Crónica de Estocolmo


         Ariadna se despertó en aquella habitación. Su cuerpo estaba desnudo y envuelto por los imponentes brazos de un Duncan que parecía estar más que cansado. Tenía los ojos cerrados y una mueca en su rostro que, de algún modo, suavizaba aquellos rasgos tan imponentes. La sábana alcanzaba a cubrirlos pero, aun así, estaba enredada entre las piernas de ambos, dejando al descubierto su desnudez.

         A su mente acudió la imagen de cómo se entregó a él anoche; desinhibida, con abandono. Buscaba perderse, olvidar de algún modo aquella situación que había tenido que sobrellevar aquellos días, y solo sentir. Y en aquellos instantes, cuando ya no estaba perdida y envenenada por su propia rabia, veía las cosas con claridad. Había sido estúpida; tan estúpida... Y ahora estaba desnuda, como si no llevar ropa fuera un insulto a su dejadez, y se sentía tonta. Se acababa de poner en evidencia y lo peor de aquello era que no había vuelta atrás.

         —¿Qué cojones....? —atinó a escuchar. La puerta estaba abierta y, tras ella, se presentaba la imagen de Thiago, el asesino de mamá. Tenía sus ojos marrón tierra húmeda abiertos por la sorpresa y su rostro contorsionado en una mueca entre la incredulidad y la ofensa.

         Duncan se incorporó desnudo como Ariadna; solo que él no parecía denotar ningún tipo de timidez ante su tesitura. Sus gruesos brazos estaban tensos y sus abdominales ondearon cuando terminó de erguirse. Thiago, enfrentado contra él, daba la sensación de no tener ninguna oportunidad de vencer. Incluso aunque Duncan estuviera desnudo o desarmado llevaba aquella aura tras de sí de ser capaz de eliminarlo con tan solo un parpadeo. Destilaba una fuerza y poder que contraponían el modo en el que se cubría Ariadna, en evidencia por sus circunstancias.

         Los ojos azules de Duncan, tan similares al acero, lanzaron una mirada inexpresiva a Ariadna que, supo, sería la última. Iba a morir. Muerta como mamá el día en el que todas sus ilusiones se desvanecieron; muerta como la oportunidad de escapar de aquel lugar y volver a la vida simple que tanto echaba de menos. Iba a dejar un cadáver patético y estúpido en aquel antro: el de una chica que fue tan imbécil para acostarse con su asesino. 

         La iba a matar, lo sabía, y aun así anoche se lanzó a por él en busca de un resquicio de olvido; de ausencia de pérdida y dolor. Y lo que era todavía peor, todavía más desquiciante, fue el hecho de que no le importara; de desear terminar con aquello. Irse con mamá; morirse como mamá. Perder la vida y dejar de sentirse en evidencia, cautiva bajo aquellas cuatro paredes. Al fin todo iba a terminar.

         —Te dije que no la tocaras ¿Qué cojones se te pasó por la cabeza? —quiso saber Thiago.

         Duncan no contestó; o al menos no lo hizo con palabras. Se inclinó levemente hacia un cajón de la mesita y extrajo de su interior algo afilado. Ariadna tragó saliva y sopesó durante unos instantes si aquella forma de morir le iba a resultar muy dolorosa. Lejos de estar desesperada su aura destilaba la tranquilidad de aquellos que habían perdido la esperanza. Muerta. Muerta como mamá; al fin muerta como mamá.

         La diminuta daga salió volando e impactó contra la frente de Thiago, quien no tuvo oportunidad de reaccionar. Su cuerpo se estrelló contra el suelo como lo haría un saco de patatas; burdo, inerte. Sus ojos marrones lanzaron una mirada entre la incredulidad y el horror hacia Ariadna, mientras se convulsionaba y se escurrían entre sus lagrimales gotas de sangre. La moqueta se inundó del reguero rojo que se escapaba, también, de su frente y boca. Muerto. Muerto como mamá.

         Ariadna supo que la imagen de aquellos agonizantes ojos iba a quedarse grabada con más fuerza, incluso, que el acero azul del iris de Duncan. Y sopesó que, además de aquello, la mueca de disgusto en el rostro de Thiago iba a juego con la que tuvo mamá cuando le pegó aquel disparo. Los dos habían perdido la vida a traición y aquello se sintió como algún tipo de justicia trágica.

         —¿Por qué...? —articuló Ariadna en apenas un susurro.

