El sonido del silencio



PRÓLOGO: GRIETA

          Cuando sonó el despertador supe que no quería salir de la cama. Era el primer día de instituto y, por mi parte, estaba mejor tumbada sobre el colchón. La luz pálida del amanecer despuntaba por los huecos que no atinaban a cubrir las persianas. Escuchaba, también, el molesto trinar de un pajarillo. Quería espantarlo para que todo se quedara en silencio, porque cuando había silencio recobrabas un tipo de conciencia distinta sobre el mundo. Era como si no escuchar sonidos te hiciera más consciente de tu alrededor: veías las cosas sin edulcorar, y eso a veces dolía. Pero no importaba: yo estaba acostumbrada a aquel tipo de dolor.
Mis ojos se fijaron en una grieta que se había formado en el techo de mi habitación. Hacía mucho que estaba ahí, cada vez más grande. Cuando llovía se oscurecía y empezaba a llenarse de moho. Mamá se quejaba, porque decía que la reforma de mi habitación había sido un fiasco. Y la grieta seguía ahí, recordándoselo. Yo muchas veces la miraba porque me daba la sensación de que si lo hacía durante mucho tiempo se dilataba. La miraba horas con la esperanza de que creciera como un agujero negro hasta engullirme. Entonces viajaría a una dimensión alterna donde no hubieran institutos, exámenes ni nada por aquel estilo.
Sería un lugar maravilloso en el que nadie llevaría puestas caretas. La gente se presentaría sin segundas intenciones o ideas estúpidas que estaban ahí para fingir que había cosas que te importaban cuando no era así. Podría sonreír cuando me apeteciera y estar triste cuando me diera la gana. Venga a visitarme usted, señora grieta, que tengo muchas ganas de hacer viajes interdimensionales.

La próxima publicación será aquí.








Mamá



            En aquel hospital, la víspera del día del navidad, Delia clavó sus ojos en los de su madre que, tumbada en aquella raquítica cama, le costaba respirar. Tenía las mejillas y los labios pálidos. Sus pestañas, muy cortas, estaban húmedas. El iris de sus ojos, color caramelo, a penas se veía de lo contraído que estaba. Se movía, además, como si sus huesos pesaran igual que una bolsa llena de piedras. Delia tomó la mano arrugada de mamá para sentir cómo su corazón latía pesado. 

         Una lágrima salió de la perdida Delia, que contemplaba aquella escena como si en lugar de tener cincuenta años estuviera en su infancia. Mamá en sus treinta, acicalándose el cabello rubio para quitarse los enredos. Después se acercaría a la pequeña Delia, que la miraría con admiración «Tienes el pelo muy largo y los labios brillantes». Mamá sonreiría, con su rostro sin a penas arrugas; luego llegaría su respuesta. «Tú también tienes el pelo largo, Delia. Eres una hermosa princesa». Pero Delia ya no era una princesa, sino una mujer divorciada y con dos hijos que habían pasado la veintena. Su madre tampoco tenía los labios brillantes, sino secos y agrietados. Y su cabello de ahora era blanco como la leche. 

          Mamá empezó a cantar un villancico despacio. «La virgen se está peinando, entre cortina y cortina. Sus cabellos son de oro y el peine de plata fina». Su voz era desafinada y floja: parecía a punto de quebrarse. Delia pensó en otras vísperas de navidad, que estuvo celebrando junto a toda su familia. Una familia que se esfumaba como la espuma de mar. Mamá nunca volvería a ser aquella treintañera cariñosa que la llevaba al cine y a la playa. Nunca volvería a ser la heroína que sacó a toda su familia adelante trabajando y siendo ama de casa a la vez, porque el tiempo la había consumido.

           Entonces, mientras mamá seguía cantando aquel villancico, supo que con independencia de lo que ocurriera aquella noche sería por siempre la persona más importante de su vida. Se inclinó hacia ella y besó despacio su frente. «Te quiero» le susurró. Mamá le sonrió como si su cariño le devolviera la vida. Detuvo su canción. «Yo también te quiero».




Demons



          Estás temblando en una esquina. La habitación donde te encuentras es sucia y sombría. Te encoges sobre ti misma a la espera de que las tinieblas te terminen de engullir. Si no te ven, ¿existes? Si la gente se olvidó de ti, ¿verdaderamente estás ahí? Juegas a ser invisible; actúas de funambulista sobre la línea de la realidad. Llena de polvo y con la ropa hecha jirones, me miras. Nos miramos y te vuelves a acurrucar. Luego sonríes, pero sin hacerlo del todo. Tus dientes, de un inexplicable blanco, relucen en la oscuridad. Me acerco a ti y te tiendo la mano. En el abismo, perdida en el abismo. De nuevo me miras y me encuentro con que no eres tú: son tus demonios los que me cautivan. 

          En el suelo descansan dos cadáveres vestidos de soldado: la sangre, de un inexplicable rojo, reluce en la oscuridad. No quiero preguntarte qué quisieron hacer contigo. La guerra, fue la guerra la que sacó lo peor de nosotros. Maltrechos jugamos a fingir que nada de lo ocurrido fue verdad. Tu ira me reconforta: quiero alimentarme de tu rencor. No tomas mi mano, la empujas. Adoro ese odio que profesas a quienes juraron protegerte y, por el contrario, se aprovecharon de tu vulnerabilidad. Ellos, que estaban tan cadáveres como tu felicidad. Muertos, como lo estoy yo. En un mundo en el que solo hay demonios ¿Qué podemos hacer? El atisbo de una lágrima reluce en tu mejilla derecha. Vamos, no llores: prometo ayudarte a superar tu dolor. Me miras, de nuevo me miras y golpeas mi cabeza con una vara de metal. 




Añicos



                La princesa se quedó pensativa. Sentada en el suelo, con los azulejos fríos y las ilusiones a fuego lento. Lentas como ella misma; cansadas como ella misma. Estaba quebrada, con sus añicos en tierra como pequeños cristales. Las ilusiones, que relucían sucias en el suelo. Los pedazos a su lado, sentados. Quiso tomarlos entre sus manos para poder recomponerlos, pero las fuerzas no le alcanzaban. Solo estuvo mirándolos con todo el anhelo que le quedaba: deseando que volvieran a juntarse para empezar otra vez. 

                Ella, que estaba rota, pensaba en todas sus malas decisiones y en otras tantas cosas que hizo mal. Ya no podía volver atrás, así que se quedó sola junto a sus pedazos. Algún día vendrían a barrerla para tirarla dentro del contenedor. Sería el juguete que ya no gustaba al pequeño de la casa. Porque la vida se regía por los caprichos de un chiquitín avaricioso y egoísta. 

                Pero ella; ella también había sido avariciosa y egoísta. Tonta, la princesa tonta: que llevaba el vestido raído y el maquillaje hecho un asco. Tenía las puntas del pelo abiertas, por cortar, y las ojeras de color añil. Estaba llena de miedos demasiado grandes para sus zapatos. Las circunstancias la superaron, y cayó. Por eso tenía que plantearse qué era lo que esperaba de la vida.




La Ofelia de Hamlet


         
No suelo hacer notas de autor porque para mí es molesto a la hora de leer y, en general, no me gusta. Este relato corto es una idea de lo que será una historia más larga; por eso se ve tan incompleto y es tan insulso. Leed con precaución. 


