Relinquere




          Si tú me abandonas los pastos dejan de ser verdes y las manzanas se vuelven amargas. Si tú me abandonas la luz se olvida de dónde se encuentra su propio brillo y sucumbe al estallido de las sombras. Si tú me abandonas me abandono también yo a mí mismo. Me convierto en un espectro intangible y liviano sin razón de ser o estar. 

          Mi voz siempre fue el eco de tus labios; mi mirada la pupila de tu iris; mi sonrisa un suspiro lento de tu boca. ¿Qué hacer cuando fuiste tú la que me dio la vida?, ¿qué hacer cuando el altar en el que te sostengo amenaza con quebrarte? No me dejes, nunca. Eres mi ángel, mi patria, la aurora de mis amaneceres y el crepúsculo de mis noches. Quiero que por siempre bailemos el vals de la vida con nuestras manos entrelazadas.

Si tuus relinquis me, non sum.




La magia de los narcisos



          Me acerqué a la pequeña Clara con algo de tristeza y pesadumbre. La echaba mucho de menos y me gustaría poder verla todos los días. Pude apreciar que toda ella estaba rodeada por un aura color añil que oscilaba a ratos entre el gris perla y el aguamarina. Aquellas eran sus emociones, que danzaban con brío sobre el espeso aire que envolvía su pupitre. Apoyó su cabeza sobre la cuenca de su mano, y su codo sobre la mesa. Sus ojos se fijaron donde estaba yo, contemplándola con melancolía y tristeza.

          Tenía muchas cosas que contarle; muchos deseos, ilusiones y sueños por desvelar. Quería hacerla feliz. Su aura cambió, y esta vez se convirtió en una espesa bruma de un rosa claro, con olor a caramelo y algodón de azúcar. Me aproximé e inhalé fuerte con la intención de no olvidarme nunca de aquel aroma. Mis diminutas manos se posaron sobre su cabello color tierra húmeda y lo peinaron con una ternura tímida y comprometida.

          —Me gustaría poder hacerte olvidar todo el dolor y la tristeza pero no soy la indicada —musité en su oído.

          Su pupila se dilató y brilló como la de un gato. Arqueó su espalda y estiró un dedo de su mano derecha para que me posara sobre él. «Eres el hada más hermosa del mundo —me confesó su iris—. Me haces tanta falta...». La culpa se convirtió en una pesada bola de metal que ejercía presión sobre mi garganta. Lloré, cayó un reguero de lágrimas sobre mis pálidas mejillas. Mi tiempo con ella había terminado y aquella debía de ser nuestra despedida. El no me dejes estaba implícito en su gesto y la promesa de que iba a desaparecer de su vida arranaba mi pecho como cuchillas. 

          Batí mis alas y me elevé por las alturas. Debía de ser fuerte, no podía permitirme vacilar. «Prométeme que volverás; Soledad me dijo que lo harías» profirió su boca muda mientras extendía sus brazos en señal de anhelo. Su aura en aquel instante había metamorfoseado a un verde hoja que amenazaba por cubrir completamente el aula. A mi nariz acudió un olor a madera quemada y pólvora. 

          —Tiene que llegar el momento en que no nos necesites, Clara —espeté tratando de sonar firme—. Debes de aprender a vivir por ti misma; no podemos ser el centro de tu existencia. 

          Cerró los ojos y asintió temblando. «Prometo valerme por mí misma pero no pienso renunciar a vosotros» afirmó con una firmeza demasiado conmovedora para salir de aquellos labios silenciosos. Frente a mis ojos, inesperadamente, surgió el castillo de la princesa, el reino olvidado, un lago oscuro y un espejo mágico. Todo ello acompañado por millares de mariposas con olor a pétalos de narciso.





Acuarelas




          Contempló el folio blanco, impoluto y completamente vacío. Aquéllo le estimulaba de un modo que resultaba difícil de describir. Cada vez que veía una hoja sentía la apremiante necesidad de coger su lápiz, sacarle punta y ponerse a crear. Le encantaba dejarse levar y permitir que sus manos se movieran solas, dando paso a un bosquejo que podría llegar a convertirse en algo encantador. Para él era como magia; aquello se alejaba de lo mundano, de lo real. Le resultaba imposible creer que de un trozo blanco pudieran dar paso tantas promesas de creaciones futuras.

