El infierno en la tierra [Remake]


         Aquel día era el primero de universidad. Shane había insistido en llevar a Álex en coche, a pesar de decirle que no hacía falta que lo hiciera. Cuando Álex entró no le pasó desapercibida la forma en la que el pecho de su amigo se dilataba y contraía, marcando sus prominentes músculos, que se notaban a través de aquella camiseta de manga corta que llevaba.

         —¿Cuántas horas de gimnasio inviertes a la semana para conseguir eso? —le preguntó mientras enarcaba una ceja, como si tratara de burlarse de su trabajo. Shane se giró hacia ella y, entonces, sus ojos azules le lanzaron un fogonazo risueño. Dolía demasiado mirarle directamente a la cara; sus rasgos eran tan agraciados que cuando se fijaba en ellos tenía un cortocircuito. Demasiada luz.

     —Las justas y necesarias —repuso, antes de reírse con candidez. Álex trató de ocultar su estremecimiento y el vello de punta de su nuca. Esperaba que algún día aquel efecto que le producía se terminara; que dejara de tener tanto control sobre ella.

         —Debiste de haberte puesto el vestido blanco que te trajo tu madre. No sé qué tienes en contra de las faldas.

         —Solo creo que no es mi estilo —. Esperaba que con aquello se diera por concluido el tema de conversación. No le gustaba hablar sobre esas cosas. Se sentía torpe y un poco estúpida. ¿Ella llevando falda? Absurdo. No era como si tuviera unas piernas quilométricas que lucir, una cintura de avispa o un escote digno de envidia. No, no tenía nada de aquello. Era una niña metida en el cuerpo de una chica de veinte años. Patético, desde luego que era patético, y no estaba dispuesta a caer más bajo y ponerse una prenda que no estaba hecha para alguien como ella.

         —A mí me gustó mucho cómo te quedaba puesto —musitó Shane y, acto seguido, apartó sus ojos de la carretera para regalarle una mirada de arriba abajo. Cuando hacía aquello Álex se sentía avergonzada y no sabía cómo encararlo. Aquella mirada, aquel deje que adquirían sus ojos azules durante un breve instante, la hacía sentir como alguien deseada. Pero sabía que aquello era mentira: su cabeza le recordaba que un chico como Shane nunca podría encontrar a alguien como ella atractiva.

         Se produjo un silencio incómodo. Shane había vuelto la vista adelante. Su rostro se había recompuesto en una mueca inexpresiva con sus labios carnosos apretados en una fina línea. La luz rojiza de la mañana proyectó la sombra de sus pestañas sobre sus prominentes pómulos. Álex pensó que en su vida había visto algo tan hermoso y aquello le produjo una punzada amarga en el pecho.

            De repente, el coche se bamboleó. Sonó el chirrido de las ruedas arañando el asfalto y un grito murió en su boca. Álex sintió que su alrededor daba vueltas, mientras Shane meneaba el volante tratando de recobrar el control del vehículo. El sonido de una explosión fue acompañado junto al olor de gasolina y humo. No hubo dolor.



         En el primer día de escuela de Shane nadie quería hablar con él o hacerle caso. Aquello no lo sorprendió en absoluto; en su otro colegio tampoco había tenido demasiados amigos. Por alguna extraña razón a las personas no les gustaba estar a su lado. Raro, lo llamaban raro, y muchas veces se reían de él. No entendía muy bien las razones por las que era raro. Su anterior maestra le dijo que era porque hablaba demasiado y por su obsesión por los dinosaurios. Sí, le gustaban los dinosaurios y estaba seguro de que en un futuro volverían a la tierra y tendría a uno de ellos de mascota. La gente le daría la razón y dejarían de tratarlo como el niño loco que nunca fue.

         Intentó hablar con algunos chicos, pero todos se alejaron de su lado. Le dijeron que su camisa de Mickey Mouse era tonta; que Mickey Mouse era de niños. Y no entendió bien aquello. Eran niños, ¿no? Los niños iban al colegio y ellos estaban en el colegio. Entonces Mickey Mouse estaba bien y lo que le dijeron era tonto. Sí, los niños eran tontos y Shane no sabía explicarles por qué. Por eso les sacó la lengua y se fue a comer solo al patio. No le gustaban los tontos y no iba a juntarse con personas así.

         Entonces fue cuando, a su lado, se sentó una chica delgada y bastante desgarbada. Parecía que estaba sola, como él, y eso le hizo sentir mejor. Los dos estaban solos y por eso habían acudido ahí. Aquella zona del patio estaba bastante alejada, de modo que nadie podía verles y meterse con que no estuvieran acompañados por otros niños. Por eso los dos escogieron ese sitio; no les gustaba llamar la atención.

      Shane se fijó en la chica y pensó que quizá estaría bien que hablaran. Podría explicarle su problema con Mickey Mouse y tal vez ella lo entendería. Abrió la boca, y se quedó sin palabras. La chica tenía el cabello más corto que el resto de chicas de normal; le llegaba casi rozando los hombros y era de un marrón oscuro especial. Brillaba en tonos rojos a veces y a veces rubios; era como si tuviera muchos colores escondidos, tímidos, y solo la luz los animara a sacar el morro. Sus ojos eran marrón oscuro y Shane supo que escondían cosas, también. Eran muy grandes y contrastaban mucho con su diminuta nariz y sus labios rosa claro. 

       Sus mejillas estaban machadas de barro y sus manos también. Tenía los dedos sucios y finos. Muy bonitos. A Shane le gustaron sus manos y la forma en la que se sonrojaron sus mejillas por la vergüenza. La chica tenía algo único, algo distinto. Shane lo supo por sus ojos y por su pelo. Nadie con el pelo así podría ser mediocre, y por eso se quedó sin palabras. Durante unos instantes pensó que era tonto hablar con alguien tan genial como ella.

         —¿Qué haces aquí? —inquirió la chica, removiendo la tierra de sus manos.

         —Me llamo Shane y he venido aquí por Mickey Mouse —musitó en tono bajo y suave.

         —Yo me llamo Álex y he venido aquí porque no les gusta el barro. Dicen que el barro no es de niñas, que soy un niño. Y que Álex es nombre de niño. Pero yo soy niña y me gusta el barro. También me gusta Mickey Mouse, tu camiseta es bonita—. Shane le sonrió.

         —Yo creo que eres una niña, llevas puesto un vestido y pendientes. Además, tienes cara de niña —observó Shane, tratando de ser amable—. A ellos no les gusta Mickey Mouse y me gusta que a ti te guste. ¿Te gustan los dinosaurios? Yo creo que los dinosaurios volverán y los podremos tener de mascota.


       Recuperaron el sentido en una habitación blanca, sin puertas ni ventanas. El único mobiliario que tenía era una cama de sábanas blancas y una mesita de noche blanca, también. No había ninguna decoración en las paredes y los azulejos del suelo relucían por el brillo del foco del techo. Podían verse reflejados en ellos.

       —¿Dónde estamos? —quiso saber Álex, más asustada que otra cosa. 

      Shane no respondió. Se acercó hacia ella y le tocó los hombros; luego bajó hacia sus brazos y, poco después, hacia sus manos. Álex lo miró extrañada, sin entender muy bien la razón de aquello. Era como si tratara de comprobar que seguía viva; que nada de lo que había ocurrido era real.

      —El coche se descontroló y luego todo fue confuso —musitó Shane en tono bajo—. No sé dónde estamos y no entiendo todo esto. Pero con lo que ha pasado deberíamos de estar muertos—. Álex hizo una mueca en la que exteriorizó todo su pánico.

       —¿Y si lo estamos?, ¿y si estamos muertos y simplemente no cruzamos al otro lado? —El terror empañaba el tono de voz de Álex. —No quiero morir, yo… Shane, no quiero morir.

     Miles de suposiciones surgieron en su cabeza. Quizá estaban soñando y nada de lo ocurrido era real; quizá aquello era una broma estúpida que les habían gastado. Dolía tanto. La idea de pensar que el accidente había ocurrido, que habían perdido la vida, dolía tanto que era imposible considerarla real. No, aquello no podía haber pasado; su vida no se iba a desvanecer de una forma tan estúpida.

      —De lo que estoy segura es que esto no es el cielo. No hay ángeles ni nada así. Esta habitación me recuerda más a una sala de espera que otra cosa —dictaminó Álex, tratando de buscarle la coherencia a algo que en realidad no la tenía.

      —¿Una sala de espera de qué? —inquirió Shane con escepticismo. Se acercó a las paredes y empezó a palparlas, como si estuviera buscando una puerta o una salida secreta. Cielo santo; aquella locura era demasiado para su propio sentido común.


      Le encantaba que Shane fuera su amigo. Desde que se conocieron en el recreo se habían vuelto inseparables. De alguna forma existía aquella reconfortante sensación de entenderse. Tras sentirse solos e incomprendidos, habían sido capaces de compartir esa soledad y redescubrirla en algo nuevo que les hiciera sentir mejor. Se volvieron cercanos, mejores amigos, y actuaron de apoyo el uno del otro.