             Ares atravesó su ciudad. Diez años atrás le había parecido el lugar más maravilloso del mundo, pero ya no. Nunca más. Ya no quedaban aquellas inmaculadas aceras, que limpiaban unos divertidos robots con aspersores en lugar de bocas y cepillos redondeados en lugar de piernas. Primero lanzaban un líquido azul con olor a limón y luego removían la suciedad mientras decían «Una ciudad limpia para un país limpio». Los árboles también estaban limpios y eran lo que más favorecía a la idea del cuidado de las calles. Tenían las hojas de diferentes colores: algunas rosas, otras azules, naranjas, violetas o blancas. En ocasiones especiales todos los colores se combinaban en un único árbol que formaba un cuadro o fotografía famoso. El Guernica fue el último que vio; impreso en blancos, negros y grises. «Una ciudad limpia para un país sin guerra», dijeron aquella vez los robots de limpieza, y Ares no lo pudo olvidar.

             Ya no quedaban robots de limpieza. Los árboles tenían hojas verdes, los troncos quebrados y las aceras estaban sucias y repletas de musgo; como si de alguna forma lo verde intentara imponerse sobre el resto de cosas. Verde que te quiero verde, pensó Ares, el verde de Lorca. No había nadie que gritara «Limpieza para la ciudad», porque la ciudad iba a estar sucia siempre. La diversión y el colorido habían pasado a un segundo plano en el que los niños no jugaban en el parque o se molestaban, siquiera, en salir de sus casas. 

          Continuó caminando por una calle cercana al parque al que iba a jugar de pequeño. En él pasaba las tardes jugando con Ofelia y Riley, que siempre se enfadaban porque era el más rápido al pilla-pilla. «Dile algo a tu hermano, Riley», protestaba Ofelia todos los días «Siempre viene a por mí; estoy cansada de tener que pagar». Riley se reía mucho de aquellas quejas y en sus mejillas salían unos hoyuelos que papá decía que se parecían a los de mamá. En secreto Ares lo envidiaba; él también quería tener algún parecido con mamá. Alguna que otra vez llegó a pensar que Riley era el hermano favorito por eso, pero nunca llegó a materializar aquellas ideas en voz alta.

             Ofelia era su vecina más cercana y se hicieron amigos de ella porque iban al mismo colegio e instituto. Se la encontraban por el camino a clase y ella se burlaba de ellos diciéndoles que los dos llevaban la misma mochila. «Parecéis clones, siempre iguales», solía reírse. Ares era el que más se indignaba por aquellas inofensivas bromas. Solía torcer la nariz y contestarle «Al menos nuestra mochila es más bonita que la tuya». Ofelia sacaba la lengua y les explicaba que su mochila era especial; la había cosido con la ayuda de mamá y papá. Aquello desencadenó en que, durante algunas tardes, fueran a casa de Ofelia a aprender a coser junto a ella para tener una mochila así de especial y auténtica.

             Era extraño aquello de coser, y un poco peligroso. Habían escuchado hablar de las agujas y el hilo pero nunca lo habían visto. Los robots costureros hacían aquellos trabajos; podían comprarse en muchas tiendas. Robots a los que les decías «Quiero que me hagas una mochila azul, con lazos y bordados de superhéroes», y listo. Solo había que esperar unas pocas horas a que trabajaran. 

             Los papás de Ofelia preferían hacer algunas cosas a mano y lo cierto era que estaba bien. Cuando terminaron la mochila se sintieron más orgullosos que nunca y se dieron cuenta de que, aunque fuera más costoso, aquello tenía más valor. Era algo suyo; tenía su identidad y sus huellas. Ares, incluso, llegó a arrepentirse de las burlas que le hizo a la mochila de Ofelia. Su amiga tenía toda la razón del mundo.

             Llegó a la entrada de la que fue su casa y, entonces, algo llamó su atención. Escuchó pasos; había alguien allí. No era de extrañar que en aquella ciudad vivieran personas. De hecho, era lo más lógico. Desde que se inició aquella guerra civil los ciudadanos salían poco a la calle, pero seguían viviendo ocultos en sus hogares. Quizá lo que impulsó su curiosidad fue la anticipación de que tal vez pudieran estar ocultos papá, mamá, Riley u Ofelia. Se acercó a la puerta y, de un golpe seco, la abrió. Hacía tiempo que las cerraduras electrónicas dejaron de funcionar en entornos como aquellos y tampoco era fácil hacerse con las rudimentarias que se empleaban en el siglo XXI. Había una cadena de protección que actuaba de tope para que no se terminara de abrir. Introdujo el brazo y tiró hasta arrancarla.

             Caminó despacio hacia el interior del edificio, sin hacer ruido. Las cosas habían cambiado mucho en aquellos diez años, y no para bien. Continuaban los mismos muebles que recordaba de joven. Estaban los mismos sofás, solo que viejos y raídos. La misma encimera de mármol blanco en la cocina, solo que amarilleada y dejada. El mismo color de pared. Las mismas mesas y sillas. 

             Respiró hondo y acarició con lentitud el respaldo de una de las sillas. Un golpe seco, y luego un jadeo. Con cuidado, se movió hacia el foco del sonido. Atravesó el marco de la puerta de lo que fue su habitación, y la vio. Era una chica, aovillada en una de las esquinas. Temblaba y trataba de controlar el ritmo de sus respiraciones. No se movió, como si tuviera miedo de levantar su mirada y enfrentar la tragedia. Ares escuchó el goteo de una lágrima impactar contra el gastado parqué del suelo. Otra lágrima. De nuevo, un jadeo.

          —¿Quién eres? —inquirió Ares, autoritario. La aludida no respondió. Pudo escucharla tararear una canción muy suave, cuya melodía no atinó a distinguir—. Responde.

           —Qué sea rápido, por favor… —murmuró ella, ausente. Otra lágrima, otro jadeo. Tembló con más fuerza.

          Ares se acercó hacia ella. Se colocó a su altura, de rodillas, y la obligó a erguirse y enfrentarle. Tenía el cabello lacio, castaño claro. Sucio, como su rostro ceniciento y ropa gastada. Llevaba una camiseta y unos pantalones remendados por muchos sitios. Los zapatos tenían la suela rota. Sus ojos eran grandes y marrón oscuro, de largas pestañas. Nariz fina y larga, labios carnosos y pálidos, mejillas también pálidas. Barbilla chata y frente ancha. 

          —Ofelia —articuló despacio Ares, que casi se atragantó con sus palabras. La chica se cubrió con sus manos, como si estuviera esperando que la golpeara. Continuaba derramando lágrimas—. Soy Ares, ¿me recuerdas?

           Ofelia se congeló. Sus ojos grandes y expresivos se hundieron en el rostro de Ares e, instantes después, arrugó la boca y la entreabrió en una mueca entre la sorpresa y el disgusto. Aquel había dejado de ser Ares desde hacía mucho tiempo. Su rostro, su cuerpo, la hacían dudar de si alguna vez existió aquel niño de trece años con el que solía jugar en el parque.

