Había una vez una princesa sentada en un pupitre. Sus ojos de monarca debían de mantenerse centrados en las lecciones impresas de su cuaderno y sus ideas, en lugar de vagar libres entre los recovecos de sus neuronas, debían de someterse al peso de un temario espeso y pesado como el acero.
A medida que fueron pasando las horas la joven princesa fue sintiendo la crueldad de la norma sobre sí misma; las obligaciones inundaron su pecho, llenándolo de arena y sal. En aquellos instantes podía apreciar con todo lujo de detalles cómo aquel veneno disfrazado de buenas intenciones se deslizaba hacia el lugar más importante de su cuerpo: su cabeza.
Tenía miedo: miedo de que su imaginación desapareciera; miedo de que su libertad terminara servida sobre un gran comedor presidido por el "Qué dirán" y las preocupaciones por su futuro; miedo de convertirse en un autómata aliado de aquellos que roban el pan y las ganas de gritar que es necesario tener comida.
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