Vengo a deciros


Vengo a deciros
que naufrago.
Que en el océano,
vago como una náufrago.
Y estoy perdida;
sin timón,
ni velas,
ni barco.

La olas enrarecidas,
y el fondo del mar
sin conchas.
Vivo entre la sal marina
de desazones 
e ideas toscas.

Vengo a deciros,
que naufrago.
Que en el océano
los tiburones han devorado
mis ideas, 
y mis sueños:
las ilusiones 
que siempre arrastro.

Las olas enrarecidas
y el fondo del mar
sin conchas.
Vivo olvidando
que las gaviotas 
indican la costa.

Vengo a deciros
que naufrago.
Y que es hermoso
existir sin timón,
ni velas,
ni barco.




Dafne






           Corro con todas mis ganas. Me persigues y trato con ahínco de no desestabilizarme en mi huida. Trastabillo con una raíz seca. Un, dos, tres. Cojeo y retomo el equilibrio. Siento tu aliento en mi nuca, a pesar de que no estás lo suficientemente cerca. Se me pone el vello de punta y continúo corriendo. El bosque espeso, lleno de ramas que me arañan los brazos. No las noto a penas, pero la sangre gotea despacio; como si tuviera miedo a salir. Trastabillo de nuevo, y caigo. Atino a percibir dos raspones en mis rodillas, antes de incorporarme torpe y rápido. Un, dos, tres. Vuelvo a correr, pero me detienes. Tu mano derecha, que me toma del brazo lleno de cortes. La sangre que baila, el tono rojizo de la piel herida y el escozor que está ahí pero ignoro.

           —Dafne —murmuras sin aliento, como si fuera una súplica. Me retuerzo lejos de tu agarre, pero tienes más fuerzas. Mi mirada al cielo, rogando un milagro.

           —Suéltame, por favor… —Pero no me escuchas, Apolo, porque mi opinión nunca tuvo importancia; porque soy insignificante dentro de la ecuación. Pienso durante unos breves instantes en otras a las que les ocurrió lo mismo, y las compadezco. No como ellas; nunca como ellas. Mi mirada al cielo, todavía rogando un milagro.

           —Dafne —repites, arrodillado ante mí como quien se postra ante un dios. ¿Me idolatras, Apolo? Me cuestiono con sorna. Lo suficiente como para hacerme esclava de algo que nunca quise. Deseo ser libre, pero ese es un deseo demasiado grande para alguien como yo. Un milagro, necesito un milagro.

           Tus pupilas se dilatan con horror y yo, aprovechando la distracción, trato de aventarme fuera de ti. Mis pies están sellados, enraizados en tierra. Mi brazo ya no sangra, ni siente. Ahora es hermoso: marrón tierra húmeda, coronado por unas delicadas hojas de laurel. Una sonrisa se construye en mi boca, mientras se disuelve lo poco humano que queda de mí.

           —¡No te vayas, Dafne! —imploras histérico. Mi sonrisa se eleva todavía más; absuelta de compasión. La calma se edifica desde lo más profundo de mi pecho. El último pensamiento coherente que tengo es que, al fin, soy libre.





El secreto de las gotas de agua






          Érase una vez un puñado de gotas de agua que vivían en la más alta de todas las nubes. En aquel grandioso lugar, coronado por el sol y el viento, había una promesa que motivaba a todas las aprendices de lluvia. «Llegará un día en el que os volveréis gordas, frías y relucientes. Y, cuando ocurra, caeréis de lleno al Mundo etéreo», dijo el señor de las alturas, y las gotas de agua se sintieron dichosas. «En el Mundo etéreo no habrá dolor, solo felicidad. Será vuestra recompensa al sinsentido de la vida», añadió de nuevo el señor de las alturas.

          Así pues, pasaron días, y días, y más días. Y llegó el momento. Muchas de ellas se convirtieron en lo que, a fin de cuentas, se hizo su objetivo: en gotas gordas, frías y relucientes. Fue entonces cuando se volvieron demasiado pesadas para estar contenidas por su nube. Cayeron al suelo arañando los cielos mientras emitían un chillido entre horrorizado y desgarrador. «El Mundo etéreo es un sitio horrible, nos mintieron» atinaron a pensar algunas de ellas, antes de impactar contra el asfalto.





Wendy y Peter





       Te conocí una noche en la que la luna no era luna y las estrellas se habían escondido. Eras blanco, como la luna que no estaba, y te me antojaste un milagro. A tu lado la noche resplandecía y hacías que yo me sintiera yo. Tus ojos de tierra, tu boca de sal y tu sonrisa de azúcar. Ven conmigo a enseñarme dónde se esconden los luceros. Te inclinas hacia mí y sonríes. Tomo tu mano y te siento cerca.

       ¿Quién eres? Busco preguntarte, pero no lo hago por miedo a que se rompa la magia. Tu cuerpo grácil, como un cisne, tu rostro hermoso, como una escultura. Entreabres los labios e inhalas con fuerza. Sonríes, de nuevo, y nos elevamos. Alto, donde se esconden los embrujos de las estrellas, la luna durmiente y otras cosas que desconozco para poder describirlas.

       Vuelas como Peter y yo soy tu Wendy. La primera estrella a la derecha y todo recto hasta el amanecer. El amanecer que llega llega y el sol que nos alcanza. Me miras, triste, y te esfumas. Eres niebla que se desvanece. Alzo mis brazos tratando de encadenarte pero te escurres entre los huecos de mis dedos. No te vayas, quiero gritarte, pero se me olvidan las palabras. 

       La noche, volverás a la noche. Le dirás a los astros que desaparezcan para que solo nosotros seamos testigos de lo que compartimos. Por siempre y para siempre.






 
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