          Era alto y robusto; parecía un armario. Tenía una gran cantidad de vello en sus antebrazos, hasta el codo. Sus piernas gruesas, sus pies anchos y de una talla de zapatos que probablemente no se comercializaría. El cabello largo y marrón chocolate; limpio, en una muestra de higiene que la mayoría de gente no se podía permitir. El rostro distinto, menos humano. La nariz ancha y plana, los pómulos marcados, la frente alta. Labios carnosos y rojo oscuro, barbilla gruesa y con indicios de barba. Ojos grandes, con el iris cubriendo casi completamente sus cuencas y de un tono marrón amarillento. Ofelia recordó cuando le decía que eran como la miel, pero aquello quedó atrás. La miel se había ido y solo quedaba aquel tono tan parecido al de un gato. 

         —¿Ares? —inquirió ella en un susurro a penas inteligible—. ¿Qué te hicieron? Pensamos que…

        —¿Dónde está el resto? ¿Y Riley, papá y mamá?

      Ofelia se mordió la mejilla por dentro de la boca, nerviosa. Miró con desconfianza hacia él y, cuando sus ojos se cruzaron, clavó la vista en el suelo. Se encogió sobre sí misma y retrocedió un pasó para apoyar su espalda contra la pared. 

         —¿Dónde están?

       Tenía miedo de responder y que decidiera hacer algo contra ellos. No habló, solo le lanzó miradas esporádicas con un gesto entre curioso y asustado. Probablemente calibraría qué rasgos predominaban en él; los humanos o los de animal.

         —Nuestros padres no están, fallecieron —susurró por fin—. Estoy sola. Pero no importa; algún día moriré también yo. La vida es una cuenta regresiva. 

        Ares la estudió de nuevo. Sucia, escuálida y débil debía de sacarse las castañas del fuego. Luchar por el mañana sin la ayuda de nadie como, cuando se lo llevaron, hizo él. 

             —¿Y Riley?

           —El mismo día en el que murieron nuestros padres se fue. Dijo que buscaba venganza, que no podía quedarse parado mientras nos dejaban sin nada. —Ofelia se mordió el labio inferior con fuerza, tratando de reprimir sus lágrimas. No iba a llorar de nuevo. —Antes llevaban cargamentos de comida para ayudarnos. Los lanzaban unos aviones en unas cajas con paracaídas. Hubo una vez que lanzaron un cargamento que no era de comida. Aquella mañana los que fueron a recogerla fueron nuestros padres. La zona de explosión está irreconocible.

             Ares no dijo nada. Apoyó su mano sobre el hombro izquierdo de Ofelia y se sorprendió por lo frágil que era; llegaba a envolverlo completamente con sus gruesos dedos. Ofelia, de nuevo, se encogió con miedo. 

             —¿Estás bien? —preguntó Ares. Al instante se sintió estúpido. Su mano continuaba apoyada sobre ella.

             —Estoy bien —se obligó a contestar. Guardó silencio durante unos segundos, probablemente en un debate interno. Al fin, volvió a hablar—. ¿Qué te hicieron?

             —Me cogieron junto a otros niños. Ya lo sabes, Ofelia, era algo que sabía todo el mundo pero nadie se atrevía a decir. Querían guerra; estábamos en guerra. Y buscaban ganar a costa de cualquiera. —Hizo una pausa. —No importó que las Naciones Unidas dijeran que estaba mal o que fuera un delito, porque nadie hizo nada al respecto. Los humanos tenían demasiado miedo y, después, solo fue demasiado tarde.

           —¿Humanos? ¿Qué dices? Tú también eres humano —murmuró Ofelia tratando de ocultar, sin conseguirlo, su indignación.

             —No lo soy. Soy algo diferente, y mejor —la prepotencia de sus palabras activó la alarma de auxilio de la chica.

             Ofelia se alejó de él, acobardada. De nuevo derramó lágrimas hasta un punto en el que creyó que iba a quedarse seca. No, por supuesto, él no era humano ni tenía intención de reconocerse como un igual entre el resto de personas. El corazón iba a salirse por su garganta. Histérica, se frotó sus manos; repletas de un sudor frío, al igual que su nuca y sienes.

           —¿A qué has venido? ¿A matarme? ¿A eliminar a todos los humanos de la ciudad? —el chillido histriónico de Ofelia hizo eco en el pasillo—. Vas a matarme. La vida es una cuenta regresiva de hambre y noches en vela.

            —Relájate ¿Quieres? —Ares la tomó por los hombros y la sacudió con suavidad para que entrara en razón. Ofelia solo lloró con más fuerza mientras se cubría el rostro y el pecho con sus brazos, como si aquello pudiera protegerla de algo.

             —No me lleves con ellos, por favor… —susurró ahogada en su impotencia—. Solo mátame. Mátame ya.

            —No te voy a matar, Ofelia, y tampoco voy a llevarte con ellos. Vine aquí porque me enviaron a una misión en esta ciudad y aún me acordaba de vosotros. Solo he venido a ver cómo cambiaron las cosas. —Tomó aire. —No vamos a bombardear más la ciudad; sabes que ya no es necesario porque hace tiempo que lideramos la victoria. 

             Ares la arropó entre sus brazos y la meció como hacían con los niños pequeños, con la intención de calmarla. Ofelia reaccionó mal, pegándole patadas y golpeándole en el pecho. Al poco, se detuvo. Y solo lo rodeó con sus brazos, también, mientras lloraba y se repetía para sí misma «Todo va a estar bien».


             —¿Estás mejor? —preguntó. Ofelia asintió.

         Ares miró como abría uno de los armarios de la cocina. No le pasó desapercibido que solo hubiera una caja de gachas: las mismas gachas que le sirvieron a él cuando se lo llevaron hacía años. Los humanos iban a comer gachas, se dijeron todos los soldados, como comimos gachas nosotros. Necesitaban aprender lo que era el hambre y la necesidad, como lo habíamos aprendido nosotros. 

             Recordó aquel día en el que se lo llevaron como quien rememora el funeral de un ser querido. Muerto. Le habían matado y recompuesto como algo nuevo; regresó a la arcilla, y fue esculpido desde cero. Se fue lejos de su hogar, de sus seres queridos, y lloró esperando misericordia. Noches largas en las que soñaba que mamá y papá vendrían a por él. Tan solo. Tan perdido.

            Entonces llegó el sufrimiento. Le clavaron agujas en algunas zonas y llegó el dolor. Le dolía la piel. Le dolían los ojos. Le dolía el dolor. Gritaba pidiendo un auxilio que no llegó. Solo estuvo ahí la desesperación, el rencor y el miedo. Lo destruyeron con hambruna, indiferencia y necesidad. «Nadie irá a por ti. Estás solo. Recuerda: eres solo un número. Solo nos tienes a nosotros».

             Ares no podía decir con exactitud lo que le hicieron, de la misma forma que no podía negar que le gustaría que cada una de aquellas personas fuera sometida a lo que lo sometieron. Lo que le inyectaron le cambió por dentro, y luego por fuera. Era como un cáncer, que se propagaba por cada una de sus células. Mutación. Las células defectuosas, malogradas por aquellos genes, no los mataron como ocurrió con muchos antes. No. Aquello había sido perfeccionado y había alcanzado el punto exacto.

