Reflejo



        La princesa seguía encerrada en la torre con su vestido raído y su maquillaje corrido. En la tinta azabache y húmeda de sus ojos podía verse reflejado el brillo de una luna decreciente, a punto de ser presa del mismo olvido que iba a consumirla a ella misma. Lagrimas, sus pupilas eran bañadas por lágrimas, y su iris, y sus córneas, y toda ella. Miraba a través de aquel ventanal inmenso, único testigo de su cautiverio, con su esperanza enferma y deshojada. Miraba esperando que la rescataran, sin plantearse si ella misma podría escapar de aquel lugar.

        Tan hechizada estaba por aquella pena que era incapaz de darse cuenta de que aquel torreón en lugar de ser el Himalaya era un diminuto montículo al que a penas separaba del suelo un metro de altura. Su pánico la engañaba. Y veía veinte metros donde existían treinta centímetros; donde podría saltar y correr libre por el bosque. La princesa trató de recobrar fuerzas y buscar un motivo por el que deberían de ir a por ella, pero fue incapaz de hallarlo. Cielo santo, ni siquiera podía recordar su nombre. Ni siquiera era capaz de mirar dentro de ella misma y descubrir algo que no fuera blanco. Se miraba y se encontraba ante su traje blanco y rasgado de monarca, ante su cabello largo y blanco, despeinado y absuelto de algún tipo de joya, ante su tez enferma y repleta de venas, ante sus ojos grises... Su llanto era lo único que tenía color; la tinta negra de sus lágrimas sobre unos coloretes difuminados y perdidos en la inmensidad de unas mejillas pálidas y gélidas.

        ¿Quién era?, ¿había, acaso, olvidado también cuál era su reinado? De la Esperanza, sabía que su reinado tenía esa palabra. Esperanza, ¿y qué más? Aquello a secas no podía ser su reino. La esperanza y la soledad eran una mezcla amarga que a ratos se convertía en algo ácido y repleto de edulcorante. Allá, al fondo del frondoso bosque, vio algo oscuro y lleno de cromatismo. Le gustó pero a la par tuvo miedo. De nuevo se topó con un cóctel quizá demasiado fuerte para alguien tan insulso como lo era ella. Soledad y Soledad, pensó una y otra vez. Tanto que terminó sintiéndose identificada con aquella palabra. Y le gustó el apelativo. Y decidió tomarlo como identidad antes de encontrar la suya. Al fondo percibió cómo avanzaba el color, a lomos de una dama de cabello rojo y sonrisa tierna. De mirada oscura y determinada. Soledad, pensó la princesa, aquel era su nuevo nombre. Y aquella joven su salvadora.

        Cuando estuvo lo suficientemente cerca como para tocarla fue cuando se rompió el embrujo. Y saltó por la ventana. Y se dio cuenta de lo ridícula que se veía con su disfraz blanco, y de lo patético de aquel torreón constituído por plástico y cartón. Se había convertido en una actriz de un papel que nunca había deseado interpretar; en alguien prescindible en un escenario lleno de celebridades. Fue entonces cuando la dama cromática se acercó a ella lo suficiente como para mostrarle que tenían la misma cara y el mismo cuerpo; fue entonces cuando la princesa Soledad se dio cuenta que sin comerlo ni beberlo ella había sido salvada por su propio reflejo.





El secreto de la dama del tutú




        Había una vez una joven llamada Azucena a la que le pesaban mucho los pies. Cuando se ponía a andar tenía que hacer un esfuerzo tan grande, tan grande que sus piernas chasqueaban y chasqueaban como lo haría la porcelana de dos tazas de té chino al impactar entre sí. Muchas veces tenía que arrastrase por el suelo, dado que en ocasiones le daba la sensación de que sus huesos y músculos, no pudiendo soportar semejante esfuerzo, se quebrarían y romperían como el cristal.