          Aquella tarde acudió a la papelería y se dejó invadir por multitud de colores, cachibaches para hacer millares de virguerías, manualidades y accesorios con olor a plástico y típex. De entre todos ellos le llamó la atención particularmente un paquete de hojas preparadas para actuar de superficie en un dibujo de acuarelas. Sin pensárselo dos veces se acercó al estante y sopesó el paquete entre sus manos; inhaló el aroma tan característico de aquellos folios y se dejó arrastrar. Una lenta y prometedora sonrisa se formó en sus carnosos labios, antes de acudir a la caja a pagar.

          Cuando llegó a casa quitó el plástico protector de las hojas y sacó una de ellas; era muy gruesa y su textura se sentía rugosa y suave a la vez. Deslizó sus dedos con parsimonia sobre ella para, seguidamente, depositarla encima de su escritorio. Llenó tres vasos de plástico con agua fresca del grifo y los dejó al lado. Tras aquello fue a por su paleta de acuarelas; el magenta y naranja estaban entre quebrados y gastados, mientras que el negro y el azul se podían ver relucir impolutos, reclamando ser usados. Tomó todos sus pinceles y los dejó cerca de su alcance, al lado de un gastado lápiz de grafito. Acto seguido hizo lo que mejor se le daba; visualizó la hoja en blanco y dibujó. Hizo un boceto de un castillo renacentista y quebrado, acompañado por la imagen de una niña desolada con un espejo de plata colgando de su cuello. Centró la mayor parte de su atención en los ojos de la chiquilla, en crear una mirada añeja y rancia como las almendras amargas. Después impuso su empeño en realizar correctamente el juego de claroscuros sobre el pliegue del vestido y el cabello, con la intención de darle veracidad a la imagen.

          Cuando concluyó su laborioso boceto se dispuso a hacer lo más divertido: pintar. Cogió un pincel muy fino, sumergió su punta con timidez sobre el vaso y sobre las acuarelas. Tras aquello se dejó arrastrar por el éxtasis de las pinturas y simplemente sintió su obra. La imagen fue tiñéndose por distintos matices y relieves. Repentinamente, el joven sacudió su cabeza exhaltado. Los colores se deslizaron solos sobre el lienzo. Cada pigmento había cobrado vida propia y recorría la imagen con ímpetu y fiereza. Fue en aquel preciso instante cuando los ojos de la niña se centraron en los del dibujante lanzándole una pregunta muda. «¿Por qué me creaste así?, ¿por qué me siento tan desdichada y vieja?», le inquirían con apremiante silencio. La culpa le supo a sal y a algo picante. No, él no sabía por qué la pequeña se encontraba así; simplemente la dibujó sin planteárselo porque había una parte dentro de sí mismo que le reclamaba hacerlo.

          —No lo sé —musitó como respuesta en un susurro.

          Miró a la niña esperando que le dedicara alguna palabra. Desconcertado, sus pupilas se clavaron en el espejo, que pendía del cuello de la chiquilla, para descubrirse a sí mismo reflejado. El joven tendió su brazo con la intención de saber lo que le deparaba el interior de la imagen.




Brown


         Aquellos eran sus ojos; su mágica mirada. El marrón se cubría de otro marrón, y ese marrón era consumido por otro. Y entonces existían tres marrones distintos que bailaban una danza entre divertida y desconcertante en la que uno trataba de estar encima de otro.

         Cada uno tenía un don. Estaba el más oscuro, que ganaba la batalla cuando aparecía la luna y el resplandor del sol no estaba ahí para contraer su iris y acariciar sus sienes. Cuando era de noche sobre sí mismo también se apreciaba; cuando llovía y derramaba lágrimas; cuando la tristeza consumía su calor.

         Estaba, también, el color madera húmeda que se dejaba ver cuando atardecía y el cielo se volvía añil, y la nostalgia llamaba a la puerta para pedir un sorbo de té. Se complementaba aquello con una línea fina en sus tiernos labios y con el anhelo de un recuerdo que jamás iba a regresar.