    A Shane le sorprendió que Álex estuviera tanto tiempo sin nadie, que tan pocas personas le dirigieran la palabra. Cuando hablaban con ella lo hacían con la intención de reírse u obtener algo a cambio. Álex parecía saber llevar aquella situación con diplomacia, como si de alguna forma aquellos años la hubieran enseñado a resignarse y asumir que no podía conseguir algo mejor. Y aquello, la certeza de pensar en aquello, hacía que Shane se sintiera mal; que tratara de buscar alguna solución al conformismo de su amiga.

      Era por ello que Álex nunca se arreglaba; que nunca se molestaba en ponerse ropa que la ayudara a sentirse mejor consigo misma. Creía que no merecía la pena modificar su aspecto para sentirse a gusto con su estética. Cuando el resto de la clase empezó a generar un estilo, a volverse coquetos, Álex continuó llevando la misma ropa y el mismo pelo: como si le diera miedo cambiar las cosas.

    Fue entonces cuando, tras el paso de los años, las cosas con Shane empezaron a cambiar. La primera que se dio cuenta fue Álex. Empezó a hacer deporte, a ir al gimnasio, y a ponerse prendas de vestir que estuvieran a la moda. También cambió su corte de pelo, que pasó de ser el típico rapado de peluquería a un gracioso escalonado de sus hebras, donde detrás las llevaba más cortas y delante más largas. El marrón claro se había vuelto algo divertido, estético, y eso de alguna forma hizo sentir a Álex peor.

     Si antes despuntaban el uno al lado del otro, en aquellos instantes no podía quitarse la sensación de estar haciendo el ridículo. ¿En qué momento habían cambiado tanto las cosas?, ¿no podía simplemente actuar como cuando eran pequeños y llevar puesta una camiseta de Mickey Mouse mientras se comían un helado de vainilla en el cajón de arena? No, por supuesto que no, tenían diecisiete años y había llegado el momento de hacer cosas de adolescentes. Cosas a las que Álex le daba miedo pensar.

      —¿Vendrás hoy a mi casa a jugar a la play? —inquirió Shane a su espalda.

   —Supongo, no tengo nada mejor que hacer —sonrió Álex, tratando de borrar una punzante sensación en su pecho. Cada vez que hablaba con él surgía y la hacía sentir estúpida. Una parte de sí misma le gritaba que llegaría el momento en el que él se cansaría de ser el amigo de la chica tonta.

   Cuando encendieron la consola Álex tomó uno de los mandos y sin pensar demasiado inició partida. Como costumbre lo ganó; era pésimo en los videojuegos, sobre todo en los de peleas. Le faltaban reflejos y se ponía nervioso cuando le quedaba poca vida. Solía mover los brazos hacia los lados y hacia delante y atrás; como si de aquella forma los combos fueran más efectivos. Su pelo castaño se bamboleaba al ritmo de las sacudidas y la forma en la que apretaba el mando con el grosor de sus brazos se le hizo un tanto divertida. Le gustaba aquella escena y supo que sería algo que atesoraría con el paso de los años.

        —Gané —proclamó Álex—, ¿cuál es mi recompensa?

Shane le regaló una sonrisa divertida, antes de acercarse hacia ella y apartar suavemente un mechón de pelo que cubría su frente. Álex se sonrojó y se puso nerviosa; se sentía extraña cada vez que la tocaba. Su pecho latía muy fuerte y un calor se formaba en la parte baja de su estómago. Mariposas, también tenía mariposas.

       —Traje helado para los dos, ¿te parece una recompensa lo bastante buena? —Álex hizo como que se lo pensaba, antes de asentir con efusividad.

     —Lo bastante, siempre y cuando no tengas que romper tu gloriosa dieta de deportista —le increpó, sin entender bien por qué le molestaba tanto que cuidara su cuerpo. Quizá porque a su lado se sentía más fea, más pequeña.

         Shane arrugó la nariz y se cuestionó por qué siempre le decía aquellas cosas. Una de las razones principales por las que había decidido hacer aquello, obviando a su autoestima, fue Álex. A las chicas les gustaban los chicos así y ella era una chica, por mucho que se molestaran en negarlo sus compañeros de clase. Él sabía que era una chica porque aunque no llevara vestidos, tuviera el pelo corto o no le gustara el maquillaje seguía sintiéndola como una mujer. Tenía la piel suave y cuando la tocaba le daban ganas de mover las manos hacia más sitios; hacia sitios que no se atrevería a decir en voz alta. Luego estaban su cintura y sus caderas, que se acentuaban cada vez que llevaba vaqueros ajustados, y le hacían querer saber cómo se vería sin ellos. Y volvía a su cabeza la idea de que su piel era demasiado suave. También estaban sus pechos, que se escondían entre sus camisetas sueltas como si tuvieran miedo de decirle que estaban ahí.

     ¿Qué estaba mal en todo aquello? Él solo quería gustarle a ella. Además de arreglarse para sentirse cómodo consigo mismo quería verse bien para ella. Y Álex no lo notaba, o si lo hacía era muy buena actriz. El resto del mundo sí se dio cuenta; hubo chicas que le hablaron en el instituto e, incluso, llegó a sentirse verdaderamente integrado en el grupo de chicos, también. Había conseguido verse normal, agradar a sus compañeros, pero para él aquello no merecía la pena. Quería gustar a Álex, solo a Álex.


     —De todas formas al menos no estamos solos —trató de consolarla Shane—. Piensa que nos tenemos el uno al otro para hacernos sentir mejor.

      Álex asintió y se acurrucó en el pecho del chico. Estaban reclinados en la cama desde hacía mucho rato. Hacía bastante tiempo que no compartían aquel tipo de intimidad pero, aun así, se sintió bien; como si aquello fuera correcto.

       —He estado pensando que, quizá, estamos en un purgatorio o algo así. Cada vez estoy más segura de que esto es una sala de espera —dijo Álex en voz baja.

         Shane no contestó. Movió su mano hacia el cabello corto de la chica y se dedicó a acariciarlo con lentitud. Suave, Álex siempre fue muy suave, y se sentía como seda entre sus manos. En aquella situación solo estaban los dos. Alejados de cualquier cosa que hubieran conocido antes, fueron más ellos mismos que nunca. No estaban en un mundo real; en un planeta tierra en el que tuvieran que llevar una máscara, que interpretar un papel. No. Estaban en un sitio que no sabían si era real o no; lejos de los ojos de los demás, de los prejuicios del resto. Alejados de la realidad, actuaron como siempre quisieron hacerlo.

         —Álex, quiero que sepas que siempre has sido alguien muy importante para mí y que, bueno, quiero que lo tengas en cuenta. No sé lo que nos va a pasar en este sitio y si las cosas terminan mal, pues… Bueno, te quiero mucho.

        Álex se aferró con fuerza al pecho de Shane y sintió que su corazón latía muy rápido, a juego con el de ella misma. Inhaló profundamente su olor y esperó guardarlo siempre en su memoria, junto con la sensación que estaba experimentando ahora mismo de sentirse completa.

         —Yo también te quiero mucho, Shane. No quiero que nos pase nada malo; me da miedo. Eres alguien muy importante para mí.


        Álex supo que cuando llegaran a la universidad las cosas cambiarían entre ellos; Shane se iría por ahí con sus nuevos amigos, los deportistas perfectos y las chicas modelos, y entonces se olvidaría de ella, de sus partidas a la play y las tardes de películas malas de acción acompañadas con nachos y salsa de queso picante. 

         A Shane le gustaban las mismas cosas que a ella; también quería dedicarse a las ciencias. Quizá eso fue por su afición a los dinosaurios o por su obsesión por conocer el porqué de cada cosa. Cuando ella se inscribió a la carrera de biología, Shane también lo hizo sin vacilar. Iban a ir juntos; estarían toda la vida juntos, desde su infancia hasta su juventud. Y eso en parte le gustaba. 

    Pero seguía el miedo. Se iría por ahí con sus nuevos amigos de fiesta, conocería a chicas maravillosas y la olvidaría. No sabía si sería capaz de superar aquello; él era tan importante para ella…, pero le daba miedo decirlo en voz alta y que cambiaran las cosas y decidiera dejar de ser su amigo.

      Había escuchado que muchas chicas se le habían confesado y sabía que parte del resentimiento de la mayoría de la clase hacia ella era porque por su culpa Shane no era tan cercano a ellos. De alguna forma la veían como un estorbo, como alguien que lo manipulaba para mantenerlo en su burbuja. Pero aquello no era cierto; Álex no lo manipulaba en absoluto. Era más, fue Shane quien le dijo que no estaba del todo cómodo con aquellas personas. No, no podía estar a gusto con personas que le habían juzgado en un inicio por sus gustos y tras su nueva estética, más socialmente aceptada, habían pensado que estaría bien que fuera su amigo. 