         Duncan se acercó hacia ella con naturalidad; como si aquella escena careciera para él de importancia. Su mirada fría la recorrió de arriba a abajo, como si tratara de cerciorarse de algo. Acto seguido le tendió la mano y Ariadna la tomó desconcertada.

         —Vístete, nos vamos.

         Durante su estancia en aquel lugar jamás se le habría pasado por la cabeza que aquello fuera posible. Las mismas manos que habían arrebatado tantas vidas estaban frente a ella dispuestas a defenderla; dispuestas a enmendar todo lo que había perdido aquellos días. Ternura, debajo de su miedo y desdicha, Ariadna sintió mucha ternura.



         No me gustó cómo me quedó la historia. Como de costumbre debí de dar más información acerca de todo. De todas formas aquí tenéis el link para quien quiera leerla entera.






Pacto


            Moribunda en aquel callejón arrastré mi cuerpo hacia la esquina más alejada del halo amarillento de la farola. Me dejé caer sobre el grasiento y maloliente asfalto y tomé una forzosa bocanada de aire. Cada respiración me acercaba más hacia el final de mi existencia e, inexplicablemente, lejos de sentirme temerosa solo estaba cansada. Mis ojos pesaban y mi pulso vibraba en un ritmo caótico, desenfrenado; podía sentirlo en la garganta. Desaceleré la respiración hasta convertirla en un jadeo apenas perceptible. Tosí una, dos, tres veces. Tosí otra vez y jadeé casi al mismo tiempo. Conmocionada, terminé cerrando los ojos.

            Me ardía ahí, entre las piernas, donde un reguero inmenso de sangre corría como si fuera un océano implacable. Se iba, aquel líquido se iba, y yo junto a él. ¿Quería morir? Sí y no. Nada, no había nada, salvo los estallidos de mi histérico corazón y el cansancio. ¿Quería morir? Sí y no. Quería que aquella situación terminara y olvidar aquellas manos negras sobre mí, envolviéndome; haciéndome daño. Y el desgarro, los golpes, sus frenéticos embistes. ¿Qué más daba que quisiera o no morir? Iba a hacerlo de todos modos; tenía los segundos contados. Dejaría un cadáver patético en el asfalto; sudado, sangrante, maltrecho.

            Sentí una gélida respiración sobre mi nuca. Me tensé, o traté de hacerlo con las escasas fuerzas que me quedaban. Abrí la boca con la intención de escupir algo que debía de ser un insulto, aunque una parte de mí me señalaba que lo más inteligente sería una súplica. Rogar por mí, por mi vida. No, no iba a hacerlo. Mi orgullo era tan palpable como un muro de hormigón.

            —Te mueres —musitó el desconocido de aliento frío. Quise darle una respuesta mordaz y exteriorizar mi enfado por haberme hecho aquello pero, cuando alcé la vista, atiné a percibir que aquel tipo no era el mismo abusador con el que me crucé instantes antes. En respuesta humedecí mis agrietados labios. Mi saliva en aquellos instantes era inexistente, densa.

            El desconocido se arrodilló y aproximó su rostro hacia mi garganta. Lo sentí inhalar en una bocanada de aire frío que terminó poniéndome los pelos de punta. Acto seguido movió su mano derecha hacia el reguero de entre mis piernas y humedeció su dedo corazón. Se llevó el dedo a la boca y lo paladeó.

            —¿Te gustaría vengarte? Tener más tiempo y humillarle.

            Quise hablar, pero no me quedaban demasiadas fuerzas. Me sacudí tratando pobremente de asentir. Claro que quería vengarme, cualquiera en una situación así desearía aquello. Muerte, deseaba su muerte tanto como ella ahora mismo me velaba. El desconocido aproximó su boca a la mía y le propinó un lento lametazo. Aquello era algo enfermo y tan extraño. Actuaba como un niño con una chuchería y, de haber estado en condiciones para huir, habría intentado escapar de aquel tipo. Se regodeaba en mi situación; como si fuera un dulce que acabara de descubrir.

            —Te sientes tierna —me susurró al oído con su aliento de nieve.

            Nuestras miradas se cruzaron. Amarillos; sus ojos eran amarillos como los de un gato, y supe inmediatamente que nada de lo ocurrido en aquellos instantes era normal. Que con la aparición del tipo acababa de cambiar el rumbo de mi destino y que, quizá, la consecuencia de aquello iba a ser algo demasiado lejano para mi entendimiento. El desconocido me besó y sentí cómo algo de mi calor se desprendía a través de mis huesos. Frío, tenía mucho frío.

