Rota



         Toda mi rabia e impotencia quedó grabada en aquel golpe a la mesa. Pegué una patada contra su estructura y un jarrón de cerámica cayó al suelo. Estaba pintado a mano; tenía dibujos de ramas y flores de cerezo. Era hermoso. Y ahora estaba en el suelo, hecho pedazos. Mientras las lágrimas caían de mis ojos me quedé como una estúpida mirando aquellos trozos sobre los azulejos. Pensé en que hacía tan solo unos segundos era un jarrón perfecto y envidiable, y ahora no. En tan solo una bocanada de aire el jarrón se había convertido en algo diferente. 

         Mi rabia se disipó y fue sustituida por la angustia. Cogí todos sus fragmentos y los coloqué sobre la mesa. «¿Y ahora qué? —pensé —Nunca volverá a ser lo mismo». Las lágrimas continuaron cayendo, como si su sal tratara de supurar la herida que tenía dentro. Envidié un tanto al jarrón. Él estaba roto, y era obvio. Yo me sentía rota, pero los pedazos de mí no se percibían. Entonces, mis pensamientos llegaron más lejos. Tal vez, cuando nos rompíamos, la cosa no se dejara ver a simple vista, pero sí en lo que nos rodeaba. 

         Destrocé al jarrón con un golpe en la mesa, y también había destrozado a personas de otra forma. Las hice añicos, aunque no se apreciara. A lo mejor era menos prejudicial convertirse en un jarrón y solo ostentar sus pedazos. A lo mejor la solución estaba en hacer evidente mi llanto y no lastimar mi alrededor de otra forma. 

         Cogí un bote de pegamento y me dispuse a unir las piezas de lo que quedó del jarrón. Mi móvil sonó y, mientras continuaba con aquello, puse el manos libres. «¿Clara, estás bien? Hace unos días que no sé nada de ti», me dijo Violeta. Sonreí. «He roto un jarrón y estoy pegando sus trozos». «Está bien. Seguro que si lo conservas así te recordará que tienes que ir con cuidado para que no te vuelva a pasar». 




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