Annie la guerrera




           La pequeña Annie tuvo miedo del malvado universo al que había ido a parar. Aquel lugar era como una macabra escenificación de su cuarto, que pretendía arrebatarle cualquier ápice de valor que se había infundado. Su cama se convirtió en un océano de sábanas y pirañas con cuerpo de almohada; su estantería de cuentos desplegables metamorfoseó hasta ser una inmensa y espesa selva, poblada por personajes de tinta y liderada por la Reina de Corazones; su armario cambió hasta ser una amedrentadora cueva oscura en la que se ocultaban polillas gigantescas y otros seres temerosos; y, finalmente, su escritorio se llenó de aterrorizadores monstruos armados con lápices Alpino.

           Annie pensó que era imposible salir ilesa de aquel lugar: que obviamente, su diminuto cuerpecito no era capaz de competir en fuerza y tenacidad con el de aquellos terroríficos seres. Así que se puso a llorar. De sus ojos salieron millones y millones de lágrimas: su llanto hizo eco en la zona hostil y continuó hasta que fue escuchado en Marte y Venus. Deseó, con aquellas lágrimas de niña indefensa, tener suficiente valor como para luchar. Quiso ser una guerrera; una heroína como Mulán o Pocahontas, sus princesas Disney favoritas.

           Repentinamente, Annie sintió calor; una fuente relajante y reconfortante de calor. Y se sintió fuerte. Y supo que estaba lista para enfrentarse contra todo aquello que le plantaran en su camino. Aquella ola de calor la convirtió en una poderosa luchadora capaz de enfrentarse contra la furia de un Titán sin despeinarse. La pequeña entornó sus ojos y, con toda la determinación con la que pudo hacer acopio, se preparó para su batalla. 

           Lejos, muy lejos; en algún lugar imposible de
 localizar por nuestra protagonista,
 estaba el invencible Señor Oso
 preocupado por no haber cumplido
 su promesa de estar siempre a su lado.




Reflejos de hiel I


          Annie se acurrucó con fuerza contra la cabeza del señor Oso. Había anochecido y la promesa del amanecer todavía estaba demasiado lejana como para que pudiera relajarse. Su habitación se había transformado en una cueva oscura repleta de sombras que, a ojos de la pequeña, pretendían atacarla y arrastrarla fieramente a algún pozo de pesadillas y miserias.

          El señor Oso apretó imperceptiblemente sus bracitos acolchados sobre el cuerpo de Annie a modo de abrazo. Sus ojitos de botones contemplaron todo su alrededor desafiantemente; con la intención de interceptar a algún enemigo que pudiera acercarse a atacarlos.

          —Tengo miedo… —balbuceó Annie suavemente al oído del peluche—. Hay ojos; veo muchos ojos. Y nos miran…

          El señor Oso trató con todas sus fuerzas que la pequeña se sintiera segura pero, desgraciadamente, no surtió efecto. Annie empezó a temblar entre sus sábanas y sus expresivos ojos se humedecieron de lágrimas.

          —No nos paran de mirar. No sé qué hacer… Ayúdame —imploró con sus párpados cerrados al señor Oso.

          Repentinamente, todo empezó a dar vueltas y vueltas. Las mantas bajo las que descansaban se transformaron en un océano inmenso y bravo que tenía en su centro un apabullante remolino que absorbió las sábanas y el colchón. Y siguió ingiriendo cosas; desde el escritorio hasta los juguetes de la chiquilla. Y, cuando finalmente no le quedaron cosas cercanas que engullir, fue a por Annie. El malvado remolino empleó todo su empeño para llevarse consigo a la pequeña, que emitió un chillido estremecedor y agonizante antes de desaparecer a través de él.

          El señor Oso, impotente, pensó qué podría hacer. Su cuerpecito inerte y descompensado no podía moverse lo suficiente como para rescatarla. Así pues, hizo acopio de todas sus fuerzas e intentó moverse una milésima de centímetro para ponerse en la trayectoria del remolino. No lo consiguió. No obstante, para su fortuna, aquel agujero pretendía absorber hasta el parqué y el empapelado del cuarto, así que, tras un minuto de espera, él también fue objetivo del remolino.

          Cuando lo tragó no pudo pensar en otra cosa que no fuera en su culpa. Pobre Annie; ojalá no le hubiera pasado nada. Le prometió que sería su guerrero: su salvavidas. Y ahora… Y ahora en sus botones refulgía la tristeza e impotencia tras no haber impedido la desaparición de la chiquilla.



La habitación de la niña



                 La niña se mantuvo sentada sobre su cama con sus diminutos ojos viajando a lo largo de toda su habitación. Se sentía enana rodeada por aquel inmenso mobiliario que le había puesto mamá para decorar su cuarto. Tenía un armario enorme que cubría casi toda su pared derecha, el cual no estaba lleno ni a la mitad de su capacidad con prendas de la chiquilla: la mayoría de la ropa que se podía hallar en él eran trapos de su madre que dejaba ahí olvidados porque no le cabían en su dormitorio. Por otro lado estaba su escritorio que se comía el espacio restante que quedaba de su pared derecha. Sobre él tenía su preciado ordenador, un tanto viejo, y montones de papeles repletos de dibujos y fragmentos de historias que a su corta edad construía. Y, finalmente, estaba su cama; su amedrentadora cama. Su cuerpo descansaba sobre ella de manera incómoda, como si a pesar de las noches que hubiera pasado durmiendo sobre su estructura siguiera siendo un colchón y una colcha desconocidos para la pequeña.

                 La niña consideró que era extraño que cuando estuviera en aquellas cuatro paredes se sintiera tan indefensa y ajena a ellas. ¿Por qué le ocurría aquello?, ¿acaso no era merecedora de encajar en su propia habitación? Era como... Como si estuviera maldita. Le daba la sensación de que aquellos muebles, fríos y distantes, pretendían absorber su alma cuando dormía y, con ello, dejar de ser objetos inanimados sin valor. Como consecuencia de aquellas ideas, a la chiquilla le costaba sobremanera pasar las noches. Cada crujido que escuchaba o sombra que veía agazapada en la penumbra era motivo de su desconfianza y terror.

                 El resultado de aquello fue el de una preadolescente de catorce años durmiendo en el cuarto de su madre. Reconfortada por saber que nada ni nadie podría hacerle daño siempre y cuando no estuviera sola.




 
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