Amargo



           «¿Qué quieres decirme?», pero no te lo pregunto; solo miro hacia tu rostro.  Tus ojos marrones más oscuros que de costumbre. Húmedos, pero sin lágrimas. Las pestañas, largas y mojadas, tampoco aún tienen lágrimas. Las ojeras, que descansan debajo, están hinchadas y enrojecidas. En ellas reside algún tipo de magia, porque no puedo parar de mirarlas. Tan marcadas y tristes; tan cansadas... Las mejillas pálidas; los labios secos y un tanto entreabiertos. La piel seca de esa boca, de esos labios, que necesitan saliva.

           Me miras a mí como queriendo preguntar cosas demasiado grandes para usar palabras. Guardas silencio durante unos segundos y, cuando se empieza a hacer larga la espera, me preguntas un simple «¿Qué te pasa?» como si aquella cuestión fuera capaz de encontrar respuestas en  mi silencio. Yo no sé cómo me veo y mucho menos sé cómo me ves. Solo estoy seria y pienso. Solo te miro seria porque siento que no alcanzo a sonreír. A veces me dices fría, porque mi rostro siempre fue de esa forma; porque la solución más sencilla cuando estás triste es rodearte de escarcha. 

           Luego llega la reverencia de tu mano, que se coloca sobre mi mejilla derecha y la acaricia. Es entonces cuando sopeso tu pregunta y no sé qué debería de responder. Solo me quedo mirando tus ojos húmedos, pero sin lágrimas. Quiero volver a ver aquel marrón más claro, que acude cuando no estás ni triste ni cansado. Quiero acariciar esas ojeras, que son tan sinceras como bonitas. Entonces me arrepiento de cómo llegamos a este punto tan amargo. Quiero volver atrás en el tiempo, pero no tengo superpoderes. Intento sonreír pero se desdibujan mis labios. Busco arroparte de alguna forma y te abrazo. En mi garganta se ahoga un «Lo siento», que terminas susurrando tú antes de que yo lo haga. Quizá en aquel instante te sentiste como yo. Quizá nuestras mentes están interconectadas. O quizá, simplemente, los dos compartimos el mismo miedo a perdernos.




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