             Al principio tuvo terribles jaquecas, mareos y vómitos. Pensó que iba a morir como muchos antes, y se sintió solo. A menudo acudía a su cabeza la idea de si de aquella forma iba a terminar su vida. Pensaba que no, que era demasiado triste para él. Pero luego se ponía en el lugar de los chicos que entraron en la cámara de pruebas antes que él y que ya no estaban. A ellos les ocurrió lo mismo, ¿cierto? Tampoco estarían dispuestos a perder la vida de aquel modo, y sin embargo lo hicieron. Había tantas cosas que se escapaban de su control que cuando Ares pensaba en ellas se sentía insignificante y un tanto patético.

           Lo que más creció durante aquel tiempo fue la rabia. Quería devolverles la jugada. Someterles a lo mismo, y luego la muerte. En cada ocasión en la que se cruzaba con ellos, con sus batas blancas y mirada clínica, su ira lo empujaba hasta estar a punto de consumirlo. Pero ellos fueron listos y transformaron aquella destrucción que bullía en él y en el resto en algo beneficioso. 

       Los ningunearon, les hicieron pasar hambre y les desprendieron el diminuto resquicio de dignidad que les quedaba. Los deconstruyeron y, de sus pedazos, formaron individuos nuevos. Cultivaron estúpidas ideas bélicas y patriotas dentro de cada una de sus cabezas, y tuvieron que creerles como los niños perdidos y solos que eran. Luego no. Luego llegó el cambio. 

          Fue a manos de Mercurio. No era el chico más fuerte ni el más rápido; tampoco el más inteligente. Ares pensaba que su valor residía en su perspectiva de ver las cosas, que le impulsó a hacerse preguntas que el resto quería ignorar. La primera de todas ellas fue en la habitación común que compartían: «¿Por qué?» Solo articuló aquellas dos palabras, y el futuro de aquellos tipos empezó a tambalearse. Mercurio expuso muchas cosas con aquella pregunta que durante algunos segundos no obtuvo respuesta. Algunos de ellos le dijeron que era porque estaban solos. Otros afirmaron que era su deber servirles. Y otros solo miraron al suelo. Ares, en cambio, se atrevió a pronunciar lo que fue una sentencia para sus circunstancias «Somos mejores que ellos». Y, entonces, empezó la revolución.

             No tenían porqué pelear como soldados en aquella estúpida guerra contra Alemania. Ellos no eran esclavos e iban a conseguir su libertad a cualquier precio. El orgullo del país español poco les importaba en la ecuación de su tesitura. Humanos débiles. Humanos que nos manipulan. Estúpidos humanos. Debemos aplastarlos como los insectos que son. La guerra contra Alemania cesó para dar paso a una trifulca nueva en la que pensaban devolverles la moneda.

             —Una ciudad limpia para un país sin guerra —citó Ofelia, inexpresiva. Mentira, todo aquello fue una ridícula mentira que les había llevado a la catástrofe. Sus ojos estaban fijos en un tazón en el que humedecía las gachas en agua. Se mordió sus labios pálidos y resecos y Ares se percató de que empezó a aumentar su pulso y sus respiraciones se volvieron un tanto erráticas. Se encogió sobre sí misma, mostrando aquella respuesta instintiva de alguien acostumbrado a recibir golpes.

             Ares, de nuevo, dejó caer su mano sobre el hombro de Ofelia, tratando de infundirle algún tipo de consuelo. Se compadeció al pensar que tuvo que pasar gran parte de aquello sola. Había sido alguien fuerte al haber resistido aquellas circunstancias. Una parte de él llegó a la conclusión de que aquella chica no se merecía sus circunstancias y, sin duda, tener aquel tipo de pensamientos no le iba a llevar a buen puerto. Pensar que Ofelia no era la responsable de lo ocurrido y que no debía de sufrir derivaba en deducir que habría otras tantas personas en una situación parecida.

           —Te eché de menos, Ofelia —susurró Ares y, al instante, esperó que no lo hubiera escuchado. Su mano seguía sobre ella y se sintió abrumada. Intercambiaron miradas y algo entre ambos conectó. Quizá fue por la neblina del pasado, o por la nostalgia. Estuvieron mirándose durante largo rato en un silencio a gritos. ¿Podía el silencio lanzar estruendos? Porque ambos lo sentían de aquella forma. Ares se inclinó hacia ella, rompiendo la magia, y Ofelia retrocedió intimidada por sus ojos y por él entero.

             —¿Qué… Qué me vas a hacer? 

           —No lo sé. —Aquellas últimas palabras fueron apenas un suspiro de la boca entreabierta del chico. Ares pudo oler su miedo y un leve resquicio de sudor. Sus sentidos le informaron de todo lo que ocurría con bastante efectividad y aquello le hizo recordar lo diferentes que eran; la forma en la que tras su secuestro lo habían cambiado a él y a su vida. Hacía años había visto a Ofelia como alguien especial. Le gustaba su sonrisa, la forma en la que hacía que las cosas fueran tan sencillas y el modo que tenía de rebelarse ante todo. Ofelia la reina de las causas perdidas, Ofelia la heroína del instituto.

         Recordó la última protesta que hizo. «La guerra no está bien, Azucena» le dijo a una compañera del colegio. «Pero esos estúpidos alemanes se merecen que los bombardeemos. ¡Querían quedarse con España y con Europa entera! Como en la Segunda Guerra Mundial. Y perdieron. Nos guardan rencor a nosotros y a toda Europa y luego, cuando la crisis, España solo fue alemana». Ofelia le lanzó una mirada condescendiente y suspiró despacio. Luego tomó aire y solo dijo «En la guerra no hay vencedores, sino vencidos». Ares pensó en el modo en el que se rieron de ella. Ofelia la metomentodo. Ofelia la que nunca se callaba en clase y molestaba dando lecciones de moralidad. Ofelia la loca. Había tantas visiones de una única Ofelia que la chica terminó por sentir que se desconocía a sí misma.

         —No eres un estorbo, Ofelia —le dijo Ares a la salida del instituto. Ofelia solo asintió, absorta. Cuando ocurría aquello Ares tenía la sensación de que la perdía. En aquellas circunstancias Ofelia no estaba con él; se había ido. Su cuerpo al lado de Ares y el resto de cosas en algún lugar que no podía alcanzar. Alguna vez pensó que terminaría encalada en la inconsciencia y que no podría tomarla nunca. No la miraría a los ojos e intercambiarían sonrisas. No bromearía con ella sobre cosas tontas e insustanciales. 

        Fue aquel pánico a no poder tomarla el que lo llevó a tironear de sus brazos para captar el máximo de su atención. La chica le miró entre el desinterés y el desconcierto y, entonces, Ares le susurró al oído «No te vayas, Ofelia. Te quiero». La extrañeza de aquellas palabras hizo que Ofelia volviera a anclarse a la tierra. «Yo también te quiero».

           Entonces, en la que fue su casa hecha añicos, junto a una de las personas más importantes que tuvo Ares en su vida, sintió que su recuerdo había sido una revelación de que el pasado nunca se iba. Aunque una parte de él le gritara que eran distintos, que la vida los arrastraba por senderos opuestos, Ares supo que no. Ofelia siempre sería el eslabón más necesario de su cadena. 

             —Ven conmigo. Te llevaré a mi base y no volverás a pasar hambre o miedo. Te lo prometo, Ofelia. —Lo miró de arriba abajo, más sorprendida que otra cosa. 