    Actuar de aquella forma era ser alguien hipócrita. Aunque claro, si la cosa se analizaba con objetividad la mayoría de personas eran hipócritas. El mundo se regía por eso y, conforme fue creciendo Álex, más consciente se hizo de aquello. La gente parecía solo centrarse en las apariencias, en el qué dirán, y olvidarse del resto de cosas. Contra más se acercaba al mundo adulto, más terminaba herida por la idea de que tenía que terminar la universidad, buscar un trabajo y ser un borrego productivo para el resto.

       ¿Shane se sentiría como ella?, ¿habría pensado algo parecido? Sí, le gustaría creer que sí. Porque de ser así demostraría que es un chico inteligente y que, de algún modo, no se iba a alejar de ella solo para ser aceptado. No, Shane era listo, ¿cierto? Y ser listo implicaba no ser como los demás, ser alguien diferente. Y la gente diferente podía ser crítica y darse cuenta lo negativo del mundo adulto. 

      Conforme más tiempo pasaba más cuenta se daba Álex de que no quería crecer. Crecer acarreaba que las cosas cambiaran; llevar un estilo de vida diferente. Ojalá pudiera echarle los frenos a la vida, que las cosas se quedaran en el momento en el que de pequeña se cruzó con un Shane amante de los dinosaurios y con una camiseta de Mickey Mouse. Si el tiempo parara ella sería tan feliz. Pero no. El mundo la odiaba y, por ello, los engranajes del reloj siguieron girando y la llevaron al punto de tener que acudir a la universidad y asumir que se había convertido en alguien responsable.

        Su madre le compró un bonito vestido blanco para el primer día en el campus. A Álex siempre le gustaron los vestidos pero le daba miedo llevarlos puestos porque todo el mundo le recordaba continuamente que era un chico y los chicos no llevaban vestidos. Aunque, de todas formas, Álex sabía que aquello no era cierto. Cualquier persona podía llevar la ropa que quisiera y nadie debía de ser juzgado por ello. Sin embargo era cobarde e incapaz de ser firme a esa filosofía que siempre tuvo. Y siguió sin ponerse el vestido.

    Quizá lo que más miedo le dio fue la forma en la que Shane la miro; como si fuera alguien precioso que nunca creyó ser. Shane muchas veces la miraba así y eso removía algo en su pecho. En el fondo quería que la viera guapa, que se fijara solo en ella, pero sabía que era imposible. Y aun así, en su cabeza resonó las palabras que le dijo Shane cuando la vio con su vestido «Eres preciosa».


         —Si vamos a morir aquí, me gustaría hacer algo —musitó Shane.

      Sus rostros estaban a penas a unos centímetros de distancia y se sintieron tan libres, tan completos, que les dio miedo. Estaban compartiendo el aliento, las ansias de más cosas. Shane se inclinó y esperó unos segundos a que Álex correspondiera. El labio inferior de la chica tembló levemente, antes de que se inclinara hacia delante y terminara rozándose con el suyo.

         Aquel fue un beso lento que, en el fondo, entrañaba muchas promesas. Promesas de amaneceres juntos, de sonrisas cómplices y caricias pasadas las doce. Las bocas se reconocieron y las manos corrieron al cuerpo ajeno como si se propusieran conquistarlo. Shane trató de ir despacio; con miedo a asustarla, a que se arrepintiera. Pero luego las cosas avanzaron y sus promesas terminaron afianzándose.

       Fue Álex quien enterró sus manos entre las hebras castañas del chico y le regaló un suspiro lento, ahogado, que supo dulce y caliente. Aquella fue, quizá, la resolución para que llegaran más lejos. Shane movió sus manos hacia el vientre de la chica y se atrevió a tocarlo sin las barreras de la ropa. Acarició su piel como si no hubiera nada mejor en el mundo. Se propuso adorar cada parte de ella para hacerla sentir la chica más guapa del mundo, de su mundo.

    Llegados al siguiente punto las prendas de ropa desaparecieron y solo quedaron los rostros sonrojados, la vergüenza de ambos. Álex se atrevió a jugar con la piel del chico, a pasar sus dedos sobre ella, y se sintió increíble al ver cómo se le erizaba el vello solo por ella. Por nadie más.

      Shane besó cada parte de Álex de una forma que no hacía más que darle vergüenza. La besó por el cuello, por el escote y por otros sitios que no se atrevería a decir en voz alta, con un descaro que la hizo darse cuenta que era algo que había pensado o anhelado muchas veces. 

     Aquel fue el momento más prometedor, más feliz, de la existencia de ambos. En él se dieron cuenta de que en realidad lo que siempre quisieron fue aquello; reconocerse como las dos mitades de lo mismo. Por ello, cuando culminaron, ambos descansaron en aquella cama blanca de aquella habitación blanca con aquellos azulejos blancos con una sonrisa que hizo que todo fuera más colorido, menos triste.


        El amanecer llegó en una habitación de hospital. Los cuerpos de Álex y Shane descansaron en el mismo cuarto con un gotero resguardando sus heridas. Estaban maltrechos, pero vivos. Y dentro de la gravedad del accidente en una semana tendrían el alta. 

       —Morimos —musitó Shane en voz baja, sin estar seguro de querer que Álex lo escuchara.

     —¿Lo viste?, ¿aquella habitación no fue un sueño? —inquirió Álex, que también estaba despierta. La mirada de ambos se entrelazó y sintieron un poco de vergüenza.

        —Sí, recuerdo muy bien todo lo que pasó en aquella habitación tan rara —musitó Shane en tono lento. Álex sintió vergüenza y en parte algo de miedo por las consecuencias de aquello. La principal razón por la que se había dejado llevar fue el hecho de creer que todo había terminado —. Te quiero y no me arrepiento de nada de lo que pasó allí.

       Álex rompió a llorar y se sacudió movida por un sentimiento que no supo identificar. Se hizo daño con el gotero y se sintió un poco tonta.

         —Yo también te quiero, Shane —susurró muy despacio—. Me alegro de que todo haya salido bien.

         —Me parece alucinante que hayamos terminado juntos de esa forma. Ha sido como…, como si el hecho de saber que íbamos a morir nos hubiera convertido en alguien más valiente. Quizá por eso seguimos viviendo, porque fuimos valientes de actuar según lo que estábamos sintiendo.

         —¿Por eso nos dieron otra oportunidad? —inquirió Álex, perdida en sus pensamientos.

         —No lo sé, es lo único que se me ocurre.

         —Yo tengo otra teoría, pero me vas a llamar loca —musitó Álex, un tanto insegura.

         —¿Cuál?

         —¿Y si simplemente la muerte es el cielo y el infierno la tierra? Cuando estábamos ahí, que ha sido lo más cercano que hemos estado del cielo nunca, las cosas se sintieron mejor. En esa habitación tan rara fui más yo misma que nunca; estaba tan lejos de los prejuicios, de las cosas malas del mundo real, que podía actuar como siempre quise sin miedo a ser juzgada. ¿Qué tal está pensar que la tierra sea el infierno, el lugar donde somos juzgados y sufrimos dolor y pérdida?

         —Como en la tierra sufrimos y tenemos que luchar contra el dolor, el miedo y las inseguridades dices que… ¿Es el infierno? —espetó Shane, incrédulo.

         —Sí, míralo con lógica. Yo me sentí mejor en aquella habitación blanca y aburrida que aquí. Todo era más seguro contigo, no sé. Quizá también por eso me dejé llevar —. Shane le dedicó una sonrisa de gato.

         —Yo solo espero que aunque estemos en la tierra te dejes llevar más veces.

     —¡Tonto! —gritó un tanto avergonzada, antes de volver al tema importante—. Estaban decidiendo si llevarnos al cielo o no, y al final nos dejaron en la tierra.

         —Para sufrir por ser unos pecadores en aquella habitación, ¿cierto? —se mofó Shane.

         —No. Creo que más bien pensaron que vivir un amor tan intenso merece una pizquita de dolor y sufrimiento.





Edith



         ¿Por qué decidí morir? Seguro que te estás haciendo esa pregunta mientras me lees y contemplas mi cadáver. O quizá no. Tal vez no contemples mi cadáver y simplemente te hayan dicho que he muerto. La mayoría de las veces tratamos de ocultar los acontecimientos desagradables de la vista, porque ver las cosas solo las hace más reales. Y, obviamente, no necesitamos sentir más real algo triste. Pensar que una chica joven como yo va a morir es algo horrible. La muerte se identifica más con la vejez y con la enfermedad que con la elección de alguien de no vivir.

         Si aceptamos que hay personas que deciden matarse estamos dando por hecho que hay algo mal en este mundo y eso, desde luego, es algo que también nos gusta ocultar. Todas las cosas tristes están tapadas con un velo y nos gusta hacer como que no están. Cerramos los ojos y hacemos ver como que no existen, y ya. Eso pasará con mi muerte, pero también con otras más cosas. Como por ejemplo la pobreza, las guerras o las enfermedades de muchos países tercermundistas.