         Finalmente estaba mi favorito, el color miel. Era tan claro como una mañana de primavera, en la que el tierno rocío acariciaba tímidamente los pétalos de un narciso. Mostraba una felicidad que era difícil de expresar con palabras; enternecedora y llena de azúcar.

         Aquellos eran sus ojos; aquella era la mirada que pude paladear. Gracias a ella descubrí que, en mi mundo, el único amor posible era aquel increíble marrón.

Dibujo realizado por David Ahufinger



Cometa




       Tomé el cordel, hecho de hilo de palomar, y corrí en dirección contraria al viento con la intención de elevarla alto, muy alto. Quería que se confundiera con los pájaros, que se empachara del azúcar de las nubes, y bailara al son del lento vaivén de una canción de cuna. Surcó las alturas con desdén y elegancia mientras mis ojos se posaban sobre su estructura rojiza, amarilla, naranja, azul... Los colores que la decoraban eran tan vividos que durante unos breves instantes me imaginé viendo el arco iris, en lugar de un trozo de papel pinocho con unos mástiles de bambú.

       Ante aquella hermosa visión de los cielos corrí sosteniendo el cordel entre mis ansiosas manos. Ojalá nunca, por nada del mundo, dejara de bailar entre los astros. Me encantaría que siguiera hasta el fin de sus días ahí, entre los cielos, como recordatorio del fogoso vendaval que mecía mi cabello cariñosamente. Mis pies continuaron moviéndose por aquel inmenso descampado con ansias de más; con fuerzas y ánimos para que aquella hermosa cometa jamás finalizara su viaje.

       Fue entonces cuando el suelo desapareció y fui yo la que volé; la que llegó lejos y se confundió con los pájaros; la que se empachó del azúcar de las nubes y bailó al son de una canción de cuna. Surqué las alturas con desdén y elegancia y pude asegurar, sin lugar a dudas, que nunca en toda mi vida había sido tan feliz.




El hada, los elfos y el señor Oso



         Sé que estáis ahí escondidos, esperando a que os encuentre. Sé que estáis ahí, bajo mi cama; entre las grietas del techo de mi cuarto; ocultos bajo un dedal.. Os siento cada madrugada, paladeo el dulce chasquido de vuestros ojos fijos en mi cuerpo de niña inquieta y revoltosa. Y sonrío, porque me gusta saber de vuestra compañía. Y sonrío, porque la soledad es amiga de la sal.

         Mamá me ha dicho miles de veces que no, que no estáis ahí, y me duele. Pensar que me abandonáis hace que mi habitación se convierta en una madriguera oscura e infranqueable. Cuidad de mí cada noche; velad mis sueños y nunca, pase lo que pase, os vayáis de mi lado. Os necesito, por favor...

         ¿Qué es eso? Un suspiro dulce y cítrico. Ácido y oscuro. ¿Eres tú? Ven conmigo; seamos amigos. Me gusta cómo relucen tus ojos de gato y tu sonrisa tímida. ¿Qué eres?, ¿un elfo? Me gustan los elfos. Tenéis las orejas muy largas, ¿sabes? Y suaves, se sienten suaves. ¿Conoces al señor Oso? Gracias a él sé que no me invento las cosas; me dijo que sí existís y que le prometisteis al hada que seríais mis salvavidas si alguna vez mi peluche no estaba. Me siento perdida y sola. Necesito liberar la oscuridad de este lugar.




Dibujo realizado por David Ahufinger


Señor Oso, ¿dónde estás? 



Demiurgo




         Las ideas atraviesan mi cabeza queriendo alcanzar la cumbre de mis pensamientos más profundos; me susurran cosas bonitas que me dejan un poco nostálgica y me convierten en un cazador cazado. Hacen que nazcan pensamientos intrincados; con sabor a algo dulce y agrio a la vez. Entonces es cuando se ilumina la bombilla y me entran ganas de coger el teclado. Hay algo dentro de mí que demanda por que esas cosas salgan fuera.

         Entonces es cuando intento darles forma, y me pongo triste. Toda yo soy abstracta. Todas mis emociones, mis ideas... Son remolinos de muchos colores, de muchos matices, que las palabras no son capaces de alcanzar. Me dedico vanamente a juntar una letra, y otra, y otra. Para, seguidamente, terminar topándome con frases y párrafos que intentan decir muchas cosas y terminan quedándose a medio fuelle.