             —¿Por qué?

            —Porque siempre me has importado y solo necesito saber que estás bien. Cuando vine aquí no esperaba que hubiera nadie. Solo sentí que esa fase de mi vida había terminado. Pero no, estás aquí, y solo necesito verte bien.

             —Agradezco que me ofrezcas esa opción, Ares, pero no me quiero ir. Vivo aquí y debo de pelear por mi hogar y mi vida. Tengo que estar a la altura de las circunstancias.

             —¿No te das cuenta de que ser un humano aquí es peligroso? ¿Quiénes ganamos la guerra? Nosotros. Y los humanos en la mayoría de ocasiones son un estorbo.

             —¿Entonces qué haces hablándome y buscándome si tan estorbo soy? Eres como ellos, Ares, y solo buscas acentuar las diferencias y destruir los lazos que podrían crearse entre todos nosotros. ¿Qué tal si nos vemos a todos como personas? Fuera ideas absurdas y diferenciaciones. —Tomó aire con los ojos húmedos y las manos temblando. —Lo que os hicieron es horrible, pero pagar el odio con más odio no es la mejor opción. Yo no pedí que te llevaran lejos de nosotros, Ares, como tampoco pedí que perdiéramos a nuestros padres. ¿Y qué piensas? ¿Acaso piensas que más gente pidió que os hicieran todo lo que os hicieron? El pueblo nunca decide sobre las medidas que toma un país y, en cambio, siempre es el que sufre las consecuencias.

             Ares guardó silencio mientras veía cómo una lágrima bañaba la mejilla de la que fue su amiga. Vio cómo Ofelia se perdía entre la bruma y estaba y no estaba a la vez. De nuevo la sintió inalcanzable, como le pasó hacía años, y de nuevo tuvo ganas de reclamarla de regreso. Movió sus manos callosas hacia la pálida mejilla y secó aquella solitaria lágrima en completo silencio.

             —Lo siento —musitó Ares y, entonces, alguien lo empujó. Cayó al suelo sobre su espalda y se reincorporó con agilidad. Estaba tan absorto en lo que compartía con Ofelia que desapareció por completo todo su alrededor. Había cometido un error.

             —¿Quién eres? ¡Apártate de Ofelia!

             Clavó la vista en un muchacho que era casi tan alto como él mismo. Tenía el cabello corto y rapado a los lados. Sus ojos eran rasgados, de un tono similar al marrón miel que él mismo tuvo antes de que a aquellos tipos jugaran a ser Dios en sus laboratorios. Labios carnosos, pómulos marcados y mirada cansada y ojerosa. Delgado, aunque no tanto como Ofelia, y con el vestigio de unos hoyuelos que le recordaron a mamá.

             —Riley. —Su hermano, sorprendido, retrocedió dos pasos. Se pasó la mano sobre el pelo con nerviosismo.

             —¿Eres… Ares?

             El primer pensamiento que tuvo fue que Ofelia le había mentido, quizá para proteger a su hermano de aquellas circunstancias o, simplemente, por desconfianza. Luego escuchó el sonido de disparos y no tuvo la capacidad para seguir prestando atención a aquellas cavilaciones.


             Estaban enjaulados en una celda de paredes de cristal, con cámaras de vigilancia en cada una de las esquinas. Las cámaras eran blancas, diminutas, y con sensores de movimiento que hacían que se iluminara un molesto led rojo cada vez que se movían de un lado para otro. Ofelia contempló a Riley, que caminaba de un extremo a otro de la jaula. Era incapaz de controlar su genio, su ira, su impotencia.

             Ares le dijo a Ofelia que no habría más batallas, y le mintió. Aquello era algo que no podía terminar de una forma tan sencilla. No. Y se los llevaron mientras Riley gritó con toda la rabia contenida hacia su hermano «¡A ti es a quien debo matar para vengar a nuestros padres! Fuiste su asesino». Los ojos de Ares se humedecieron y se opacaron a la vez. Ofelia se mantuvo al margen de todo aquello. Las pérdidas, la sangre, la necesidad…, ya nada importaba para ella. Quizá la solución para todo aquello era morir; morir para olvidar.

          Aquella mañana entró Ares a su celda y solo les dijo «Piensan perdonaros la vida, tanto a vosotros como al resto de presos. El único precio que tendréis que pagar es vuestra condición de ser humanos». Riley le miró con desprecio, antes de contestar «¿Qué cojones significa eso?». «Os volveréis uno de los nuestros». Cuando la comprensión tocó las doce tanto en Riley como en Ofelia se hizo un silencio denso. Riley se acercó a él y lo miró con desafío. Acto seguido le escupió en el suelo.

          Ares evaluó a Ofelia que, llegados a aquel punto, estaba al borde de perder la cordura. Se distanciaba de la realidad tanto que sentía que no estaba allí. Ofelia se volvía etérea, se desmaterializaba, y ya. Solo quedaba de ella un cascarón vacío sin alma; hecho añicos. Riley solía hablarle y hacerle promesas vanas de que todo estaría bien, de que la guerra terminaría y terminarían ellos también. Y Ofelia solo respondía «Una ciudad limpia para un país sin guerra». Luego sonreía sin sonreír y miraba al infinito.

           —Creo que la solución es morir —articuló Riley después de descubrir lo que se iba a avecinar como su futuro. 

        Entonces, todo estalló en la cabeza de Ares. Terminó dándose cuenta de que nada de aquello tenía sentido. Había perdido a sus padres, su hermano lo odiaba y su amiga y amor de infancia estaba más muerta que viva. Pensó, y pensó, y pensó. Todo el odio que le instauraron en aquellas instalaciones en las que lo transformaron se había consumido. Las palabras de Ofelia resurgieron en su cabeza y se repitieron hasta que creyó que él también empezaba a perder la cordura: «El pueblo nunca decide sobre las medidas que toma un país y, en cambio, siempre es el que sufre las consecuencias». Aquello nunca había tenido tanto sentido como en aquel instante.

       La duda de todos sus ideales, de todo lo impuesto, se estableció dentro de Ares. Y la venganza por lo que le hicieron, la rabia que sentía hacia los humanos, se volvió difusa. Clavó sus ojos, entonces, sobre Ofelia y Riley y sintió su pérdida. Se inclinó hacia ellos, de rodillas, como quien suplica un perdón inalcanzable. Ambos lo miraron sin entender la magnitud de aquel acto. Lo único que podía hacer por ellos era liberarlos y rebelarse a su lado. Reunir aliados y liderar una batalla nueva, una protesta nueva. «Una ciudad limpia para un país sin guerra», pensó. Tenía el himno, los ideales y movería cielo y tierra para ser el motor del cambio.





Luna



           La luna brillaba blanca y tan grande que causaba claustrofobia. Las estrellas, en cambio, a penas eran perceptibles. En aquel monstruoso cielo, el monstruoso monstruo contempló a la luna. Sus ojos eran dos luciérnagas y sus dientes una hilera de cuchillos. Desnuda la boca, emitió un gruñido. A cuatro patas caminaba con porte poderoso. Patas gruesas; cuerpo enorme y alargado. Su pelaje, marrón oscuro, se confundía con las tinieblas. Desnuda la boca, emitió un gruñido.