         Si te soy sincera no he decidido morir por ninguna causa justa o a favor de la paz mundial. He sido más egoísta, lo siento. Espero que no tuvieras demasiadas expectativas sobre mí. De todas formas las expectativas son algo tonto que termina decepcionando a las personas. Yo he decepcionado a mucha gente, de hecho, y con mi muerte probablemente todas esas decepciones hayan terminado. Nunca importé a alguien lo suficiente como para que hiciera algo más que juzgarme. Siempre he sido esa chica, la enferma, que estaba en una esquina tratando de ser invisible.

         Creo que la muerte se tiene que parecer a la invisibilidad; o al menos a la sensación que tenía cuando todo el mundo hacía ver como que yo era invisible. Muchas veces he pensado que ser invisible sería la solución a la mayoría de problemas que tengo. Si las personas no veían mi dolor quizá desaparecería. O desaparecería yo y, con suerte, sería todo más simple.

         He estado pensando en millares de formas de morir sin sufrir demasiado. Ya lo he pasado bastante mal como para añadirle más sal a la herida. ¿Por qué lo he pasado mal? No te culpo porque no lo sepas. Es lógico que no conozcas mis problemas porque parecían tan invisibles como lo era yo para el resto del mundo. En casa no tengo comida ni padres. Bueno, en realidad sí que tengo padres pero nunca están. La comida tampoco, porque son ellos los que la traen las pocas veces que están conmigo. De vez en cuando traen pan o dulces de la gasolinera. Me riñen a veces, también, cuando me duran pocos días. «Comes mucho, Edith, no valoras todo lo que hacemos por ti» y entonces gritan y me golpean. Algunas veces me golpean, otras tantas no. Todo depende del día que sea y de su estado de humor.

         Me llaman anoréxica porque no como, aunque a mí me gustaría comer más. He llegado a robar en el horno de la esquina o en el quiosco de la plaza porque tenía mucha hambre. Cuando llevaba una semana sin comer demasiado el cuerpo me pedía estar tumbada, solo estar tumbada. Llegué a pensar que tenía tan pocas energías que las gastaba todas en intentar respirar y aquello, desde luego, se me hacía algo muy triste.

         Luego estaba el colegio, donde era más invisible que en casa. En casa era invisible porque no había nadie que reconociera mi existencia. Y en el colegio a mis compañeros les gustaba hacer ver como que no estaba. Creo que todo el mundo sabía que pasaba algo en mi casa, pero era más sencillo hacer como que todo estaba bien. Esconder el cadáver. Sí, iban a dejarme morir y a esconder mi cadáver. Luego llorarían y se harían los locos afirmando que no sabían lo que me pasaba. Y se harían ver tristes. Pero eso no importará, porque yo estaré muerta y entonces no me sentiré enfadada con ellos. No sentiré nada. Seré Edith, la chica invisible. Todo será maravilloso en su no-existir.

         También estaba enamorada de un chico que hacía, como todos, que yo no existía. Era alto, más que yo, y tenía músculos, tatuajes y el pelo largo. Llevaba camisetas de grupos de música alternativos que yo no conocía, se pintaba una raya negra en la línea de agua de sus ojos café y le gustaba llevar cadenas y pulseras de pinchos. Era muy guapo, ¿sabes? Me gustaba lo ancho que era y lo marcado de sus músculos del brazo. Parecía el protagonista de una novela de romance adolescente. Bueno, de una novela de romance adolescente para chicas de gustos raros, como yo.

         Él decía que odiaba el mundo y que se rebelaba. Fumaba maría y esnifaba coca. Una vez lo vi en el baño haciendo eso y él solo me ignoró. No me miraba. Era Edith la invisible y en aquel momento estaba muy contenta. Podía mirarle y a él le daba igual. Quizá fue porque estaba demasiado colocado como para saber dónde narices estaba o como para preocuparse de la chica huesuda y enferma que estaba obsesionada con él. Qué sé yo. Pero el caso es que lo miré mucho tiempo y traté de atesorarle en mi mente para siempre. Podría usarlo, ¿sabes? Imaginarme cosas con él como que éramos amigos, novios, o que le dejaba hacerme cochinadas mientras estaba sola en la ducha masturbándome.

      Nunca he tenido amigos, o novio, o cosa así. Considero que tengo un problema para relacionarme con las personas. La mayoría de las veces siento o que me van a pegar o que les da vergüenza hablar conmigo. Otras tantas veces pienso que creen que soy tonta. En realidad si soy sincera la mayoría de personas creen que tengo un retraso. Me hablan como si fuera tonta y no les entendiera. Y me miran luego de esa forma tan extraña. Ya sabes: con una mezcla de asco y pena.

         Soy Edith la adolescente indefensa y en unas horas seré Edith la adolescente suicida. ¿Te imaginas que salgo en las noticias? Quizá por un momento la gente fingirá que importo un poco cuando en realidad nunca lo hice. Me gustaría ver a alguien fingir durante unos minutos que le importo, aunque sea mentira. Creo que mi última voluntad antes de morir será esa: que hagan de mi muerte algo importante. Quiero ser alguien importante durante unos segundos. No me importa estar muerta y no saberlo. El acto estará ahí, aunque no lo estaré yo.

Me ha dado el punto de hacer una historia así, 
de tintes más adolescentes. Siento que está mal
planteada y creo que me ha pasado por escribir
sin mis esquemas. Cuando termine la novela en la que
trabajo me pondré con este relato.




Aquel día de lluvia [#‎Cuentiembre‬]


Microcuento dedicado a Cris ¡Feliz cumple!
       
       Aquel día de lluvia la vi desdibujarse con la caída de las gotas. Ella estaba de pie con un paraguas blanco entre sus manos y su cabello, algo húmedo, se mecía al ritmo del viento. Fue entonces cuando cruzó su mirada con la mía y me regaló una sonrisa lenta. La miré como un estúpido y quise decirle algo pero, como un estúpido también, me quedé mudo y estático mientras el agua me empapaba. La observé dar vueltas sobre sí misma; jugando con los charcos, reinventando aquel día encapotado con sus botas de agua.

       Aquel día de lluvia tuve la visión más enternecedora de toda mi vida. Mis ojos se movían apresurados, buscando atesorarla para cuando aquel momento terminara. La chica del paraguas blanco y las botas de agua a menudo intercambiaba miradas conmigo, como diciéndome que los dos estábamos en la misma onda. Yo solo sacudí mi camiseta, completamente empapada, mientras un relámpago atinaba a arañar los cielos. El estallido del rayo explotó y la lluvia se hizo más intensa. La chica, en respuesta a aquello, pegó una patada contra un charco y empezó a elevarse. Su paraguas se encargó de sostenerla mientras emprendía el vuelto. Y yo, patidifuso, solo la miré ascender hacia las nubes grises.




Blanco y negro



           Quizá sea el mundo, que simplemente no nos entiende. Nosotros quisimos ser un amanecer en una triste noche de invierno. Y quizá aquella fue la razón por la que nos dolió tanto; por la que sufrimos tanto. El frío es el que nos obliga a ser alguien distinto; alguien roto y perdido. Quisimos ser un amanecer aquella oscura noche de invierno en la que solo el triste halo de las farolas iluminaba las calles. Y dolía ¡Claro que dolía! Como sigue doliendo ser dos personas diferentes que se aman en un mundo demasiado cuadriculado para un nosotros.

           El blanco y el negro, nada más. No existe el gris, ni el violeta. Ni el azul añil de los amaneceres de otoño. Ni el naranja ahumado de las hojas secas que caen de los olivos. Porque ellos solo ven las hojas del ciprés; siempre iguales, siempre verdes. Y olvidan lo especial de las cosas. Y es por eso, cariño, que estamos tan solos.

           Nos dicen que navegamos sobre las nubes cuando ni siquiera han descubierto que sobre ellas es divertido desanclar. Nuestro mundo será confuso y estará perdido pero dentro de él nos tenemos a nosotros. Y nadie, absolutamente nadie, podrá convertir nuestra primavera en invierno.







Premio Liebster Award


            Holita a todos. La mayoría de vosotros sabéis que no suelo hablaros de mí habitualmente, a no ser que sea por alguna situación concreta. Esta página está más bien destinada a compartir textos míos y si os interesa enteraros de mis trabajos o cosas más personales tenéis mi página de Facebook. Aún así me ha nominado Aída Aisaya, del blog Sonámbula que no despierta, al premio Liebster Award y como me ha hecho ilu pues aquí me tenéis. Muchísimas gracias por nominarme, cielo. ¡Me siento especial!



       Las normas del premio son:
  • Agradecer al Blog que te ha nominado y seguirlo.
  • Responder a las 11 preguntas que te han hecho.
  • Nominar a 11 Blogs que tengan menos de 200 seguidores.
  • Avisarles de que han sido nominados.
  • Realizar 11 preguntas a los blogs que has nominado.
       