            —Tomaré esto como un trato. No te preocupes, hermosa, los dos saldremos beneficiados.







Plié [Parte III]







          Helena se despertó y se frotó los ojos. Sintió cómo los brazos de Hugo envolvían su tronco y el pausado sonido de su respiración en la oreja. Aquella era una sensación apacible, y si no salía de la cama volvería a caer presa del sueño. Intentando ser lo más suave posible para no despertarlo, se liberó de su agarre. Salió de la cama y se colocó las gastadas zapatillas de ir por casa. Cuando su mano se posicionó sobre el pomo de la puerta escuchó un gruñido.

         —¿Helena…? Qué sueño tengo… —atinó a articular el chico, con la voz melosa.

      —Puedes seguir durmiendo, si quieres —musitó con suavidad, sintiéndose un poco culpable. Hugo se levantó de la cama como respuesta. Con lentitud se dirigió hacia una somnolienta Helena y la rodeó entre sus brazos con ternura.

         —No importa —repuso—. Te ayudo a preparar el desayuno.

       Helena asintió, antes de dirigirse hacia la cocina. Estaba un tanto absorta, como si no hubiera terminado de recobrar la consciencia; como si aún continuara dormida. Apreciaba, extrañamente, los colores de una forma bastante vívida; como si hubiera aumentado el contraste entre ellos y fueran más brillantes y llamativos. Pensó, entonces, en que lo más probable era que aún continuara soñando y que nada, absolutamente nada de lo ocurrido, fuera real.

       Se vio a sí misma yendo al cine acompañada de Hugo; sentándose en la zona central de la sala para poder tener una mejor visión de la pantalla. Rememoró su mano hundiéndose en el recipiente de cartón de las palomitas, el sabor de la bebida tras la pajita que compartieron, el modo en el que se sintió, tensa y candente, como si una parte de sí misma le gritara que estaban haciendo algo deliciosamente indebido.

       Ansias, también recordaba las ansias. Ansias de calor. De mirar sin miedo los pozos grisáceos del chico en busca del marrón; o de mirar el marrón en busca del gris. Y sentirse reconfortada, en paz. Quería, sólo quería, dejar de estar a la defensiva y ser una Helena sin restricciones ni miedos.

      Fue entonces cuando la fantasía se esfumó y el tono apagado y aburrido de la realidad llamó a sus pupilas. Volvió a ser la Helena de todos los días; de los amaneceres tediosos y las noches lentas. Y pensó en que quizá la Helena de anoche no era ella misma, sino otra persona que había tomado el control de su vida durante unas horas.

     —¿Has dormido bien? —preguntó a Hugo tratando de buscar un modo de iniciar conversación.

   —La verdad es que sí, ya sabes que tienes un colchón muy cómodo. ¿Y tú? Esta noche te has movido mucho; me has despertado varias veces.

   —Bueno, la verdad es que he tenido un sueño un poco raro… —se sinceró con precaución. No estaba del todo segura de si hacía bien desvelando más información. Cielo santo, ni siquiera estaba del todo segura de si lo que había soñado ocurrió siendo ella la piloto de su cuerpo.

    —¿Tuviste una pesadilla? —la increpó, curioso.

    —No sabría si llamarla del todo así… —tanteó, todavía indecisa.

    —No tienes por qué contármelo si no te apetece.

     Helena tembló ante la expectativa de hablar, y después articuló a trompicones:

     —¿Qué pasaría si soñaras algo que piensas que es real pero seguramente no lo es?, ¿y si te sientes tan perdido que no sabes ni dónde estás? Ni cómo actuar, ni nada de eso. Luego el sueño te parece más real que la vida misma, y luego te despiertas y sientes que actúas como un autómata. Y a veces ves cosas que no son reales pero crees que lo son. —Hizo una pausa —Al final me volveré loca, Hugo. Yo solo… No sé.

      Se produjo un silencio un tanto incómodo.

      —No entiendo lo que quieres decirme, Helena.

     —Déjalo, haz como si no te hubiera dicho nada —musitó sintiéndose ridícula. Fue hacia la cocina y puso una cafetera. Sacó la leche y llenó un vaso con ella.

     —Helena, sólo puedo decirte que conforme me has hablado me da la sensación de que has perdido el rumbo de tu vida, y con él la consciencia de tus acciones. ¿Qué tal si empiezas a hacer lo que te apetezca sin calentarte tanto la cabeza? Probablemente eso te ayude. Quizá es tu subconsciente, que te pide que disfrutes más de las cosas.