         Y llegados a esa situación me pregunto, ¿acaso es posible contarlo; expresar todo lo que custodio dentro de mí? No, desde luego que no. Pero por alguna extraña razón sigo intentándolo. Sigo poniendo mi empeño en sacar a la luz algo demasiado complejo para las palabras. Y a veces, algunas veces, parece que lo consigo. Logro que la gente vea el vestigio de una idea que nubla mi cabeza.

         ¿Y sabéis qué? Eso es lo más bonito. Es preciosa la interminable y desventajosa lucha del escritor. Es maravilloso estrujar los sesos al pensar en una situación, en una emoción o metáfora que calce con algo tan ambiguo y abstracto como lo es el pensamiento humano. Y más maravilloso lo es aún cuando alguna de tus creaciones se logra acercar lo suficiente a lo que quisiste expresar como para volverse una copia imperfecta de la realidad. Eres el demiurgo de un cosmos mediocre; de un universo pobre pero prometedor que anhela alcanzar, sea como sea, el tan preciado mundo de las ideas.




El príncipe del dibujo


          
         Le estaban persiguiendo. Su ágil cuerpo principesco se deslizó por el bosque atolondradamente. No sabía dónde estaba, de dónde venía o dónde tenía que ir. Se sentía como un satélite; como una luna girando sin su planeta tierra.

     Oh, Dios mío... La noche. Era de noche y las tinieblas amenazaban con consumirlo; con absorberlo como si de un agujero negro se tratara. ¿Dónde?, ¿hacía dónde se dirigía? Las ramas de los árboles le arañaron la piel conforme más fue adentrándose en aquel terreno inhóspito y su aliento fue volviéndose más frenético conforme su desorientación se fue volviendo más fiera. Escuchó pasos; alguien iba tras él. Pudo saberlo por el sonido cortante de las hojas secas que se convirtió en un Réquiem a su espalda.

         Repentinamente, silencio. Los pasos que iban tras él desaparecieron. Y sintió aquella sensación amarga de incertidumbre; de no saber lo que iba a ocurrir. La ausencia de sonido sólo fue rota por su respiración frenética; por sus ganas de encontrar ese oxígeno que parecía escapar de sus pulmones.

        Y cayó. Y el viento acarició su pelo, desparramándoselo por el rostro. Iba a hundirse en el vacío; en una nada repleta de humedad y sal. Fue entonces cuando, perdido y desorientado por la caída, parpadeó. Y se encontró con que las tinieblas se habían teñido de color pastel y con que los espesos árboles del bosque se convirtieron en elementos decorativos de trazos simples y metódicos. La humedad que tanto lo aterraba estaba ocasionada por el mar que besaba un precipicio, al cual estaba destinado a caer. No obstante, en escena apareció la mano salvadora de una princesa de cabello rojizo, que lo miraba con la promesa de que su vida no iba a terminar en aquella escena.

Dibujo realizado por David Ahufinger
          Fue entonces cuando sacudió su cabeza y se topó con un dibujo que él mismo había retratado. En él la amada salvaba al amado de caer a un abismo rocoso repleto de agua y sal. Y en aquel instante se dio cuenta de que aunque nada hubiera sido real su corazón latía como si aquella escena fuera auténtica y de que aquel dibujo contaba una historia que iba más allá que unos simples trazos en el Sai.



Pupitre




     

      Había una vez una princesa sentada en un pupitre. Sus ojos de monarca debían de mantenerse centrados en las lecciones impresas de su cuaderno y sus ideas, en lugar de vagar libres entre los recovecos de sus neuronas, debían de someterse al peso de un temario espeso y pesado como el acero.

      A medida que fueron pasando las horas la joven princesa fue sintiendo la crueldad de la norma sobre sí misma; las obligaciones inundaron su pecho, llenándolo de arena y sal. En aquellos instantes podía apreciar con todo lujo de detalles cómo aquel veneno disfrazado de buenas intenciones se deslizaba hacia el lugar más importante de su cuerpo: su cabeza.

      Tenía miedo: miedo de que su imaginación desapareciera; miedo de que su libertad terminara servida sobre un gran comedor presidido por el "Qué dirán" y las preocupaciones por su futuro; miedo de convertirse en un autómata aliado de aquellos que roban el pan y las ganas de gritar que es necesario tener comida.




