Violeta y la crema de cacahuete




           La felicidad sabía a mantequilla de cacahuete; era salada, de sabor fuerte, y se quedaba enganchada en la garganta cuando intentaba tragarla de golpe. Y aquello era lo bueno que tenía la felicidad: la mezcla de todos aquellos matices la hacían única. Cuando mamá me hacía el desayuno pensaba que aquel sándwich de mantequilla de cacahuete era mágico, porque aunque estuviera triste mi garganta experimentaba una sensación parecida a cuando estaba contenta. Por ello de camino al instituto, con mis manos en los bolsillos, pensaba en lo rico que estaba; en lo divertido que era el espesor de su estructura; en lo bien que sabía cuando lo combinaba con el Nesquik recién hecho. Y sentía cómo el aire frío me cortaba la piel, y el cansancio, y las pocas ganas que tenía de ir a clase. Sentía muchas cosas, todas entrelazadas, y aquel revoltijo agridulce me acompañaba a lo largo de toda la mañana.

               Cuando llegaba a clase miraba a Clara todo el rato, de cerca y de lejos, discreta y descarada. E intentaba contarle muchas cosas; decirle todo lo que tenía en mi cabeza, pero aquello era imposible. La gente solía decirme que hablaba demasiado, que contaba cosas innecesarias, pero no. Lo que pasaba era que no me entendían: no se daban cuenta de que pretendía contarlo todo y en ocasiones las palabras se quedaban cortas. Con Clara era diferente, y por ello me gustaba tanto. Era la única persona capaz de expresarlo todo sin usar palabras y solo mirando a alguien a los ojos. Quería aprender cómo lo hacía; que me confesara su secreto. Y la miraba todo el rato, y la miraba embobada. Llegó a un punto en el que pensé que me estaba obsesionando: aquello no tenía que ser normal. 


              Había, también, otra cosa que me gustaba mucho de ella: a pesar de que nunca hablara cuando escribía era como si hiciera magia con las letras. Miraba a alguien y expresaba todo; redactaba una historia y con cuatro frases podía mostrar el secreto mismo del universo. ¿Cómo?, ¿cómo era aquello posible? Quizá la respuesta estaba en que no importaba tanto la cantidad, sino la calidad con la que intentábamos expresar las cosas. Frustrante, para mí era frustrante. Algún día adivinaría su secreto y sería merecedora de estar con ella y quizá, con suerte, me daría un beso: de aquellos que salían en las novelas cuando los protagonistas se daban cuenta de que tenían una conexión entre ellos. Tenía bien claro que mi conexión con Clara estaba en los sentimientos y en las palabras. Y en cómo en ocasiones las palabras se quedaban cortas y los sentimientos se comían a las palabras.







El recuerdo de Annie




          Annie recordó cómo hizo al señor Oso con la máquina de coser con mamá. Eligió la tela más bonita del mundo: era marrón, pero no de un marrón soso o del montón, era el marrón más bonito del mundo. Fueron a comprar aquel marrón tan precioso a una tienda de telas en la que las atendió una mujer que olía a caramelo, y con los ojos más pequeños que las gafas que llevaba puestas. Aquella mujer tenía una sonrisa inquieta y unas durezas en las manos que evidenciaban que le gustaba coser. Sí, le gustaba mucho coser.

             Annie le dijo: «Siento tener que comprar esta tela, ahora las niñas se quedarán sin poder coser ositos». Y la mujer le sonrió y le acarició el pelo, antes de contestarle «No te preocupes, princesa. Hoy a ninguna niña le gustan los ositos de peluche». Annie no entendió muy bien el significado de aquella frase pero, aun así, lo que dijo le dio pena y se puso un poco triste. Agarró la manita de su madre y pensó que le apetecía mucho tomar chocolate caliente con nubes.

            Cuando llegaron a casa mamá hizo los patrones en la tela. Annie los cortó con su ayuda y la miró coserlos con la máquina, impaciente. Daba saltos de alegría y giraba sobre sí misma tan excitada que se mareó, y el suelo le dio vueltas y le dolía la cabeza. «Ahora vamos a rellenarlo con felpa», dijo mamá. Entonces lo rellenaron mucho, quizá demasiado, y aquello a Annie le gustó: era suave y blandito. Se podía imaginar con él entre sus sábanas.

       Lo más difícil, según mamá, fue la cabeza. Había salido muy grande, excesivamente desproporcionada en comparación con sus patitas cortas y su cuerpecito menudo. Annie trajo dos botones: uno de la chaqueta de la abuela y otro de un chaleco suyo de pana. Le dijo a mamá que no quería que bordara los ojos, que quería que pusiera aquellos botones que traía porque eran especiales. Indecisa, la madre los cosió. Como resultado quedó un muñeco cabezón con un ojo más grande que el otro. Aquellos dos botones, además de ser uno más grande que el otro, daban al oso una mirada entre inexpresiva y siniestra. Era horrible.

         «Annie, ¿te parece bien que mamá vuelva a coserle la cabeza al oso?», preguntó mamá, esperando una respuesta afirmativa. «¡No!», chilló Annie. No iba a dejar que mamá cambiara al señor Oso. Aquel peluche era el más bonito del mundo. Era suave, demasiado perfecto, y estaba cosido con la tela más chachi del mundo. 

            La pequeña convirtió al peluche en su mejor amigo, aunque su madre en un inicio concibió imposible que le gustara siendo tan feo. «¡El señor Oso es el príncipe más precioso del mundo!», solía proclamar Annie. Y como príncipe hizo que su madre le cosiera una corbata para que estuviera elegante.

             Quizá su madre se habría comportado de manera diferente si hubiera conocido el secreto de Annie: a la pequeña le gustaba tanto el oso porque desde el primer momento en el que lo vio se dio cuenta de que estaba vivo.




 
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