           De fondo se escucharon grillos y cigarras: parecía que querían cantar una nana pero no sabían cómo afinar. Desnuda la boca, emitió un gruñido. Los grillos y las cigarras guardaron silencio. El lobo andó hacia la luna como un rey sobre sus dominios. Luego escuchó el llanto del bebé y sonrió. Desnuda la boca, sonrió. Una niña de cabello claro y mirada enrojecida, que lloraba. Una niña que lloraba con un pañal.

           Se aovilló y sus piernas de monstruo se hicieron piel; sus garras de monstruo se hicieron dedos y su torso peludo se irguió. Tomó a la niña entre sus manos llenas de tierra. Desnuda la boca, sonrió. La luna (su luna) brillaba blanca y tan diminuta que sintió claustrofobia. Se la llevó lejos, muy lejos. La luna cautiva en el cielo y su luna cautiva entre sus brazos. Aquella noche dos satélites lloraron.




Amargo



           «¿Qué quieres decirme?», pero no te lo pregunto; solo miro hacia tu rostro.  Tus ojos marrones más oscuros que de costumbre. Húmedos, pero sin lágrimas. Las pestañas, largas y mojadas, tampoco aún tienen lágrimas. Las ojeras, que descansan debajo, están hinchadas y enrojecidas. En ellas reside algún tipo de magia, porque no puedo parar de mirarlas. Tan marcadas y tristes; tan cansadas... Las mejillas pálidas; los labios secos y un tanto entreabiertos. La piel seca de esa boca, de esos labios, que necesitan saliva.

           Me miras a mí como queriendo preguntar cosas demasiado grandes para usar palabras. Guardas silencio durante unos segundos y, cuando se empieza a hacer larga la espera, me preguntas un simple «¿Qué te pasa?» como si aquella cuestión fuera capaz de encontrar respuestas en  mi silencio. Yo no sé cómo me veo y mucho menos sé cómo me ves. Solo estoy seria y pienso. Solo te miro seria porque siento que no alcanzo a sonreír. A veces me dices fría, porque mi rostro siempre fue de esa forma; porque la solución más sencilla cuando estás triste es rodearte de escarcha. 

           Luego llega la reverencia de tu mano, que se coloca sobre mi mejilla derecha y la acaricia. Es entonces cuando sopeso tu pregunta y no sé qué debería de responder. Solo me quedo mirando tus ojos húmedos, pero sin lágrimas. Quiero volver a ver aquel marrón más claro, que acude cuando no estás ni triste ni cansado. Quiero acariciar esas ojeras, que son tan sinceras como bonitas. Entonces me arrepiento de cómo llegamos a este punto tan amargo. Quiero volver atrás en el tiempo, pero no tengo superpoderes. Intento sonreír pero se desdibujan mis labios. Busco arroparte de alguna forma y te abrazo. En mi garganta se ahoga un «Lo siento», que terminas susurrando tú antes de que yo lo haga. Quizá en aquel instante te sentiste como yo. Quizá nuestras mentes están interconectadas. O quizá, simplemente, los dos compartimos el mismo miedo a perdernos.




Aguamarina



           Había una vez una ciudad enferma. La ciudad enferma tenía las calles de color gris; el césped de los parques seco y los columpios y toboganes, hechos de metal, oxidados. Las calles tenían mucha suciedad porque a nadie le importaba que hubiera bolsas de papel u hojas de periódico sobre las aceras. Los urbanitas también eran de color gris y se les había quedado la voz atorada en la garganta. No podían expresar cómo se sentían con palabras y, al no decirlo, era como si aquellas ideas no fueran reales. Entonces todo se disolvía en un pozo muy profundo que dejaba a la desidia campar a sus anchas.

           Aquella ciudad enferma tenía a una muchacha que era la corazón de la ciudad. «La», porque era mujer y le gustaban más los artículos en femenino. Su cabello aguamarina estaba lleno de tirabuzones; su piel, también aguamarina, tenía escamas; sus ojos eran enormes y brillantes como dos luceros y su boquita de piñón era de color violeta. Tenía, además, unas pestañas de plumas de pavo real. Era muy especial la corazón de la ciudad, pero también estaba enferma. 

         Un brujo la había hechizado y la había vuelto de color naranja. Entonces, la corazón de la ciudad tuvo fiebre junto a una imposible jaqueca. Porque si no era aguamarina perdía la magia. Por eso la ciudad se había puesto tan enferma: no podía estar viva si no tenía a la corazón latiendo con fuerzas. Los urbanitas, antes de que se les atorara la voz en la garganta, se habían rebelado al embrujo sin conseguirlo. Luego llegó su desgracia en forma de un gato gigante, que se comió sus lenguas y les obligó a olvidar las palabras. 

          Un día, la corazón de la ciudad subió al rascacielos más grande de su urbe. Se puso de puntillas y contempló al sol que, por desgracia, también era gris. Tan triste estaba por no poder ver el resplandor de sus rayos que pensó en hacer un sacrificio. Extendió su cabello y, con pesadumbre, tomó unas tijeras para cortar sus lustrosas hebras. Después las lanzó al astro rey, a la espera de que el color coronara su estructura. El sol, conmovido por recobrar su amanecer naranja, empezó a llorar. Llenó el cielo de nubes en tonos rojizos y amarillentos, que lanzaron lágrimas.

        Así pues, la ciudad se llenó de agua, y más agua. A la corazón de la ciudad le nació cola de pez y, junto a ella, empezó a recordar el júbilo que había desaprendido por el hechizo del brujo. Sonrió entre las olas que emergían de los edificios. Sonrió tanto que el hechizo dejó de ser pesado y el aguamarina regresó sobre sus escamas. Junto al aguamarina regresaron el resto de colores y el latido de su corazón se hizo más pesado. 

          Se dejó llevar por la corriente de agua hacia la costa y se puso a jugar con delfines y caballitos de mar. La corazón de la ciudad se había convertido en una maravillosa sirena que se alejó de la superficie porque se sentía prisionera en tierra firme. Los urbanitas, tristes por la pérdida, empezaron a coleccionar conchas y caracolas porque era lo único capaz de sintonizar los latidos de la corazón de la ciudad, que ahora yacía en medio del océano.





Otoño




        Estaba sentado en un banco del parque. Era de piedra, incómodo. La zona donde no descansaba el chico tenía hojas secas de tonos que oscilaban entre el amarillo y el naranja. Cerré los ojos y me pareció escucharlas crujir como cuando alguien las pisaba. Despejé el sonido del tráfico, de las risas de los niños, del viento aullando por las calles..., y solo quedó aquella melodía de hojas secas. Se levantó de aquel banco y nuestras miradas se entrelazaron. Sus ojos eran del mismo color que las hojas; de un amarillo marrón, pero naranja. Su cabello, marrón claro, estaba revuelto porque pasaba repetidamente los dedos entre sus hebras.

        Tenía la piel tostada y pecas en su nariz. Los labios gruesos, de un rosa oscuro, y los pómulos marcados. Su nariz era fina y alargada; con el tabique muy largo. Y su sonrisa era lo mejor del mundo. Me quedé durante unos instantes parada y desintonicé todo mi alrededor, como hice para capturar el crujir de las hojas. Él me reconoció y se acercó hacia mí como quien acude a un reencuentro. Sus pupilas se dilataron, junto a las aletas de la nariz. Tenía la expresión en el rostro de quien rebosa en alegría. Tuve el impulso de capturar aquel momento con mi cámara, pero no lo hice por miedo a romper el embrujo.