Caligrama (?)




Había una vez una princesa que vivía en lo más alto de la más alta torre. Un día descubrió que en su vida habían desaparecido gran parte de los colores del ARCOIRIS. Fue entonces cuando se dispuso a desenfundar su capa y espada. Mató a centenares de dragones acromáticos y a millares de gigantes color sepia. Hizo de todo, menos mirar al cielo y descubrir que fueron las malvadas nubes las que ocultaron el 

ARCOIRIS.







La magia de tus dibujos





          La historia de la princesa Soledad tiene un apartado entre bastidores, repleto de ideas vagas y de sonrisas y lágrimas. La historia de la princesa Soledad empezó como todos los buenos cuentos; con una idea de un reino mágico, con un castillo y con la imagen de una bella dama cuya mirada se encontraba repleta de sal. Seguidamente a esto llegaron emociones que eran demasiado intensas para quedarse solo en eso y el afán de dar vida a algo que iba a ser muy grande. Fue entonces cuando aparecieron los personajes principales, cada uno con sus melancolías, y la novedosa promesa de que iban a formar parte de una narración única, llena de todo lo que su autora guardaba bajo llave en su pecho.

          La historia de la princesa Soledad, con el paso de tiempo, adquirió cosas nuevas. La más importante de ellas fue la imagen; su imagen. Había sido descrita millares de veces en cada uno de sus tres aspectos pero, aún así, no tenía esa magia de ser tangible fuera de las letras, los puntos y las comas. Y David Ahufinger se la dio. 



          Su princesa Soledad nació como lo hizo la mía; una noche triste danzando entre trazos vagos. Se formó de algo que se encontraba custodiado muy dentro de él y que ansiaba salir fuera. La creación fue involuntaria, como ocurre con todas las fantásticas obras de arte que llevan tanto de lo que somos. Cuando me mostró el dibujo le dije «Esa es Soledad, ¿verdad?» y él, asombrado ante mis palabras, redescubrió la imagen y se dio cuenta de que su creación estuvo destinada a ser, desde un principio, la monarca condenada que protagonizaba tantos relatos míos.

          Se motivó ante aquello y continuó con su bosquejo. Le aportó color, luz, vida... Le dio algo que yo, con mis palabras, no podía conseguir. Hizo que mi princesa se volviera alguien completo.



          Extasiada me quedé con el avance de su obra. Inspirada me sentía cada vez que la contemplaba. Era ella. David me había dado a la pequeña Soledad; había conseguido captar cada uno de sus matices de una forma que creí solo posible en mí. La conocía tanto como yo, e incluso me atrevería a decir que tal vez un poco más. Tan solo leyendo mis textos había atrapado su esencia. Durante unos instantes me llegué a plantear si quizá extrajo el alma de cada una de mis narraciones para convertirla en colores y hacer con ellos una paleta destinada a realizar su dibujo.


          Y entonces lo terminó, y la magia inundó mi pecho. En mi vida jamás había podido experimentar una satisfacción similar a esta; al hecho de poder verle la cara a un personaje mío, que en un inicio fue únicamente palabras. ¿Y qué más decir? Nada, no puedo decir nada más. Semejante obra me hace plantearme que tal vez mis palabras tengan menos magia que sus pinceladas.








Reflejo



        La princesa seguía encerrada en la torre con su vestido raído y su maquillaje corrido. En la tinta azabache y húmeda de sus ojos podía verse reflejado el brillo de una luna decreciente, a punto de ser presa del mismo olvido que iba a consumirla a ella misma. Lagrimas, sus pupilas eran bañadas por lágrimas, y su iris, y sus córneas, y toda ella. Miraba a través de aquel ventanal inmenso, único testigo de su cautiverio, con su esperanza enferma y deshojada. Miraba esperando que la rescataran, sin plantearse si ella misma podría escapar de aquel lugar.