     No pudo evitar sentir que le decía aquello porque simplemente era lo que pensaba de ella; la idea que había establecido desde que la conoció. Aun así no encontraba ningún argumento con el que contradecirlo. Miró hacia el suelo con una pizca de rabia e impotencia. Hugo se acercó y la abrazó, tratando de reconfortarla.

    —Y el primer paso para hacer lo que te apetece es aceptar que eres una dibujante genial y que puedes intentar presentar tus trabajos para ganar dinero. Me ha encantado el dibujo que estabas haciendo de Salomé; expresa muchísimo cómo es ella. Siempre que veo tus obras me las imagino como si estuviera frente a un cuento; como si fuera el espectador de una historia incompleta.

     —Salomé es un cuento, por eso la ves como un cuento —repuso sintiendo su familiar angustia—. Ella es la Bella Durmiente y no despierta. Yo solo quiero que despierte, Hugo, y no lo hace. Mi mano derecha también está dormida, es lenta, y no despierta tampoco. Quizá es eso, que estoy en un cuento que protagoniza Salomé y por eso todo en mi vida está tan estático; porque ella misma no se mueve.

      —¿De dónde sacas esas ideas, Helena? A veces no entiendo lo que quieres decirme…

     Y, como si fuera inevitable, una lágrima salió de su ojo derecho, seguida de otra, y de otra. El llano de la joven era una llamada de auxilio silenciosa e irrefrenable. Estaba triste y no sabía cambiarlo; se sentía impotente y no sabía cambiarlo.

   De nuevo, y de forma inesperada, todo recobró color; regresaron los tonos vívidos de altos contrastes. Y volvió a creer que había perdido la potestad sobre su cuerpo. Sus labios rozaron con lentitud los de Hugo para, instantes después, alejarse de él lentamente.

     —Últimamente tengo imágenes de una bailarina. Desde la primera vez que la soñé veo las cosas de un modo distinto. Y me siento rara, y no entiendo lo que quiere decirme. Sólo sé que está sobre un escenario de teatro y que baila, y que parece que le piden que represente un papel que no termina de comprender. Y ella llora, y lloro yo. Me siento como ella, enjaulada. Quizá solo sea mi subconsciente…


     Estaba yo sobre el escenario; mis pies pisaban la tarima. Asombrada, anduve por toda su extensión como si intentara comprobar que aquello había ocurrido. Pude percatarme, al encontrarme tan cerca, de cuan vieja estaba la madera. En algunas zonas la capa de barniz se había desprendido y podía verse un tono gastado que oscilaba entre el negro y el gris.

     Al fondo, en una esquina, localicé a la bailarina sentada. Su cuerpo estaba encorvado, sus hombros caídos y la mirada gacha; inclinada hacia el suelo. Su larga cabellera dorada le cubría el rostro y se balanceaba hacia adelante y atrás peinando la tarima. Durante unos instantes pude imaginar a aquellos mechones como dunas de un desierto de constantes tormentas de arena. Me acerqué a ella, perdida en mi fantasía, con ganas de tocar sus hebras y descubrir cómo sería su textura: si en algo se parecía a los rugosos granos de tierra que creí ver.

     La bailarina lloró, siendo fiel a la imagen que tenía de ella. Y apareció el oasis: sus lágrimas saladas. Con más ansias aun la tomé de los hombros, queriendo ser espectadora de aquella escena; queriendo ver el modo en el que sus dunas se oscurecerían como si hubiera tormenta. Estaba obsesionada, más que ida por el halo de magia y misterio que desprendía. Titubeante, traté de apartar el pelo de su rostro para poder medir su expresión.


     Por primera vez en mucho tiempo Helena había acudido tarde al trabajo. Cuando despertó aún tenía grabada en su mente el intento fallido de desvelar las facciones de la bailarina. Hugo estaba a su lado, llevaba unos días pasando la noche en su casa y, para sorpresa de éste, Helena no puso ninguna traba o excusa. Parecía que había dejado de rehuir o de mirar hacia otro lado.

     Lo primero que hizo fue despertarlo para confesarle su nuevo sueño con la esperanza de que el chico pudiera serle de ayuda. La respuesta que le regaló fue su habitual abrazo y una mirada entre intrigada y seria. Había empezado a habituarse al peso de aquellos ojos, que tanto hurgaban dentro de ella. El marrón grisáceo era perspicaz pero sus intenciones siempre habían estado justificadas por las ganas de conocerla, de comprenderla, de saberlo todo de ella sin restricciones. Y, aunque pareciera imposible, aquello en lugar de darle tanto miedo, como ocurría antaño, la reconfortaba.