Las 11 preguntas que me han hecho son:


       1.- ¿Cuánto tiempo llevas con el blog?

       Este blog lleva en funcionamiento desde 2009. Era una cría y creo que hacía poco que había empezado a existir la plataforma blogspot. Antes de este blog tuve otro en el que publicaba una historia semanalmente y que terminó desapareciendo.


       2.- ¿Recuerdas el libro que te enganchó a la lectura?


       Empecé a leer de pequeña, con unos siete u ocho años. El primer libro que leí (o que yo recuerdo haber leído) fue Harry Potter.

       3.- ¿Cuál es tu personaje ficticio favorito?

       Durante mucho tiempo fue Kirtash de Memorias de Idhún. ¿Quién no ha querido a Kirtash? Es como el sueño de cualquier preadolescente solitaria y asocial. Un chico inteligente, guapo, misterioso... ¡Afú! Ahora no sabría cuál decir. Me habéis pillado en blanco, sinceramente. Si dijera personajes que me gustaran hablaría de algunos de mis novelas y quizá otros de Harry Potter. Pero no sé. Mejor dejemos esta respuesta como válida, ¿de acuerdo?

       Acabo de caer en Heathcliff de Cumbres Borrascosas. Lo amé a él y a su atormentada relación con Catherine.


       4.- ¿Has leído algún libro de terror? ¿Te gustó? ¿Te daba miedo?


       Pues he leído una recopilación de relatos de Poe. ¡Y tengo otra de él de sus historias traducidas por Cortázar e ilustradas! Soy una fangirl de él, por muy tonta que parezca. Y sí, me gustó mucho la narrativa de terror de Poe. Sus relatos del Barril Amontilado y el del Corazón delator me dejaron los pelos de punta. Lo contaba de una forma que, sobre todo en el Corazón delator, hacía creer que era real; que estabas en la cabeza de ese psicópata. Y eso era algo entre extasiante y estremecedor.


       5.- ¿En alguna ocasión has dejado un libro sin terminar?


       Muchas, muchísimas. He dejado libros sin terminar cuyo nombre ha sido ya olvidado en los pozos del silencio. Okaay, me pasé de dramática. Ahora siendo sincera me he dejado muchísimos libros sin terminar que he empezado a leer y he terminado abandonado por falta de interés. Soy muy inconstante tanto con lo que leo como con lo que escribo.

       6.- ¿Te gustaría escribir alguna novela?

       Sí, pero me cuesta. Ahora mismo, de hecho, estoy trabajando en una que me estoy forzando en terminar. Solo espero no dejarla a medias como muchos proyectos que tengo empezados...


       7.- ¿Alguna vez has soñado con algún personaje literario?


       Cuando era pre-adolescente y niña soñaba mucho con lo que leía. He estado millones de veces en Hogwarts, por ejemplo.


       8.- ¿Algún autor con el que establezcas una relación de amor/odio?


       Sí, tengo varios. Me pasa con Quevedo, que tiene una mentalidad tan misógina pero que aún así algunas veces escribe cosas tan bonitas. También con Wilde, que más de lo mismo. Si no fueran tan misóginos/gilipollas los amaría mucho. Aunque, bueno, supongo que eran otros tiempos.

       9.- ¿Me recomiendas que visite algún blog literario en especial?

       Pues no conozco muchos blogs literarios. Os recomiendo el de Aída, la chica que me ha nominado, y creo que ya. Seguro que hay más blogs maravillosos de gente que escriba genial pero ahora mismo no estoy siguiendo ninguno, así que...

       10.- Si fueras a una cena y pudieras elegir a 3 personas literarias que te acompañaran... ¿Cuáles elegirías?

       Independientemente de que estuvieran muertas, ¿vale? Cortázar, Emily Bönte y probablemente Rowling. ¿Qué queréis que os diga? No será la mejor autora del mundo, pero marcó mucho mi infancia.


       11.- Por último... ¿Podrías darme un consejo para mejorar mi blog?


       Yo creo que en general el blog lo tienes chachi, aunque sigue haciéndoseme un poco complicada la lectura con la plantilla. Pero eso es algo subjetivo, ya lo sabes.


      Ahora que las preguntas han terminado tengo que nominar a veinte personas. Como no conozco a veinte personas con blogs porque, como he dicho, no conozco a gente con blogs ahora mismo pues que se considere nominado cualquiera que lea este post. Aún así, reto a que reciban este premio a Alba, DanPer'Jaz, Cris, Marta, Aixel y Henry. Podéis contestar a las preguntas del reto en vuestro perfil de Facebook/Wattpad/Donde queráis.

¡Nos leemos!


Forget, forgot, forgotten


Este relato es una versión nueva de esta historia en la que traté de comprobar si se nota o no que verdaderamente he mejorado.


           Estabas ahí, mirándome con tus ojos grises. Estabas ahí, traspasándome y haciéndome sentir idiota. Y lo sabías; por supuesto que lo sabías. De hecho, creo que aquella era una de las cosas que más te gustaban. Te gustaba mirarme con el acero de tus ojos grises; de aquel iris que tantas veces me traspasaba. Qué me abandonó. Qué me dejó rota.

        —Cinco años —articulaste despacio, como si trataras de saborear tus palabras—, y sigues siendo la misma.

           Abrí la boca con la intención de responderte algo mordaz o hacerme ver ofendida, pero no salió ni una palabra de mis labios entreabiertos. Solo tomé aire en un suspiro lento y pesado. Estabas ahí, con tus ojos grises. Estabas ahí de nuevo contemplando mis pedazos. Y me dolía ¿Cómo no iba a dolerme? Tu acero, que me miraba y me recordaba todo lo que vivimos y hacía que me doliera. Cinco años seguían sin ser suficiente tiempo. Mi cuerpo ardía. Quería tocarte, sentir que estabas ahí. Qué no eras una ilusión; que no estaba demente observando aquellos ojos, aquel acero. Tocarte, necesitaba tocarte. Sólo un segundo. Rozarte, y ya. Recuperar la compostura y sentir que la situación no me superaba.

           Abrí la boca de nuevo, y no hablé. Tú en cambio sonreíste con sorna mientras tus manos se paseaban sobre el respaldo de la silla del comedor. Lentas, se movían lentas como una caricia. Y la idea de tocarte me dolía tanto que parecía una tortura. Saber que eras real, que aquel acero había regresado para reabrir una herida que en realidad nunca había empezado a sanar. Y me mirabas con tus ojos grises, con el acero, con la herida que siempre estuvo abierta. Abriste la boca de nuevo con aquella sonrisa impertinente que avivaba las llamas de un incendio que siempre estuvo ahí.

           —¿Recuerdas? Aquella noche cenamos comida encargada del chino de la plaza; tú tenías una tarjeta que cogiste de allí la semana pasada porque tenías la intención de invitar a cenar a tu hermana Tania para que te perdonara que te olvidaras de felicitarla por su cumpleaños —me susurraste lento, cerca de mi oído. Yo me mantuve estática, de nuevo con esas ganas de tocarte, de nuevo abrumada por las circunstancias y tú, de nuevo, sobreponiéndote a mí; a ese nosotros que tanto daño me hizo—. Llamamos y nos trajeron cerdo agridulce, arroz tres delicias y pollo con almendras. Justo aquella noche te quedaste a dormir a mi casa, vimos una película de miedo y te asustaste, y te abrazaste a mi cuerpo con fuerza y yo te mantuve cerca. Tu calor me consumía, todavía lo hace.

           A mí también me consumía. Tu aliento me sumergía en algún lugar emocional y estúpido en el que no tenía control sobre mis impulsos. Tocarte, necesitaba tocarte y hundirme en tus ojos grises; en aquel acero que me hacía tanto daño y que contradictoriamente necesitaba tanto. Quería tu calor. Qué me consumiera tu calor y me dejara hecha cenizas pero contenta.

           —Por favor —atiné a murmurar—, ya basta.

         Y tú me ignoraste con aquella pose segura que tan insegura me hacía sentir a mí. Me miraste triste; la tristeza en el acero, y algo más. Una tristeza que sin lugar a dudas poco tenía que hacer con la magnitud de la mía. ¿Alguien como tú podía estar más triste que yo? Tris, teza. Así era la cosa. Tristes los dos pero, como era costumbre, yo más triste. Porque independientemente de lo que ocurriera la herida siempre iba a ser yo, igual que la triste. Tris, teza. La tuya pesaba menos, dijeras lo que dijeras. ¿Cómo el acero iba a estar triste si nació para ser frío? Ojalá dejaras de mirarme, de traspasarme. Tris, teza. La tuya liviana, la mía no.

           Me ignoraste, como tratando de poner a prueba lo poco que dejaste de mí. De nuevo me miraste y me regalaste una pizca de inseguridad, de vacilación. Estabas triste, menos triste que yo, pero me ponías a prueba. Y continuaste hablando.