        Tan hechizada estaba por aquella pena que era incapaz de darse cuenta de que aquel torreón en lugar de ser el Himalaya era un diminuto montículo al que a penas separaba del suelo un metro de altura. Su pánico la engañaba. Y veía veinte metros donde existían treinta centímetros; donde podría saltar y correr libre por el bosque. La princesa trató de recobrar fuerzas y buscar un motivo por el que deberían de ir a por ella, pero fue incapaz de hallarlo. Cielo santo, ni siquiera podía recordar su nombre. Ni siquiera era capaz de mirar dentro de ella misma y descubrir algo que no fuera blanco. Se miraba y se encontraba ante su traje blanco y rasgado de monarca, ante su cabello largo y blanco, despeinado y absuelto de algún tipo de joya, ante su tez enferma y repleta de venas, ante sus ojos grises... Su llanto era lo único que tenía color; la tinta negra de sus lágrimas sobre unos coloretes difuminados y perdidos en la inmensidad de unas mejillas pálidas y gélidas.

        ¿Quién era?, ¿había, acaso, olvidado también cuál era su reinado? De la Esperanza, sabía que su reinado tenía esa palabra. Esperanza, ¿y qué más? Aquello a secas no podía ser su reino. La esperanza y la soledad eran una mezcla amarga que a ratos se convertía en algo ácido y repleto de edulcorante. Allá, al fondo del frondoso bosque, vio algo oscuro y lleno de cromatismo. Le gustó pero a la par tuvo miedo. De nuevo se topó con un cóctel quizá demasiado fuerte para alguien tan insulso como lo era ella. Soledad y Soledad, pensó una y otra vez. Tanto que terminó sintiéndose identificada con aquella palabra. Y le gustó el apelativo. Y decidió tomarlo como identidad antes de encontrar la suya. Al fondo percibió cómo avanzaba el color, a lomos de una dama de cabello rojo y sonrisa tierna. De mirada oscura y determinada. Soledad, pensó la princesa, aquel era su nuevo nombre. Y aquella joven su salvadora.

        Cuando estuvo lo suficientemente cerca como para tocarla fue cuando se rompió el embrujo. Y saltó por la ventana. Y se dio cuenta de lo ridícula que se veía con su disfraz blanco, y de lo patético de aquel torreón constituído por plástico y cartón. Se había convertido en una actriz de un papel que nunca había deseado interpretar; en alguien prescindible en un escenario lleno de celebridades. Fue entonces cuando la dama cromática se acercó a ella lo suficiente como para mostrarle que tenían la misma cara y el mismo cuerpo; fue entonces cuando la princesa Soledad se dio cuenta que sin comerlo ni beberlo ella había sido salvada por su propio reflejo.





El secreto de la dama del tutú




        Había una vez una joven llamada Azucena a la que le pesaban mucho los pies. Cuando se ponía a andar tenía que hacer un esfuerzo tan grande, tan grande que sus piernas chasqueaban y chasqueaban como lo haría la porcelana de dos tazas de té chino al impactar entre sí. Muchas veces tenía que arrastrase por el suelo, dado que en ocasiones le daba la sensación de que sus huesos y músculos, no pudiendo soportar semejante esfuerzo, se quebrarían y romperían como el cristal.

        Un día decidió dar un paseo por la plaza de su pueblo. Habían puesto un mercado de objetos antiguos y ajados; de aquellos que contenían esa nostalgia y poder tan característicos de haber existido años y años; de aquellos cuyo destino fue terminar en un desván. Se deslizó por aquel lugar haciendo un notorio esfuerzo por sacudir sus piernas y avanzar entre estante y estante. Sus ojos, hipnotizados por aquel revuelo de objetos, fueron fijándose en cada artículo a la venta, ansiosos ante la expectativa de poder adquirir alguno de ellos.

        Centró su atención, entonces, en un joyero de madera de arce cuya estructura, de un marrón pálido, parecía haber sido construida por un artesano dedicado y sabio. Se imaginó durante unos instantes cómo fue creado: vio a un hombre de manos callosas y mirada honesta; vio cómo lijaba cada tabla de madera y le daba forma con una sierra caladora fina; vio cómo pulía las zonas más ásperas para, finalmente, darle una tierna y delicada capa de barniz. 