        —¿Cómo termina, María? —inquirió el chico con impaciencia. Me acerqué y tomé las hojas de papel que sostenía entre sus manos. Reconocí en ellas mi caligrafía enorme, apresurada y llena de palabras tachadas. Sostuve el último folio y mis ojos se fijaron en la frase incompleta: «La soledad de Leandro era tan densa como su indecisión, pero entonces...», «... pero entonces decidió ir a recuperar a su amada». 

       Leandro me envolvió entre sus brazos, a modo de agradecimiento. Le devolví el estrecho abrazo un poco triste, porque había terminado su historia. Después se alejó de mí, a paso ligero, mientras sus pisadas se confundían con los folios de la novela que sostenía aún entre las manos. Su camino se fue desdibujando, hasta que de él solo quedó el crujir de las hojas.






Folio en blanco



           Miro mi rostro en el espejo, que se desdibuja, y me consumo. Toco con la mano derecha mi reflejo. ¿Quién soy? Me pregunto. Entre la multitud solo me siento gris. Entre la nada me veo blanca; como un folio vacío. Mi imagen se desvanece, como lo estoy yo desde hace tanto tiempo. He olvidado algunas cosas, ¿sabes? Olvidé cómo se sentía la energía de una mañana con café recién hecho y tostadas. He olvidado la ilusión y la promesa de ideas nuevas o nuevos propósitos. Me he olvidado de mí, y me consumo. Me duele decirlo, pero soy ceniza. Soy la escarcha de un frigorífico; esa que confundes con el hielo.

           Entonces está la dejadez y, cuando se va, solo quedan las lágrimas. Tengo una bola de cemento en la garganta y he perdido el sonido de mi sonrisa. No me acuerdo de cómo era, cariño. Y tampoco tengo ganas de esforzarme para que regrese. Bailo entre la desidia y las ilusiones marchitas. Porque marchita estoy yo y marchitas están estas palabras. No me entiendes; nadie me entiende. Ni siquiera me entiendo yo a mí misma.

           Quiero ser la aurora que resplandece en Finlandia. Quiero viajar a Finlandia y ponerme de puntillas para intentar alcanzarla. Quiero quejarme del frío y de lo que pesa mi abrigo. Quiero marcar la diferencia y vaciar el armario de cosas banales. Pero lo pienso y se me echa el mundo encima. Porque me pesa mi abrigo, la aurora boreal y todas las ideas que giran y giran dentro de mi cabeza. Qué no se callan y, ahora que lo pienso, tampoco quiero que lo hagan. Me gustan los colores y las alas de las mariposas. Siempre quise volar, pero nací sin turbopropulsores. Pisar tierra firme es tan triste... Ahora que he descubierto que soy un folio en blanco me gustaría reinventarme como alguien distinta. Con más ilusión y magia. 




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           Te miro a lo lejos, princesa, y te envidio. Eres hermosa; cualquiera querría ser como tú. Tus ojos azules relucen con jovialidad y tus hebras de miel son suaves. Tienes dinero. Tienes belleza. Tienes juventud. Y yo te miro desde la distancia sintiéndome mediocre. Soy una bruja malvada morena, bajita y torpe. Tengo una verruga en la nariz. Mi pelo es negro y está lleno de canas. Mis arrugas, por el estrés y la tristeza de llevar una vida demasiado cruel, son una imperfección que siento amarga.

           Yo solo quiero ser hermosa como tú, princesa. Pero no lo ves, y por eso te odio. Desde tu torre de marfil has sido nuestro modelo de referencia; tu belleza, nuestra meta. Es por eso que siempre, antes de juzgar al cualquiera, me comparo físicamente con los demás. Por eso te odio, princesa. Por eso te dejo sin príncipe; te convierto en cisne o te encierro en un castillo. ¿En cisne por qué, si tendría más sentido que te castigara con un animal horrible? Porque hasta los embrujos me limitan. Te volviste intocable en lo superficial, aunque en lo emocional algo menos. Puedes estar sola años sin que nadie te quiera; puedes sufrir esclavitud, abuso o violaciones. Pero ser fea nunca, princesa, porque es una de las máximas que te representan.

           El caso es que da igual lo que haga contra ti o las razones detrás de mis actos. Da igual que la sociedad sea injusta con las brujas. Da igual que la sociedad convierta en feas o prostitutas a las mujeres que quieran cosas tan esenciales como la libertad que reclamó en su día Lilith o el afán de ser tan inteligente como un varón. Espero que algún día comprendas el peso de mi ira y, con el tiempo, aprendas que lo mejor que podrías hacer es dejarme ganar.





Princesa libre

Había una vez una princesa cautiva en lo más alto de la más alta torre. Qué era tan delicada que sus manos no podían tocar sus ventanas. Qué era tan sensible que no podía salir de su encierro porque se pondría enferma. Qué era tan guapa que no podía conocer a hombres porque, al contemplar su belleza, perderían absolutamente la cordura. Era muchas cosas, la princesa, y la mayoría de ellas no había podido escogerlas. Era lista y la tomaban como ignorante. Era autónoma y la hicieron esclava. Era valiente y la obligaron a vivir desde el miedo.

Escucha, princesa, lo mejor sería que dejaras de hacerles caso. ¿Está bien que los demás te condicionen, te limiten, dentro de un ideal absurdo que decidieron por ti? Abandona tu torre y olvídate del príncipe. Sé todo lo princesa que quieras sin olvidar que también eres persona y mereces ser libre. Aférrate a tus sueños y no vivas desde el temor de ser tan delicada, tan sensible, como para no poder sentir; como para no poder crecer; como para no poder experimentar.

Qué el cuento no te condicione, princesa, porque tú siempre fuiste algo más que un par de letras. Tú nos representas a todas nosotras y esa responsabilidad es muy grande. Concédete el crédito de a veces no ser tan hermosa, tan indefensa o tan dependiente. Enfréntate a tus propios dragones. Viaja. Ve al cine, recorre países y olvídate de todos los que eligieron por ti el camino del cuento. Sé tú misma, princesa. Sé tú misma por ti, por mí y por todas nosotras.


Be free



          La encontraron en un barco. Estaba acurrucada en una esquina, con sus ojos fijos en sus dos piernas juntas pero sin ser consciente de que las miraba. Tenía el cabello gris, como quien había envejecido en ideas y tenía que exteriorizarlo de alguna forma. No sabían cuál era su nombre pero aquello, de todos modos, tampoco importaba. Un nombre era solo una etiqueta. Si te llamabas «Luna» ya no te podías llamar «Estela», «Lidia» o «Paula». Y entonces siempre serías «Luna«, y ya no podrías ser más cosas.

          Lo que más les llamó la atención, a parte del pelo, fue en su tatuaje. Tenía escrito en su brazo izquierdo «Be free», del inglés «Sé libre». No sabían tampoco de qué país era; quizá era de allí o simplemente estaba escrito así para que sus palabras llegaran a más personas. El caso era que la chica estaba ausente y parecía bastante triste. Uno de los marineros le preguntó qué le ocurría y ella, como respuesta, clavó su vista en él mirándole sin mirarle; como había hecho antes al estar acurrucada con sus ojos fijos en la junta de sus piernas.