     «¿Has pensado en que quizá la bailarina sea una proyección de ti misma? De tus miedos, de esas cosas. Quizá solo intenta ayudarte; dirigirte por el buen camino, por lo que en realidad te gustaría hacer. A lo mejor cuando te decidas a hacer lo que te gusta dejas de verla». Fueron aquellas palabras las detonantes de sus pensamientos; constantemente les daba vueltas. Una y otra vez se repetían en su cabeza como si de un mantra se tratara.

     Tal vez fue aquella la razón por la que llegó tarde al trabajo; estaba demasiado ocupada en sus cavilaciones como para preocuparse por algo que, a fin de cuentas, nunca la había llenado. Cuando se sentó en su puesto, en lugar de centrarse en los quehaceres se puso a dibujar sin preocuparse si quiera en las consecuencias que podría ocasionarle aquello. Estaba cansada, exasperada y pesarosa. En cuanto abrió su libreta de tamaño mediano el dibujo de Salomé la asaltó. Ahí estaba, inacabado, llamándola.

     Su mano izquierda se posicionó sobre él y siguió sus trazos con anhelo; tenía que acabarlo, lo deseaba. Tomó un lápiz y continuó con su labor. Terminó de detallar la expresión de su rostro inerte, los claroscuros y el resto de matices. Extasiada, contempló su obra. Y se encontró con que estaba orgullosa; con que, a pesar de haberla creado con su mano inexperta, era hermosa. Y sonrió, y nuevamente pensó en la magia que destilaba. Y nuevamente creyó que se encontraba frente a una Bella Durmiente particular y única.

     Fue entonces cuando supo que el príncipe de Salomé no iba a aparecer para despertarla. Permanecería siempre dormida, inconsciente. Era la princesa de los sueños, y debía de despedirse de ella. Apagarla, decirle adiós, y colocar su cuerpo en un ataúd hermoso y lleno de flores como el de Blancanieves. Y contemplar cómo se sumergía en la tierra. Y pensar que aunque no estuviera físicamente con ella, jamás desaparecería de su pecho.

     Helena se encontró con lágrimas en los ojos; últimamente lloraba mucho. Pensó vagamente en si llegaría el momento en el que su llanto le erosionara el rostro, como lo hacían las olas en las rocas de la costa. Estaba abrumada por el peso de su decisión y temerosa de llevarla a cabo. ¿Sería lo mejor para Salomé? Sólo quería hacer lo correcto y dejar de sentirse atormentada, y dejar de sentirse culpable.

     Resignada contempló su escritorio. Su trabajo tampoco la hacía feliz y estaba empezando a creer que, quizá, aquel fuera otro de los motivos por el que continuaba estática. Tenía estabilidad económica pero, ¿aquello de qué le servía? No estaba contenta, no la llenaba. Siempre quiso dibujar y antes del accidente confió en lograr vivir de sus obras. Después de aquella pérdida doble, de su mano y su hermana, había dejado de tener fe en sus ilusiones y sueños. Tal vez aquello había sido un error; tal vez debería de comenzar a ser alguien más egoísta y empezar a olvidar un poquito el pasado, a superarlo. Su vida había cambiado, era un hecho, pero su corazón seguía latiendo. Y aquel era motivo suficiente para lanzarse al vacío e intentar sonreír.

     Helena caminó hacia el despacho del director pensando que lo mejor era ser sincera y confesarle que no era feliz en aquel sitio; que tenía anhelos que con un puesto de oficina no podía alcanzar. Ignoró la mirada de pena que dirigió a su mano maltrecha y el comentario insistente de que se lo pensara; a fin de cuentas solo la quería por la subvención que le daba su minusvalía. Le daba rabia aquello; sentía que solo la veía como una cifra al pensar en su sueldo y, cuando se centraba en su persona, como una pobre desgraciada. Parecía que solo la definía aquel accidente; que resultaba imposible que la gente la concibiera de otra manera. Y quiso cambiarlo; dejar de sentirse impotente.

     «No te preocupes, Helena, yo te ayudaré a luchar por tus sueños», le dijo Hugo por teléfono y sintió que el corazón se le salía del pecho. Iba a dejar de ponerse limitaciones y sugestionarse de lo que podía hacer y lo que no. Iba a empezar a vivir como siempre quiso hacerlo.




