Fuego gris



           Estabas en el suelo moribunda y cansada. A pesar de llevar una semana encerrada en aquel zulo, el fuego de tu mirada continuaba intacto. Cuando fijaba mi vista en tus ojos, me daba miedo. ¿Cómo era aquello posible? Incluso habiéndote sometido a dolor y necesidad te mantuviste impertérrita, sin temblar; sin ningún atisbo de pánico o duda. Y me desafiabas mirándome fijamente, tratando de desentrañar lo que ocultaban mis pupilas.

           Empezaba a cuestionarme mis acciones: ¿Hacía lo correcto teniéndote cautiva?, ¿por qué todos querían tu muerte? Fuera de la evidencia de que tuvieras una entereza envidiable seguías siendo débil físicamente. Si quería matarte, si me cansaba de tenerte entre aquellas cuatro paredes, podía hacerlo. Y en cambio nunca levanté mi mano para hacerte daño. ¿Por qué? Estúpido, me sentía estúpido, y una parte de mí me gritaba que me estabas sometiendo.

           Sólo con tus ojos, sí. Sólo con tus ojos me hacías darme cuenta de que yo era un ser horrible y que tú estabas por encima moralmente de mí. Qué no te asustaba. Desapego; practicabas el desapego incluso hacia tu propia vida. Y eso, también, me hizo sentir peor. A tu lado yo era un cobarde y quería dejar de serlo: parecerme un poco a ti. Me estaba degradando, debilitando, y tú eras la responsable. Con esos ojos grises estabas asesinándome de la forma que más dolía: desde dentro.

           Fue entonces cuando empezaste a hablarme. Abriste la boca y emitiste dos palabras «¿Estás bien?» a modo de pregunta. Y quise burlarme de ti; la idea de que alguien en una situación tan precaria como la tuya dijera aquello rayaba lo absurdo. Pero no, viniendo de ti tuvo sentido. Tu Yo era superior al mío, que desde que tuvo uso de razón era una amasijo de inseguridades y terrores pasados. Comencé a contarte cosas sobre mi vida, sobre mí mismo, evidenciando que en el fondo uno de mis problemas siempre fue que nadie me escuchaba. Tú asentías, me sonreías, e incluso llegaste a preocuparte por mí. Por la persona que te había encerrado y arruinado tu libertad.

           Me rompí. Llegada la situación en la que te vi tambaleante, con pocas fuerzas por la escasez de comida y agua, terminé haciéndome añicos. Aun casi al borde de la inconsciencia te mantuviste fuerte y me sonreíste como si trataras de relajarme y darme a entender que no estabas enfadada, que yo siempre fui para ti una buena persona. ¿Y qué pasó entonces? Pasó que lo dejé todo, que a pocos días de que terminara el pacto de tu secuestro me fui contigo. Te saqué del país, te di supervivencia, y te pedí perdón por tratar de apagar el fuego de tus ojos grises que, aunque en un principio odié, se terminó convirtiendo en la luz de mis noches más oscuras.





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