, y eso a veces dolía. Pero no importaba: yo estaba acostumbrada a aquel tipo de dolor.
Mis ojos se fijaron en una grieta que se había formado en el techo de mi habitación. Hacía mucho que estaba ahí, cada vez más grande. Cuando llovía se oscurecía y empezaba a llenarse de moho. Mamá se quejaba, porque decía que la reforma de mi habitación había sido un fiasco. Y la grieta seguía ahí, recordándoselo. Yo muchas veces la miraba porque me daba la sensación de que si lo hacía durante mucho tiempo se dilataba. La miraba horas con la esperanza de que creciera como un agujero negro hasta engullirme. Entonces viajaría a una dimensión alterna donde no hubieran institutos, exámenes ni nada por aquel estilo.
Sería un lugar maravilloso en el que nadie llevaría puestas caretas. La gente se presentaría sin segundas intenciones o ideas estúpidas que estaban ahí para fingir que había cosas que te importaban cuando no era así. Podría sonreír cuando me apeteciera y estar triste cuando me diera la gana. Venga a visitarme usted, señora grieta, que tengo muchas ganas de hacer viajes interdimensionales.

La próxima publicación será aquí.








Mamá



            En aquel hospital, la víspera del día del navidad, Delia clavó sus ojos en los de su madre que, tumbada en aquella raquítica cama, le costaba respirar. Tenía las mejillas y los labios pálidos. Sus pestañas, muy cortas, estaban húmedas. El iris de sus ojos, color caramelo, a penas se veía de lo contraído que estaba. Se movía, además, como si sus huesos pesaran igual que una bolsa llena de piedras. Delia tomó la mano arrugada de mamá para sentir cómo su corazón latía pesado. 

         Una lágrima salió de la perdida Delia, que contemplaba aquella escena como si en lugar de tener cincuenta años estuviera en su infancia. Mamá en sus treinta, acicalándose el cabello rubio para quitarse los enredos. Después se acercaría a la pequeña Delia, que la miraría con admiración «Tienes el pelo muy largo y los labios brillantes». Mamá sonreiría, con su rostro sin a penas arrugas; luego llegaría su respuesta. «Tú también tienes el pelo largo, Delia. Eres una hermosa princesa». Pero Delia ya no era una princesa, sino una mujer divorciada y con dos hijos que habían pasado la veintena. Su madre tampoco tenía los labios brillantes, sino secos y agrietados. Y su cabello de ahora era blanco como la leche. 

          Mamá empezó a cantar un villancico despacio. «La virgen se está peinando, entre cortina y cortina. Sus cabellos son de oro y el peine de plata fina». Su voz era desafinada y floja: parecía a punto de quebrarse. Delia pensó en otras vísperas de navidad, que estuvo celebrando junto a toda su familia. Una familia que se esfumaba como la espuma de mar. Mamá nunca volvería a ser aquella treintañera cariñosa que la llevaba al cine y a la playa. Nunca volvería a ser la heroína que sacó a toda su familia adelante trabajando y siendo ama de casa a la vez, porque el tiempo la había consumido.

           Entonces, mientras mamá seguía cantando aquel villancico, supo que con independencia de lo que ocurriera aquella noche sería por siempre la persona más importante de su vida. Se inclinó hacia ella y besó despacio su frente. «Te quiero» le susurró. Mamá le sonrió como si su cariño le devolviera la vida. Detuvo su canción. «Yo también te quiero».




Demons



          Estás temblando en una esquina. La habitación donde te encuentras es sucia y sombría. Te encoges sobre ti misma a la espera de que las tinieblas te terminen de engullir. Si no te ven, ¿existes? Si la gente se olvidó de ti, ¿verdaderamente estás ahí? Juegas a ser invisible; actúas de funambulista sobre la línea de la realidad. Llena de polvo y con la ropa hecha jirones, me miras. Nos miramos y te vuelves a acurrucar. Luego sonríes, pero sin hacerlo del todo. Tus dientes, de un inexplicable blanco, relucen en la oscuridad. Me acerco a ti y te tiendo la mano. En el abismo, perdida en el abismo. De nuevo me miras y me encuentro con que no eres tú: son tus demonios los que me cautivan. 

          En el suelo descansan dos cadáveres vestidos de soldado: la sangre, de un inexplicable rojo, reluce en la oscuridad. No quiero preguntarte qué quisieron hacer contigo. La guerra, fue la guerra la que sacó lo peor de nosotros. Maltrechos jugamos a fingir que nada de lo ocurrido fue verdad. Tu ira me reconforta: quiero alimentarme de tu rencor. No tomas mi mano, la empujas. Adoro ese odio que profesas a quienes juraron protegerte y, por el contrario, se aprovecharon de tu vulnerabilidad. Ellos, que estaban tan cadáveres como tu felicidad. Muertos, como lo estoy yo. En un mundo en el que solo hay demonios ¿Qué podemos hacer? El atisbo de una lágrima reluce en tu mejilla derecha. Vamos, no llores: prometo ayudarte a superar tu dolor. Me miras, de nuevo me miras y golpeas mi cabeza con una vara de metal. 




 
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