     Cuando la vi nuevamente sobre el tan conocido escenario, supe que sería la última vez que nuestras miradas se cruzarían. Estaba feliz, atusando su vestido de ballet rosa claro. Dio un salto, y otro, y otro. Su cuerpo se mecía al son de una melodía solo escuchada por sus oídos, risueña, libre. Fue entonces cuando, repentinamente, se acercó con una elegante zancada hacia mí y me tendió su mano derecha. Indecisa, alargué mi inútil extremidad y la tomó.

     Con una sacudida de cabeza removió el cabello de su rostro de nácar. A mi mente vinieron nuevamente aquellas dunas movidas por una inexorable tormenta en el desierto. Y el oasis, apareció el oasis. Pero aquella vez fue distinto: en lugar de traer lágrimas iba acompañado de las ilusiones de un iris aguamarina que se oscurecía, dando paso a un marrón tierra húmeda. No, estaba equivocada, aquello no era un oasis; era el resplandor de un sendero mojado; eran los pastos tras la caída de la lluvia. Eran los ojos de una Salomé que me miraba con condescendencia y tiraba de mí para darme un caluroso abrazo de despedida.

     Salomé, la bailarina, se alejó lentamente de mí para acercarse hacia unas escaleras de mano que acababan de aparecer dentro de escena. Se hizo la oscuridad para que, instantes después, un foco iluminara hacia la artista, que ascendía lentamente por los peldaños. Apareció la mariposa, también, resaltando con su blanco inmaculado a pesar de la penumbra. Salomé estiró su brazo derecho tratando de alcanzarla, pero el insecto era demasiado ágil incluso para ella. Cuando ascendió a lo más alto de la escalera, como quien escala el Himalaya, pude ver cómo arriba del todo se encontraba una enorme y prometedora luna de gomaespuma en la que reposaba el tan anhelado insecto. Salomé me dirigió una significativa mirada, antes de realizar lo que sería su último paso de baile: un plié que la elevó alto, muy alto.



    Enterrarla fue, sin lugar a dudas, la decisión más dura que pudo tomar Helena en toda su existencia. No obstante, después de aquella visión supo que hizo bien. El cuerpo de su hermana se hundió en un ataúd hermoso lleno de flores y decorado ricamente, haciendo honor a la princesa dormida que siempre fue. En la lápida colocó el dibujo que realizó de ella en el hospital, puesto que era el que más se acercaba a definirla como la Bella Durmiente en la que se convirtió en el transcurso de aquel año. Cuando se alejó del cementerio, destilando dolor y lágrimas, le pareció ver las dunas del largo cabello de Salomé bambolearse en una danza, que era tanto de despedida como de júbilo.




Plié [Parte II]



          El cuarto tenía las paredes blancas, insufriblemente blancas. Eran lisas, también, y desprovistas de cualquier tipo de decoración. La cama era un amasijo de hierros viejos y oxidados. El colchón descansaba encima de aquella estructura y se parecía más a una gruesa gomaespuma que a una base cómoda en la que reposar. Pensó con algo de resentimiento si su inactivo cuerpo se sentiría molesto por hallarse sobre aquella tartana. No obstante, tampoco era posible que se quejara.

          El rostro de Salomé se veía sereno. Era hermosa en su inconsciencia; ninguna imperfección en sus rasgos de nácar. Blanca, demasiado blanca quizá, pero aquello era comprensible dado que nunca le daba el sol. Su cabello rubio claro estaba abierto como un abanico sobre la almohada. Lo tenía increíblemente largo; le llegaba hasta las caderas y caía por los dos extremos de la cama. Parecía la Bella Durmiente, pensó Helena con pesadez. Quién pudiera despertarla; quién tuviera el poder para romper aquel hechizo. Acarició con ternura las finas hebras de su pelo dorado sintiéndolas suaves y sedosas.

          —Eres tan guapa, Salomé, que duele mirarte. Incluso en tu inconsciencia eres hermosa. Quizá esa fue tu maldición: ser demasiado bella para tener consciencia propia—caviló con amargura su hermana. Pensó en los cuentos de hadas, en las historias fantásticas, y durante unos breves instantes se sintió espectadora de uno de ellos. Había algo en aquellas escenas diarias en el hospital que la hacían sentirse mágica.

        Empezó a trenzar el pelo de la ausente Salomé de forma automática. En aquellos instantes le recordaba tanto a la visión de la bailarina que creyó que juntar los mechones y forzarla a interpretar aquel papel haría que se despertara y saliera de su cama. Se incorporaría mientras curvara su garboroso cuerpo con la intención de realizar un plié. Desgraciadamente, aquella no era su imaginación y Salomé, obviamente, no iba a interpretar ninguna coreografía de Ballet.