          Pasó mucho tiempo allí, la chica. Tanto tiempo que terminaron olvidándose de ella. Estaba ahí, con su desazón, pero invisible. Esto no era una novedad; como sabréis ocurre con más cosas en el mundo. La gente está acostumbrada a ver la miseria y a pasar de largo como si nada. Pero volviendo al tema, que se me da muy bien irme por las ramas, yo estaba ahí porque llevaba mucho tiempo buscándola. Ella no es de este mundo, ¿sabéis? Y mi deber era traerla de vuelta. Ella es un eslabón muy importante en la cadena del cambio, pero la polución de aquel barco y la indiferencia la han hecho volverse un amasijo muy triste. Cuando la conocí tenía el pelo rosa y brillaba. Y ahora es gris porque sus ideas están marchitas y viejas. 

          Pero no os preocupéis; no es tan difícil devolverle la magia. Tan solo tenéis que creer en cualquiera de las ilusiones que tengáis intactas. Entonces la chica recobrará la conciencia. Tened fe en ella; es nuestra última esperanza y está enferma.









Un, deux, trois



         Un, deux, trois. Se mira en el espejo. Cabello largo, rizado y oscuro. Ojos chocolate y diminutos. Mejillas gruesas, boquita de piñón. Nariz delgada, como lo es ella entera. Dientes torcidos. Un, deux, trois. Su imagen le dice muchas cosas que no sabe cómo expresar. Se inclina sobre la pila y abre el grifo. El agua fría, las ideas de sal. Alza el rostro húmedo y sonríe sin sonreír. Los ojos enrojecidos por unas lágrimas que no caen. Un, deux, trois. Toma el maquillaje de su neceser. La base primero, para cubrir imperfecciones. Después el colorete, la sombra y el eyeliner. Y, más tarde, el gloss

         Un, deux, trois. Su reflejo se desdibuja, hasta que termina olvidando de quién es. Alza el rostro hacia los focos de baño y se imagina sobre la escena de un ballet. Ella, hermosa y distintaSus labios tararean una melodía tan desfasada como lo está ella misma. Un, deux, trois. Retoma el baile y sonríe. A su lado una imagen que no es su imagen; los delirios de inmortalidad. Un, deux, trois. Una bailarina, una princesa. Lo eres todo, muñeca. Un, deux, trois. A carcajadas. Sonríe a carcajadas. Pierde el equilibrio, y cae. A su lado, un bote de pastillas de Diazepan.







La melodía de Cristal (Remake)


       Ondeaba en el aire mi recuerdo de Diego. «Muerto, Cristal, está muerto» me parecía escuchar mientras era incapaz de despegar la mirada de su piano.

       —¿Quieres que hable con tu madre para que se lo lleve?

       —No. —Suspiré. —O sí. Tal vez. —Paula me regaló una mirada escéptica y tomó aire muy despacio. Sus ojos, de un tono que oscilaba entre el marrón y el amarillo, en aquellas circunstancias me recordaron al caramelo fundido. Aquello me reconfortó.

       Se hizo un hueco y se sentó en el otro extremo del taburete del piano, a mi lado. Sus manos oscilaron sobre las teclas con una pizca de indecisión y, después, empezó a tocar. Era una canción simple y tal vez un poco ñoña. Me hizo pensar en una nana para un bebé o algo por aquel estilo.

       —Las teclas están sin afinar —repuso despacio, y luego empezó a hacer la escala como si tratara de calibrar la gravedad del asunto.

       —Me gustaría que me enseñaras a tocar.

       Me quedé mirando el piano. Era enorme y pesado; de cola, como se dice. Las teclas claras tenían una tonalidad más cercana al marfil o amarillo que al blanco. Y las oscuras, de un negro intenso y vibrante, me recordaban a los zapatos de charol que llevaba los domingos cuando era niña. La madera lacada era negra, también, y brillaba. En algunas zonas, sobre todo en las esquinas, se podía ver el desgaste de los años sobre la superficie, y aquello estaba bien. Me gustaba ver cómo el tiempo consumía las cosas; era una prueba de que llevaban mucho a mi lado.

       El tiempo también había consumido a Diego, pero aquello nunca me agradó pensarlo. Él sabía que se moría, que perdía fuerzas, pero no actuaba en consonancia. Era como si su espíritu estuviera por encima de su cuerpo y le diera igual los estragos que sufriera. Por eso solía sonreírme y decir «Todo está bien, Cristal. La vida sigue». Alguna que otra vez le quise contestar que aquello era muy grosero. Yo no quería que la vida continuara de aquel modo; sin pedirme permiso. Yo quería un pause; un punto y seguido. Y no estaba.

       Por eso después de su muerte me aislé durante un tiempo. Quizá no ver la vida de los demás me daba la falsa sensación de estatismo que tanto anhelaba. Pero todo era una sensación y, como sensación, nada real. La vida seguía adelante; el tren se largaba de la estación sin mirar atrás.

       —Cristal... ¿Estás bien? —inquirió Paula. Me quedé mirándola en silencio. Su cabello brillante y negro, sus ojos entreabiertos y expresivos, su impoluto maquillaje. Me sentí abrumada y solo guardé silencio. Tan femenina, tan dulce, y me miraba. Caí al suelo y solo lloré. Paula se puso de rodillas, a mi lado. Su olor a colonia y el brillante gloss reluciendo en sus labios. Sus ojos miel, la arruga de preocupación en el espacio entre ambas cejas. Cejas depiladas. Pestañas con rímel. Raya de ojos.

       —Voy a vender el piano.

       —¿Por qué? Dijiste que querías que te enseñara a tocar.

      —Tenerlo en casa no me hace bien. Me siento mal y... No sé. —Paula me miró primero incrédula, después rabiosa.

   —Estoy segura que Diego no querría verte así. Él quería que fueras feliz y tú no haces absolutamente nada al respecto.

      Tomé aire con dificultad; herida por sus palabras. Me ahogaba. Paula me envolvió entre sus brazos y tarareó despacio aquella nana que había estado interpretando antes. Entonces la evoqué dejándose llevar por la melodía. Sus manos acariciaban las teclas en una reverencia. Tenía los dedos largos, delgados y las uñas pintadas. Era muy coqueta, y me daba algo de envidia. Intercambiamos miradas y se inclinó hacia mí. La sentí tan cerca que me puse nerviosa. Olía muy bien y yo desde fuera me vi torpe. Sus labios eran gruesos y su gloss olía a coco. Me gustaba el coco. Miré hacia el suelo. Paula suspiró y sentí su aliento caliente; después la sentí a ella entera. Inclinó su cuerpo hacia mí e, inesperadamente, me besó.

       —Hagas lo que hagas está bien, Cristal; puedes vender el piano. Quizá te ayude a olvidar. —Como respuesta acerqué mis manos a su rostro y toqué con uno de mis dedos sus labios brillantes. Tan hermosa y triste. Tan perdida como yo.

       —Está bien. —Susurré, sintiendo un peso en mi garganta. Luego, sonreí sin que me llegara a los ojos. —Enséñame a tocar.





 
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