           —Aquella noche fue la que perdiste tu virginidad conmigo, ¿recuerdas? Aquel amanecer tuve el olor de tu pelo en mi almohada. —Hiciste una pausa, tus labios temblaban. Temblaba yo, también. —Recuerdo que estabas sonrojada y con vergüenza. Y me decías «Tu mirada me traspasa». ¿Ahora te pasa lo mismo?

           Perdí la fuerza que me hacía mantenerme derecha y caí de rodillas al suelo. Siempre fui una dramática; una estúpida emocional que no estaba preparada para afrontar aquel tipo de circunstancias. Estaba rabiosa, avergonzada y mi grado de estupidez se había doblado. Tú me mirabas como lo hacías siempre y yo te sentí dos octavos por encima de mí. Siempre estuviste sobre mí en cualquier sentido de la palabra y aquello me hacía sentir un tanto inútil y perdida.

         —Cinco años; han pasado cinco años —musité como una autómata en un tono carente de emoción—. Vete, por favor. No quiero saber nada de ti.

           Roto, parecías tan roto como yo. Quizá fui yo, con mis delirios incoherentes, pero te vi roto. Y quise llorar cuando te pusiste de rodillas a mi lado y tu mano acarició mi mejilla como si la estuviera atesorando. Me miraste con el acero consumido; menos frío, más líquido. Fundiste tu acero y creí verte adorarme como si fuera alguien mejor que tú, menos estúpida. Y te acercaste hasta que nuestros alientos se mezclaron hasta ser una única cosa. Y quise que me tocaras y olvidar. Solo fuego. Solo nuestro fuego.

       Qué arda, pensé, qué nos ahoguemos en las llamas. Nuestros cuerpos se reconocieron y el vestigio de lo que fuimos se convirtió en presente de indicativo con un beso. Nos besamos con fuerza y fuimos una única cosa. Tus labios, tan húmedos, tan suaves, me susurraron en el oído algo que, para mí, fue música «Te necesito». Y entonces te sumergiste en mí y todo, de algún modo, volvió a recobrar un sentido que en realidad nunca tuvo.





Crónica de Estocolmo


         Ariadna se despertó en aquella habitación. Su cuerpo estaba desnudo y envuelto por los imponentes brazos de un Duncan que parecía estar más que cansado. Tenía los ojos cerrados y una mueca en su rostro que, de algún modo, suavizaba aquellos rasgos tan imponentes. La sábana alcanzaba a cubrirlos pero, aun así, estaba enredada entre las piernas de ambos, dejando al descubierto su desnudez.

         A su mente acudió la imagen de cómo se entregó a él anoche; desinhibida, con abandono. Buscaba perderse, olvidar de algún modo aquella situación que había tenido que sobrellevar aquellos días, y solo sentir. Y en aquellos instantes, cuando ya no estaba perdida y envenenada por su propia rabia, veía las cosas con claridad. Había sido estúpida; tan estúpida... Y ahora estaba desnuda, como si no llevar ropa fuera un insulto a su dejadez, y se sentía tonta. Se acababa de poner en evidencia y lo peor de aquello era que no había vuelta atrás.

         —¿Qué cojones....? —atinó a escuchar. La puerta estaba abierta y, tras ella, se presentaba la imagen de Thiago, el asesino de mamá. Tenía sus ojos marrón tierra húmeda abiertos por la sorpresa y su rostro contorsionado en una mueca entre la incredulidad y la ofensa.

         Duncan se incorporó desnudo como Ariadna; solo que él no parecía denotar ningún tipo de timidez ante su tesitura. Sus gruesos brazos estaban tensos y sus abdominales ondearon cuando terminó de erguirse. Thiago, enfrentado contra él, daba la sensación de no tener ninguna oportunidad de vencer. Incluso aunque Duncan estuviera desnudo o desarmado llevaba aquella aura tras de sí de ser capaz de eliminarlo con tan solo un parpadeo. Destilaba una fuerza y poder que contraponían el modo en el que se cubría Ariadna, en evidencia por sus circunstancias.

         Los ojos azules de Duncan, tan similares al acero, lanzaron una mirada inexpresiva a Ariadna que, supo, sería la última. Iba a morir. Muerta como mamá el día en el que todas sus ilusiones se desvanecieron; muerta como la oportunidad de escapar de aquel lugar y volver a la vida simple que tanto echaba de menos. Iba a dejar un cadáver patético y estúpido en aquel antro: el de una chica que fue tan imbécil para acostarse con su asesino. 

         La iba a matar, lo sabía, y aun así anoche se lanzó a por él en busca de un resquicio de olvido; de ausencia de pérdida y dolor. Y lo que era todavía peor, todavía más desquiciante, fue el hecho de que no le importara; de desear terminar con aquello. Irse con mamá; morirse como mamá. Perder la vida y dejar de sentirse en evidencia, cautiva bajo aquellas cuatro paredes. Al fin todo iba a terminar.

         —Te dije que no la tocaras ¿Qué cojones se te pasó por la cabeza? —quiso saber Thiago.

         Duncan no contestó; o al menos no lo hizo con palabras. Se inclinó levemente hacia un cajón de la mesita y extrajo de su interior algo afilado. Ariadna tragó saliva y sopesó durante unos instantes si aquella forma de morir le iba a resultar muy dolorosa. Lejos de estar desesperada su aura destilaba la tranquilidad de aquellos que habían perdido la esperanza. Muerta. Muerta como mamá; al fin muerta como mamá.

         La diminuta daga salió volando e impactó contra la frente de Thiago, quien no tuvo oportunidad de reaccionar. Su cuerpo se estrelló contra el suelo como lo haría un saco de patatas; burdo, inerte. Sus ojos marrones lanzaron una mirada entre la incredulidad y el horror hacia Ariadna, mientras se convulsionaba y se escurrían entre sus lagrimales gotas de sangre. La moqueta se inundó del reguero rojo que se escapaba, también, de su frente y boca. Muerto. Muerto como mamá.

         Ariadna supo que la imagen de aquellos agonizantes ojos iba a quedarse grabada con más fuerza, incluso, que el acero azul del iris de Duncan. Y sopesó que, además de aquello, la mueca de disgusto en el rostro de Thiago iba a juego con la que tuvo mamá cuando le pegó aquel disparo. Los dos habían perdido la vida a traición y aquello se sintió como algún tipo de justicia trágica.

         —¿Por qué...? —articuló Ariadna en apenas un susurro.

         Duncan se acercó hacia ella con naturalidad; como si aquella escena careciera para él de importancia. Su mirada fría la recorrió de arriba a abajo, como si tratara de cerciorarse de algo. Acto seguido le tendió la mano y Ariadna la tomó desconcertada.

         —Vístete, nos vamos.

         Durante su estancia en aquel lugar jamás se le habría pasado por la cabeza que aquello fuera posible. Las mismas manos que habían arrebatado tantas vidas estaban frente a ella dispuestas a defenderla; dispuestas a enmendar todo lo que había perdido aquellos días. Ternura, debajo de su miedo y desdicha, Ariadna sintió mucha ternura.



         No me gustó cómo me quedó la historia. Como de costumbre debí de dar más información acerca de todo. De todas formas aquí tenéis el link para quien quiera leerla entera.






Pacto


            Moribunda en aquel callejón arrastré mi cuerpo hacia la esquina más alejada del halo amarillento de la farola. Me dejé caer sobre el grasiento y maloliente asfalto y tomé una forzosa bocanada de aire. Cada respiración me acercaba más hacia el final de mi existencia e, inexplicablemente, lejos de sentirme temerosa solo estaba cansada. Mis ojos pesaban y mi pulso vibraba en un ritmo caótico, desenfrenado; podía sentirlo en la garganta. Desaceleré la respiración hasta convertirla en un jadeo apenas perceptible. Tosí una, dos, tres veces. Tosí otra vez y jadeé casi al mismo tiempo. Conmocionada, terminé cerrando los ojos.

            Me ardía ahí, entre las piernas, donde un reguero inmenso de sangre corría como si fuera un océano implacable. Se iba, aquel líquido se iba, y yo junto a él. ¿Quería morir? Sí y no. Nada, no había nada, salvo los estallidos de mi histérico corazón y el cansancio. ¿Quería morir? Sí y no. Quería que aquella situación terminara y olvidar aquellas manos negras sobre mí, envolviéndome; haciéndome daño. Y el desgarro, los golpes, sus frenéticos embistes. ¿Qué más daba que quisiera o no morir? Iba a hacerlo de todos modos; tenía los segundos contados. Dejaría un cadáver patético en el asfalto; sudado, sangrante, maltrecho.

            Sentí una gélida respiración sobre mi nuca. Me tensé, o traté de hacerlo con las escasas fuerzas que me quedaban. Abrí la boca con la intención de escupir algo que debía de ser un insulto, aunque una parte de mí me señalaba que lo más inteligente sería una súplica. Rogar por mí, por mi vida. No, no iba a hacerlo. Mi orgullo era tan palpable como un muro de hormigón.