      —Me ha llamado Hugo para ir al cine, ¿sabes? No sé si decirle que sí. Siento que estoy demasiado rota para él —confesó a su hermana con lentitud, antes de que su incompetente mano derecha pasara a tomar otro montón de pelo y a trenzarlo—. Te ves tan guapa que siento que debo dibujarte. ¿Me dejas, Salomé, me das permiso?

          Helena se alejó de ella y se sentó sobre el viejo y gastado sofá cama que se encontraba al lado de su hermana. Sacó de su bolso una libreta de tamaño mediano y un lápiz de punta blanda. Sus ojos se fijaron en Salomé intentando calcular las proporciones y de memorizar el modo en el que la luz incidía en ella. Quería captarlo todo; no dejarse ni un solo detalle.

          Acto seguido su mano izquierda empezó a dibujar mientras la derecha trataba de sujetar aquella libreta a modo de burla, dado que en aquellos instantes era la única utilidad que podía aportar a su obra. Comenzó haciendo la forma básica de aquella rudimentaria cama, del colchón, y del modo en el que el cabello de la hermosa Salomé —mitad trenzado, mitad suelto— se escurría hasta casi rozar el suelo como una gran e hipnótica cascada.

          —Siento si no soy capaz de dibujar como antes, ya sabes que desde hace un año me he tenido que volver zurda —aseveró un poco desesperanzada.

          Se centró en su trabajo y durante una tranquila media hora estuvo completamente entregada a su dibujo. No le quedaba demasiado para terminar; algún que otro sombreado y detalle concreto. Trató de poner gran parte de su empeño a la hora de definir el cabello, los ojos y los pliegues de las mantas.

          —Me gusta mucho —dijo Hugo con sinceridad, contemplando su creación.

          Acababa de entrar en la habitación del hospital y su imponente presencia parecía invadir todo el espacio personal de una insegura Helena. Era un tipo alto, uno noventa aproximadamente, delgado y de espalda ancha. No obstante, aquello no era lo que más imponía a la chica. Sus ojos, de un increíble tono que oscilaba entre el marrón y el gris, se apoderaban de toda ella y la hacían sentir insegura y vulnerable. Era él, que podía ver a través de Helena y, consciente de su habilidad, hacía uso de ella cada vez que podía sacarle partido.

          Salvaba vidas, pensó. Quizá fue aquello lo que originó que tuviera tanta facilidad para meterse en su cabeza; para leer entre sus miedos y sus demonios y obligarla a enfrentarlos. Aquella era la principal razón por la que muchas veces lo evitaba. Qué se sentía inútil, qué se sentía miserable, qué se sentía cobarde. Y no plantaba cara a ninguna de las bofetadas que le daba la vida. Y Hugo lo sabía. Y la taladraba con sus pupilas, y la atormentaba hasta decir basta. Pero seguía viéndole y hablándole. Unas veces le daba la espalda y otras se plantaba a las puertas de su casa reclamando una atención que, según creía, no merecía.

          Aquellas situaciones se repitieron una y otra vez, como el estribillo de una predecible canción de verano. Hugo trataba de cambiarlas pero terminaba sin encontrar suficiente fuerza de voluntad como para evitar que la jugada regresara, y Helena simplemente actuaba como una víctima que no sabía interpretar correctamente su papel.

          —Ni siquiera sé por qué me he puesto a dibujar —se quejó la chica con un mohín—. Si esto lo hubiera hecho un año atrás habrías alucinado con lo bonito que me estaría quedando.

          —Helena —la increpó—, estoy alucinando. Tienes más talento de lo que piensas. No todo son las manos, hay más cosas a parte de la técnica a la hora de dibujar. Y tú, algún día, te darás cuenta de que todas esas ganas que tienes de coger el lápiz son la prueba de que en realidad eres una artista que no quiere sacar partido a su talento.

          Sus ojos, más grisáceos en aquella ocasión que marrones, la taladraron. Y la inseguridad hizo mella en ella. Reticente, fijó su vista en Salomé a modo de excusa por no devolverle la mirada.

          —Las cosas han cambiado demasiado como para plantearme algo tan lejano y complicado. —Contempló su maltrecha mano con amargura y una pizca de resignación.