        Un día decidió dar un paseo por la plaza de su pueblo. Habían puesto un mercado de objetos antiguos y ajados; de aquellos que contenían esa nostalgia y poder tan característicos de haber existido años y años; de aquellos cuyo destino fue terminar en un desván. Se deslizó por aquel lugar haciendo un notorio esfuerzo por sacudir sus piernas y avanzar entre estante y estante. Sus ojos, hipnotizados por aquel revuelo de objetos, fueron fijándose en cada artículo a la venta, ansiosos ante la expectativa de poder adquirir alguno de ellos.

        Centró su atención, entonces, en un joyero de madera de arce cuya estructura, de un marrón pálido, parecía haber sido construida por un artesano dedicado y sabio. Se imaginó durante unos instantes cómo fue creado: vio a un hombre de manos callosas y mirada honesta; vio cómo lijaba cada tabla de madera y le daba forma con una sierra caladora fina; vio cómo pulía las zonas más ásperas para, finalmente, darle una tierna y delicada capa de barniz. 

        Tras aquello encontró algo que la llamó todavía más la atención: bajo el joyero había una llave para darle cuerda. Extasiada por la anticipación de pensar que contenía una maquinaria en su interior giró la llave. Y le dio una vuelta. Y otra vuelta. Y otra. Y sonó una melodía semejante a una canción de cuna. Y se abrió la tapa del joyero, dando paso a la imagen de una bailarina, que giraba sustentanda por un suelo imantado por algo más que imanes; por magia, pensó Azucena, la bailarina se movía por magia. La melodía sonó fuerte, de modo que no pudo escuchar otra cosa que no fueran aquellas hechizantes notas. Entonces fue cuando Azucena quiso ser aquella mágica bailarina. Lo deseó con todas sus fuerzas; apelando a algún tipo de deidad para que ocurriera el milagro y sus pies en lugar de ser dos losas pesadas de granito se convirtieran en ligeras plumas, propias de los zapatos de Mercurio. 

        Y ocurrió. Durante la duración de aquella canción Azucena pudo volar. Su cuerpo adquirió la misma forma que el de la dama del tutú y se deslizó por los aires alto, muy alto. No obstante, cuando la melodía terminó volvió a sentirse tan mediocre y condenada como lo estaba antes de descubrir aquel objeto único. Se dio cuenta, entonces, de que el joyero debía de ser suyo y de que nunca, por nada del mundo, debía de confesar a nadie aquel secreto.





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          La princesa Soledad se mantuvo callada y un tanto ausente mientras su mirada se posaba sobre un pozo antiguo y sin fondo. Aquéllo que cayera por aquel siniestro agujero desaparecería y se sumiría en un vacío interminable. Se sentó en el borde de aquel atemorizador pozo y pensó en la idea de terminar resbalando, cosa que la aterrorizó. No obstante, ante aquella imagen encontró algo entre mórbido y divertido. El riesgo mismo de caerse la hacía sentir un extraño poder sobre sí misma. En aquel instante lo tenía todo: la gracia para seguir en tierra firme y la incertidumbre de las profundidades del abismo.

          Se sintió como suspendida de un diminuto hilo que la dirigía hacia dos caminos de los cuales no había elegido aún. Y aquello le gustó; le agradaba mantenerse en la cuerda floja, como un ignavo de los castigados cruelmente en la Divina comedia. Ahora podía entender por qué tanta gente pecaba en su indecisión: en el momento previo a la elección lo tenía todo: el sí y el no; la promesa y la realidad. La princesa Soledad quiso poder conservar aquel instante previo a seleccionar un sendero a seguir en la vida pero, no obstante, aquello era  un propósito demasiado grande para sus zapatos.

          Resignada tras aquella reflexión se alzó del bordillo del pozo y le lanzó un suspiro entre la añoranza y el descaro. Quizá en otro lugar, en otra situación y en otro tiempo habría otra princesa Soledad que fuera capaz de descubrir lo que ocultaba el abismo.






 
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