            —Te mueres —musitó el desconocido de aliento frío. Quise darle una respuesta mordaz y exteriorizar mi enfado por haberme hecho aquello pero, cuando alcé la vista, atiné a percibir que aquel tipo no era el mismo abusador con el que me crucé instantes antes. En respuesta humedecí mis agrietados labios. Mi saliva en aquellos instantes era inexistente, densa.

            El desconocido se arrodilló y aproximó su rostro hacia mi garganta. Lo sentí inhalar en una bocanada de aire frío que terminó poniéndome los pelos de punta. Acto seguido movió su mano derecha hacia el reguero de entre mis piernas y humedeció su dedo corazón. Se llevó el dedo a la boca y lo paladeó.

            —¿Te gustaría vengarte? Tener más tiempo y humillarle.

            Quise hablar, pero no me quedaban demasiadas fuerzas. Me sacudí tratando pobremente de asentir. Claro que quería vengarme, cualquiera en una situación así desearía aquello. Muerte, deseaba su muerte tanto como ella ahora mismo me velaba. El desconocido aproximó su boca a la mía y le propinó un lento lametazo. Aquello era algo enfermo y tan extraño. Actuaba como un niño con una chuchería y, de haber estado en condiciones para huir, habría intentado escapar de aquel tipo. Se regodeaba en mi situación; como si fuera un dulce que acabara de descubrir.

            —Te sientes tierna —me susurró al oído con su aliento de nieve.

            Nuestras miradas se cruzaron. Amarillos; sus ojos eran amarillos como los de un gato, y supe inmediatamente que nada de lo ocurrido en aquellos instantes era normal. Que con la aparición del tipo acababa de cambiar el rumbo de mi destino y que, quizá, la consecuencia de aquello iba a ser algo demasiado lejano para mi entendimiento. El desconocido me besó y sentí cómo algo de mi calor se desprendía a través de mis huesos. Frío, tenía mucho frío.

            —Tomaré esto como un trato. No te preocupes, hermosa, los dos saldremos beneficiados.







Plié [Parte III]







          Helena se despertó y se frotó los ojos. Sintió cómo los brazos de Hugo envolvían su tronco y el pausado sonido de su respiración en la oreja. Aquella era una sensación apacible, y si no salía de la cama volvería a caer presa del sueño. Intentando ser lo más suave posible para no despertarlo, se liberó de su agarre. Salió de la cama y se colocó las gastadas zapatillas de ir por casa. Cuando su mano se posicionó sobre el pomo de la puerta escuchó un gruñido.

         —¿Helena…? Qué sueño tengo… —atinó a articular el chico, con la voz melosa.

      —Puedes seguir durmiendo, si quieres —musitó con suavidad, sintiéndose un poco culpable. Hugo se levantó de la cama como respuesta. Con lentitud se dirigió hacia una somnolienta Helena y la rodeó entre sus brazos con ternura.

         —No importa —repuso—. Te ayudo a preparar el desayuno.

       Helena asintió, antes de dirigirse hacia la cocina. Estaba un tanto absorta, como si no hubiera terminado de recobrar la consciencia; como si aún continuara dormida. Apreciaba, extrañamente, los colores de una forma bastante vívida; como si hubiera aumentado el contraste entre ellos y fueran más brillantes y llamativos. Pensó, entonces, en que lo más probable era que aún continuara soñando y que nada, absolutamente nada de lo ocurrido, fuera real.

       Se vio a sí misma yendo al cine acompañada de Hugo; sentándose en la zona central de la sala para poder tener una mejor visión de la pantalla. Rememoró su mano hundiéndose en el recipiente de cartón de las palomitas, el sabor de la bebida tras la pajita que compartieron, el modo en el que se sintió, tensa y candente, como si una parte de sí misma le gritara que estaban haciendo algo deliciosamente indebido.

       Ansias, también recordaba las ansias. Ansias de calor. De mirar sin miedo los pozos grisáceos del chico en busca del marrón; o de mirar el marrón en busca del gris. Y sentirse reconfortada, en paz. Quería, sólo quería, dejar de estar a la defensiva y ser una Helena sin restricciones ni miedos.

      Fue entonces cuando la fantasía se esfumó y el tono apagado y aburrido de la realidad llamó a sus pupilas. Volvió a ser la Helena de todos los días; de los amaneceres tediosos y las noches lentas. Y pensó en que quizá la Helena de anoche no era ella misma, sino otra persona que había tomado el control de su vida durante unas horas.

     —¿Has dormido bien? —preguntó a Hugo tratando de buscar un modo de iniciar conversación.

   —La verdad es que sí, ya sabes que tienes un colchón muy cómodo. ¿Y tú? Esta noche te has movido mucho; me has despertado varias veces.

   —Bueno, la verdad es que he tenido un sueño un poco raro… —se sinceró con precaución. No estaba del todo segura de si hacía bien desvelando más información. Cielo santo, ni siquiera estaba del todo segura de si lo que había soñado ocurrió siendo ella la piloto de su cuerpo.

    —¿Tuviste una pesadilla? —la increpó, curioso.

    —No sabría si llamarla del todo así… —tanteó, todavía indecisa.

    —No tienes por qué contármelo si no te apetece.

     Helena tembló ante la expectativa de hablar, y después articuló a trompicones:

     —¿Qué pasaría si soñaras algo que piensas que es real pero seguramente no lo es?, ¿y si te sientes tan perdido que no sabes ni dónde estás? Ni cómo actuar, ni nada de eso. Luego el sueño te parece más real que la vida misma, y luego te despiertas y sientes que actúas como un autómata. Y a veces ves cosas que no son reales pero crees que lo son. —Hizo una pausa —Al final me volveré loca, Hugo. Yo solo… No sé.

      Se produjo un silencio un tanto incómodo.

      —No entiendo lo que quieres decirme, Helena.

     —Déjalo, haz como si no te hubiera dicho nada —musitó sintiéndose ridícula. Fue hacia la cocina y puso una cafetera. Sacó la leche y llenó un vaso con ella.

     —Helena, sólo puedo decirte que conforme me has hablado me da la sensación de que has perdido el rumbo de tu vida, y con él la consciencia de tus acciones. ¿Qué tal si empiezas a hacer lo que te apetezca sin calentarte tanto la cabeza? Probablemente eso te ayude. Quizá es tu subconsciente, que te pide que disfrutes más de las cosas.

     No pudo evitar sentir que le decía aquello porque simplemente era lo que pensaba de ella; la idea que había establecido desde que la conoció. Aun así no encontraba ningún argumento con el que contradecirlo. Miró hacia el suelo con una pizca de rabia e impotencia. Hugo se acercó y la abrazó, tratando de reconfortarla.

    —Y el primer paso para hacer lo que te apetece es aceptar que eres una dibujante genial y que puedes intentar presentar tus trabajos para ganar dinero. Me ha encantado el dibujo que estabas haciendo de Salomé; expresa muchísimo cómo es ella. Siempre que veo tus obras me las imagino como si estuviera frente a un cuento; como si fuera el espectador de una historia incompleta.

     —Salomé es un cuento, por eso la ves como un cuento —repuso sintiendo su familiar angustia—. Ella es la Bella Durmiente y no despierta. Yo solo quiero que despierte, Hugo, y no lo hace. Mi mano derecha también está dormida, es lenta, y no despierta tampoco. Quizá es eso, que estoy en un cuento que protagoniza Salomé y por eso todo en mi vida está tan estático; porque ella misma no se mueve.

      —¿De dónde sacas esas ideas, Helena? A veces no entiendo lo que quieres decirme…

     Y, como si fuera inevitable, una lágrima salió de su ojo derecho, seguida de otra, y de otra. El llano de la joven era una llamada de auxilio silenciosa e irrefrenable. Estaba triste y no sabía cambiarlo; se sentía impotente y no sabía cambiarlo.

   De nuevo, y de forma inesperada, todo recobró color; regresaron los tonos vívidos de altos contrastes. Y volvió a creer que había perdido la potestad sobre su cuerpo. Sus labios rozaron con lentitud los de Hugo para, instantes después, alejarse de él lentamente.

     —Últimamente tengo imágenes de una bailarina. Desde la primera vez que la soñé veo las cosas de un modo distinto. Y me siento rara, y no entiendo lo que quiere decirme. Sólo sé que está sobre un escenario de teatro y que baila, y que parece que le piden que represente un papel que no termina de comprender. Y ella llora, y lloro yo. Me siento como ella, enjaulada. Quizá solo sea mi subconsciente…


     Estaba yo sobre el escenario; mis pies pisaban la tarima. Asombrada, anduve por toda su extensión como si intentara comprobar que aquello había ocurrido. Pude percatarme, al encontrarme tan cerca, de cuan vieja estaba la madera. En algunas zonas la capa de barniz se había desprendido y podía verse un tono gastado que oscilaba entre el negro y el gris.