        —Siempre dices eso, Helena, pero sigues dibujando. Eso es muy hipócrita por tu parte, ¿lo sabías? Sigues dibujando tanto que has cogido mucha destreza con tu mano izquierda; cualquiera podría llegar a pensar que en realidad eres zurda. La única que se está limitando a sí misma eres tú con tus prejuicios.

          Helena no contestó. Hugo se inclinó hacia ella con la intención de ponerse a su altura. Tocó con su frente la de Helena y sus narices se rozaron. De nuevo estaban ahí aquellos ojos increíblemente astutos, aquella pupila que la traspasaba. Sus labios se encontraron levemente.

          —Fui yo el que te rescató de aquel trozo de chatarra que una vez fue vuestro coche. Fui yo el que saqué el cuerpo inconsciente de Salomé hacia fuera. Y el que supo que probablemente no despertaría, ¿recuerdas? También fui yo el que pude ver cómo en ti nacían todos los fantasmas que ahora te atormentan. Y en todos mis años de trabajo jamás en encontré con alguien con tanta fortaleza como tú, Helena. ¿Dónde quedó todo eso?

          —En el cementerio —repuso con amargura, desafiándolo con aquellas palabras. Hugo se alejó de ella y lanzó un largo y lento suspiro—. Quizá fue eso, ¿sabes? Lo que te hizo pedirme el número de teléfono en el hospital. Quizá solo querías hacer un acto de caridad a una pobre chica que acababa de perder a su hermana.

     —¿De verdad piensas eso? —inquirió atónito, sin encontrar realmente las palabras para responderle. Helena se mantuvo en silencio, ¿de verdad pensaba así de él?

         —La semana que viene tengo la última visita a rehabilitación. Creo que también me van a hacer unas placas para saber cómo ha evolucionado todo —musitó cambiando abruptamente de tema. Hugo decidió hacer lo mismo; sonrió de forma forzada y la abrazó con suavidad. Sintió húmedos sus ojos.

         —¿Quieres que te acompañe?

        —Está bien —accedió, nuevamente evitando aquellos ojos inquisitivos del chico. Salomé seguía tumbada, presa de su sueño eterno. Durante unos breves instantes le pareció haber visto a aquella extraña mariposa blanca sobre la cabecera de la cama de su hermana.


         Nuevamente me encontraba contemplando aquel extraño escenario de teatro. En aquella ocasión tenía un decorado, una escenografía. Sobre él había una habitación construida con cartón y una cama con un cabecero enorme y macizo de un color metálico y oscuro. Su colcha tenía un horrendo estampado verde hierba en el que se repetía metódicamente el patrón de unas rosas. Mis ojos automáticamente recorrieron toda la extensión de la escena en busca de la bailarina, que estaba levantada de puntillas sobre la tarima, desafiando a la gravedad. Las puntas de sus pies no deberían de ser capaces de sostener de aquella forma tan increíble su elegante cuerpo.

         Toda ella ignoraba el falso cubículo en el que estaba encerrada, como si la habitación no tuviera nada que ver con su danza. Alzó su pierna derecha y se mantuvo en equilibrio con su otra extremidad mientras alargaba sus brazos hacia una jaula de plata en la que se encontraba encerrada la no tan desconocida mariposa blanca. Fue entonces cuando me cuestioné desde cuándo estaba aquel objeto; ¿Había una jaula?, ¿había una mariposa?, ¿cómo habían llegado allí? La hermosa bailarina, sin molestarse en dar explicaciones sobre aquella extraña circunstancia, abrió sus puertas y el insecto se posó sobre uno de sus dedos. Acto seguido dio dos vueltas sobre sí misma, cogiendo impulso, y saltó muy alto. Cayó sobre sus puntas con elegancia, y su mariposa voló. Se alejó de ella.

      Aterrizó sobre sus pies y se puso a andar, moviendo un poco sus caderas y sacudiendo su cabellera dorada al ritmo de una melodía que mis oídos no alcanzaban a escuchar. Inesperadamente, parpadeó como si acabara de recobrar la consciencia sobre su alrededor. Sus ojos recorrieron la inmensidad del falso decorado como si tratara de identificar cuál era aquel lugar. Suspiró y se sentó sobre la fea colcha verde hierba. Sus ojos, repentinamente, se alzaron y me miró; nuestras pupilas chocaron. Se puso triste, muy triste, y abrió la boca. Habló, pero no alcancé a escucharla. Silencio. Sólo silencio. La bailarina quería decirme algo y yo era incapaz de oírla.






 
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