        Tras aquello encontró algo que la llamó todavía más la atención: bajo el joyero había una llave para darle cuerda. Extasiada por la anticipación de pensar que contenía una maquinaria en su interior giró la llave. Y le dio una vuelta. Y otra vuelta. Y otra. Y sonó una melodía semejante a una canción de cuna. Y se abrió la tapa del joyero, dando paso a la imagen de una bailarina, que giraba sustentanda por un suelo imantado por algo más que imanes; por magia, pensó Azucena, la bailarina se movía por magia. La melodía sonó fuerte, de modo que no pudo escuchar otra cosa que no fueran aquellas hechizantes notas. Entonces fue cuando Azucena quiso ser aquella mágica bailarina. Lo deseó con todas sus fuerzas; apelando a algún tipo de deidad para que ocurriera el milagro y sus pies en lugar de ser dos losas pesadas de granito se convirtieran en ligeras plumas, propias de los zapatos de Mercurio. 

        Y ocurrió. Durante la duración de aquella canción Azucena pudo volar. Su cuerpo adquirió la misma forma que el de la dama del tutú y se deslizó por los aires alto, muy alto. No obstante, cuando la melodía terminó volvió a sentirse tan mediocre y condenada como lo estaba antes de descubrir aquel objeto único. Se dio cuenta, entonces, de que el joyero debía de ser suyo y de que nunca, por nada del mundo, debía de confesar a nadie aquel secreto.





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          La princesa Soledad se mantuvo callada y un tanto ausente mientras su mirada se posaba sobre un pozo antiguo y sin fondo. Aquéllo que cayera por aquel siniestro agujero desaparecería y se sumiría en un vacío interminable. Se sentó en el borde de aquel atemorizador pozo y pensó en la idea de terminar resbalando, cosa que la aterrorizó. No obstante, ante aquella imagen encontró algo entre mórbido y divertido. El riesgo mismo de caerse la hacía sentir un extraño poder sobre sí misma. En aquel instante lo tenía todo: la gracia para seguir en tierra firme y la incertidumbre de las profundidades del abismo.

          Se sintió como suspendida de un diminuto hilo que la dirigía hacia dos caminos de los cuales no había elegido aún. Y aquello le gustó; le agradaba mantenerse en la cuerda floja, como un ignavo de los castigados cruelmente en la Divina comedia. Ahora podía entender por qué tanta gente pecaba en su indecisión: en el momento previo a la elección lo tenía todo: el sí y el no; la promesa y la realidad. La princesa Soledad quiso poder conservar aquel instante previo a seleccionar un sendero a seguir en la vida pero, no obstante, aquello era  un propósito demasiado grande para sus zapatos.

          Resignada tras aquella reflexión se alzó del bordillo del pozo y le lanzó un suspiro entre la añoranza y el descaro. Quizá en otro lugar, en otra situación y en otro tiempo habría otra princesa Soledad que fuera capaz de descubrir lo que ocultaba el abismo.






El joven suspiro





               Había una vez un suspiro; un diminuto e insignificante suspiro que vagaba de unos labios a otros como un aventurero en busca de terreno virgen por explorar. Ese suspiro había nacido de multitud de esperas, susurros y silencios. Había conocido la tristeza que arrancaba de la boca un leve soplo de aire; había experimentado el éxtasis de una sonrisa tras la salida de la aurora; había conocido el placer de un gemido entrecortado en la cama, seguido de un murmullo perezoso y ronco de unos labios que ansiaban estar sobre otros.

               Nuestro suspiro viajó de aquí allá y aprendió con cada una de sus expediciones una serie incontable de secretos que le hicieron darse cuenta de lo importante que era su labor. Un día se acercó en su danza por los vientos hacia una pareja de adolescentes que se miraba con ternura a los ojos. Los labios de él temblaban en busca de algo que decirle a ella; los labios de ella estaban húmedos y a la espera de su compañero. Fue entonces cuando el intrépido suspiro se aproximó a ellos e hizo la magia. De los labios de ambos se escapó un soplo de aire elegante y suave. Entonces fue cuando todo cambió. Las bocas se unieron, la saliva se mezcló, el aliento se convirtió en brisa de mar y, finalmente, el suspiro descubrió lo que era un beso.

               Cuentan que desde aquel día el joven suspiro decidió tomar un nuevo propósito en su vida; conseguir besos. Robarlos, regalarlos, tomarlos... ¿Qué importaba? Besos. Para él no había nada más bello que aquello.





 
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