     Al fondo, en una esquina, localicé a la bailarina sentada. Su cuerpo estaba encorvado, sus hombros caídos y la mirada gacha; inclinada hacia el suelo. Su larga cabellera dorada le cubría el rostro y se balanceaba hacia adelante y atrás peinando la tarima. Durante unos instantes pude imaginar a aquellos mechones como dunas de un desierto de constantes tormentas de arena. Me acerqué a ella, perdida en mi fantasía, con ganas de tocar sus hebras y descubrir cómo sería su textura: si en algo se parecía a los rugosos granos de tierra que creí ver.

     La bailarina lloró, siendo fiel a la imagen que tenía de ella. Y apareció el oasis: sus lágrimas saladas. Con más ansias aun la tomé de los hombros, queriendo ser espectadora de aquella escena; queriendo ver el modo en el que sus dunas se oscurecerían como si hubiera tormenta. Estaba obsesionada, más que ida por el halo de magia y misterio que desprendía. Titubeante, traté de apartar el pelo de su rostro para poder medir su expresión.


     Por primera vez en mucho tiempo Helena había acudido tarde al trabajo. Cuando despertó aún tenía grabada en su mente el intento fallido de desvelar las facciones de la bailarina. Hugo estaba a su lado, llevaba unos días pasando la noche en su casa y, para sorpresa de éste, Helena no puso ninguna traba o excusa. Parecía que había dejado de rehuir o de mirar hacia otro lado.

     Lo primero que hizo fue despertarlo para confesarle su nuevo sueño con la esperanza de que el chico pudiera serle de ayuda. La respuesta que le regaló fue su habitual abrazo y una mirada entre intrigada y seria. Había empezado a habituarse al peso de aquellos ojos, que tanto hurgaban dentro de ella. El marrón grisáceo era perspicaz pero sus intenciones siempre habían estado justificadas por las ganas de conocerla, de comprenderla, de saberlo todo de ella sin restricciones. Y, aunque pareciera imposible, aquello en lugar de darle tanto miedo, como ocurría antaño, la reconfortaba.

     «¿Has pensado en que quizá la bailarina sea una proyección de ti misma? De tus miedos, de esas cosas. Quizá solo intenta ayudarte; dirigirte por el buen camino, por lo que en realidad te gustaría hacer. A lo mejor cuando te decidas a hacer lo que te gusta dejas de verla». Fueron aquellas palabras las detonantes de sus pensamientos; constantemente les daba vueltas. Una y otra vez se repetían en su cabeza como si de un mantra se tratara.

     Tal vez fue aquella la razón por la que llegó tarde al trabajo; estaba demasiado ocupada en sus cavilaciones como para preocuparse por algo que, a fin de cuentas, nunca la había llenado. Cuando se sentó en su puesto, en lugar de centrarse en los quehaceres se puso a dibujar sin preocuparse si quiera en las consecuencias que podría ocasionarle aquello. Estaba cansada, exasperada y pesarosa. En cuanto abrió su libreta de tamaño mediano el dibujo de Salomé la asaltó. Ahí estaba, inacabado, llamándola.

     Su mano izquierda se posicionó sobre él y siguió sus trazos con anhelo; tenía que acabarlo, lo deseaba. Tomó un lápiz y continuó con su labor. Terminó de detallar la expresión de su rostro inerte, los claroscuros y el resto de matices. Extasiada, contempló su obra. Y se encontró con que estaba orgullosa; con que, a pesar de haberla creado con su mano inexperta, era hermosa. Y sonrió, y nuevamente pensó en la magia que destilaba. Y nuevamente creyó que se encontraba frente a una Bella Durmiente particular y única.

     Fue entonces cuando supo que el príncipe de Salomé no iba a aparecer para despertarla. Permanecería siempre dormida, inconsciente. Era la princesa de los sueños, y debía de despedirse de ella. Apagarla, decirle adiós, y colocar su cuerpo en un ataúd hermoso y lleno de flores como el de Blancanieves. Y contemplar cómo se sumergía en la tierra. Y pensar que aunque no estuviera físicamente con ella, jamás desaparecería de su pecho.

     Helena se encontró con lágrimas en los ojos; últimamente lloraba mucho. Pensó vagamente en si llegaría el momento en el que su llanto le erosionara el rostro, como lo hacían las olas en las rocas de la costa. Estaba abrumada por el peso de su decisión y temerosa de llevarla a cabo. ¿Sería lo mejor para Salomé? Sólo quería hacer lo correcto y dejar de sentirse atormentada, y dejar de sentirse culpable.

     Resignada contempló su escritorio. Su trabajo tampoco la hacía feliz y estaba empezando a creer que, quizá, aquel fuera otro de los motivos por el que continuaba estática. Tenía estabilidad económica pero, ¿aquello de qué le servía? No estaba contenta, no la llenaba. Siempre quiso dibujar y antes del accidente confió en lograr vivir de sus obras. Después de aquella pérdida doble, de su mano y su hermana, había dejado de tener fe en sus ilusiones y sueños. Tal vez aquello había sido un error; tal vez debería de comenzar a ser alguien más egoísta y empezar a olvidar un poquito el pasado, a superarlo. Su vida había cambiado, era un hecho, pero su corazón seguía latiendo. Y aquel era motivo suficiente para lanzarse al vacío e intentar sonreír.

     Helena caminó hacia el despacho del director pensando que lo mejor era ser sincera y confesarle que no era feliz en aquel sitio; que tenía anhelos que con un puesto de oficina no podía alcanzar. Ignoró la mirada de pena que dirigió a su mano maltrecha y el comentario insistente de que se lo pensara; a fin de cuentas solo la quería por la subvención que le daba su minusvalía. Le daba rabia aquello; sentía que solo la veía como una cifra al pensar en su sueldo y, cuando se centraba en su persona, como una pobre desgraciada. Parecía que solo la definía aquel accidente; que resultaba imposible que la gente la concibiera de otra manera. Y quiso cambiarlo; dejar de sentirse impotente.

     «No te preocupes, Helena, yo te ayudaré a luchar por tus sueños», le dijo Hugo por teléfono y sintió que el corazón se le salía del pecho. Iba a dejar de ponerse limitaciones y sugestionarse de lo que podía hacer y lo que no. Iba a empezar a vivir como siempre quiso hacerlo.




     Cuando la vi nuevamente sobre el tan conocido escenario, supe que sería la última vez que nuestras miradas se cruzarían. Estaba feliz, atusando su vestido de ballet rosa claro. Dio un salto, y otro, y otro. Su cuerpo se mecía al son de una melodía solo escuchada por sus oídos, risueña, libre. Fue entonces cuando, repentinamente, se acercó con una elegante zancada hacia mí y me tendió su mano derecha. Indecisa, alargué mi inútil extremidad y la tomó.

     Con una sacudida de cabeza removió el cabello de su rostro de nácar. A mi mente vinieron nuevamente aquellas dunas movidas por una inexorable tormenta en el desierto. Y el oasis, apareció el oasis. Pero aquella vez fue distinto: en lugar de traer lágrimas iba acompañado de las ilusiones de un iris aguamarina que se oscurecía, dando paso a un marrón tierra húmeda. No, estaba equivocada, aquello no era un oasis; era el resplandor de un sendero mojado; eran los pastos tras la caída de la lluvia. Eran los ojos de una Salomé que me miraba con condescendencia y tiraba de mí para darme un caluroso abrazo de despedida.

     Salomé, la bailarina, se alejó lentamente de mí para acercarse hacia unas escaleras de mano que acababan de aparecer dentro de escena. Se hizo la oscuridad para que, instantes después, un foco iluminara hacia la artista, que ascendía lentamente por los peldaños. Apareció la mariposa, también, resaltando con su blanco inmaculado a pesar de la penumbra. Salomé estiró su brazo derecho tratando de alcanzarla, pero el insecto era demasiado ágil incluso para ella. Cuando ascendió a lo más alto de la escalera, como quien escala el Himalaya, pude ver cómo arriba del todo se encontraba una enorme y prometedora luna de gomaespuma en la que reposaba el tan anhelado insecto. Salomé me dirigió una significativa mirada, antes de realizar lo que sería su último paso de baile: un plié que la elevó alto, muy alto.



    Enterrarla fue, sin lugar a dudas, la decisión más dura que pudo tomar Helena en toda su existencia. No obstante, después de aquella visión supo que hizo bien. El cuerpo de su hermana se hundió en un ataúd hermoso lleno de flores y decorado ricamente, haciendo honor a la princesa dormida que siempre fue. En la lápida colocó el dibujo que realizó de ella en el hospital, puesto que era el que más se acercaba a definirla como la Bella Durmiente en la que se convirtió en el transcurso de aquel año. Cuando se alejó del cementerio, destilando dolor y lágrimas, le pareció ver las dunas del largo cabello de Salomé bambolearse en una danza, que era tanto de despedida como de júbilo.




 
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