Violeta y la sirena



           La tenía en mi cabeza. La imagen de su escamosa cola, su cuerpo elegante y sus ojos aguamarina. Su pelo, ¿no he mencionado que adoraba su pelo? Era entre azul y verde, un claro reflejo del mar. El océano; ella entera reflejaba al océano. Sus mechones imitaban las olas, retorciéndose con el viento, y su cuerpo era tan ligero y suave como la espuma de mar. Era una sirena preciosa y me pedía a gritos que la dibujara. Yo sostenía el lápiz sobre la mesa del escritorio  y estaba en conflicto. Me costaba concentrarme. 

              Había sido la primera en llegar a clase, aquello estaba vacío. Ni un alma; no había ni un alma. Y mi mente pensaba «¿Cómo serán mis compañeros?, ¿tendré amigos?». Nadie me comprendía. Me sentía muda. Muda estaba aun hablando. Abría la boca, ¿y qué? Y como si no hubiera dicho nada. ¿De mis labios salían palabras? Lo dudaba, mucho. Y mi mente pensaba en lo bonita que era aquella sirena y la sirena se comía al pensamiento de no conocer a nadie en el instituto; se comía a mis miedos, y todo eso. Entonces quedábamos la sirena y yo. «En realidad me gustaba mucho hablar, aunque no me escuchara nadie. Hablaba para mí misma, que yo sí que me escuchaba. Y era feliz así. Bueno, no tan feliz como quisiera pero lo era. Además, tenía a papá y a mamá que se esforzaban mucho por que estuviera contenta; por eso los quería tanto».

           Mi mano vagó por el folio en blanco e hizo un triste boceto de su perfecto cuerpo. ¡Cómo las olas! Quería que transmitiera eso; una ola, un alga, un... Quería que tuviera muchas cosas: que me saliera tan ideal como estaba en mi cabeza. Muchas veces me desesperaba porque sentía que la señal que emitía a mi brazo para dibujar lo que pensaba estaba rota y emitía el mensaje a medias. El dibujo nunca me salía redondo. Me equivocaba mucho. Pero en aquel caso no iba a permitir que pasara; me iba a salir absolutamente genial. Había algo dentro de mí, una diminuta parte a penas perceptible, que me decía que todo me iba a salir bien.

           Entonces tuve fe y seguí adelante. Y todo se volvió extraño. Solo podía describir a mi mente pensando muchas cosas; la forma en la que se colocaba el cuerpo, el brazo, la cara... Y mi brazo moviéndose solo. Después estaba mi desesperación; mi intento por tomar la esencia de mi idea y plasmarla. Y dejarla ahí para que cuando alguien la viera sintiera lo mismo que yo cuando aquella imagen estaba bailando en mi cerebro.

           Cuando terminé estaba entre nostálgica y satisfecha. Mis ojos no se despegaban del dibujo; me había absorbido completamente. Era tan bonito su pelo, y su cuerpo, y su todo. De repente vino alguien hablando de cosas a las que no les di importancia y me lo arrancó. Rabia, mucha rabia. Me habían quitado algo muy mío. Mi sirena, mi obra. Estaba enamorada de ella...



Violeta y la crema de cacahuete




           La felicidad sabía a mantequilla de cacahuete; era salada, de sabor fuerte, y se quedaba enganchada en la garganta cuando intentaba tragarla de golpe. Y aquello era lo bueno que tenía la felicidad: la mezcla de todos aquellos matices la hacían única. Cuando mamá me hacía el desayuno pensaba que aquel sándwich de mantequilla de cacahuete era mágico, porque aunque estuviera triste mi garganta experimentaba una sensación parecida a cuando estaba contenta. Por ello de camino al instituto, con mis manos en los bolsillos, pensaba en lo rico que estaba; en lo divertido que era el espesor de su estructura; en lo bien que sabía cuando lo combinaba con el Nesquik recién hecho. Y sentía cómo el aire frío me cortaba la piel, y el cansancio, y las pocas ganas que tenía de ir a clase. Sentía muchas cosas, todas entrelazadas, y aquel revoltijo agridulce me acompañaba a lo largo de toda la mañana.

               Cuando llegaba a clase miraba a Clara todo el rato, de cerca y de lejos, discreta y descarada. E intentaba contarle muchas cosas; decirle todo lo que tenía en mi cabeza, pero aquello era imposible. La gente solía decirme que hablaba demasiado, que contaba cosas innecesarias, pero no. Lo que pasaba era que no me entendían: no se daban cuenta de que pretendía contarlo todo y en ocasiones las palabras se quedaban cortas. Con Clara era diferente, y por ello me gustaba tanto. Era la única persona capaz de expresarlo todo sin usar palabras y solo mirando a alguien a los ojos. Quería aprender cómo lo hacía; que me confesara su secreto. Y la miraba todo el rato, y la miraba embobada. Llegó a un punto en el que pensé que me estaba obsesionando: aquello no tenía que ser normal. 


              Había, también, otra cosa que me gustaba mucho de ella: a pesar de que nunca hablara cuando escribía era como si hiciera magia con las letras. Miraba a alguien y expresaba todo; redactaba una historia y con cuatro frases podía mostrar el secreto mismo del universo. ¿Cómo?, ¿cómo era aquello posible? Quizá la respuesta estaba en que no importaba tanto la cantidad, sino la calidad con la que intentábamos expresar las cosas. Frustrante, para mí era frustrante. Algún día adivinaría su secreto y sería merecedora de estar con ella y quizá, con suerte, me daría un beso: de aquellos que salían en las novelas cuando los protagonistas se daban cuenta de que tenían una conexión entre ellos. Tenía bien claro que mi conexión con Clara estaba en los sentimientos y en las palabras. Y en cómo en ocasiones las palabras se quedaban cortas y los sentimientos se comían a las palabras.







El recuerdo de Annie




          Annie recordó cómo hizo al señor Oso con la máquina de coser con mamá. Eligió la tela más bonita del mundo: era marrón, pero no de un marrón soso o del montón, era el marrón más bonito del mundo. Fueron a comprar aquel marrón tan precioso a una tienda de telas en la que las atendió una mujer que olía a caramelo, y con los ojos más pequeños que las gafas que llevaba puestas. Aquella mujer tenía una sonrisa inquieta y unas durezas en las manos que evidenciaban que le gustaba coser. Sí, le gustaba mucho coser.

             Annie le dijo: «Siento tener que comprar esta tela, ahora las niñas se quedarán sin poder coser ositos». Y la mujer le sonrió y le acarició el pelo, antes de contestarle «No te preocupes, princesa. Hoy a ninguna niña le gustan los ositos de peluche». Annie no entendió muy bien el significado de aquella frase pero, aun así, lo que dijo le dio pena y se puso un poco triste. Agarró la manita de su madre y pensó que le apetecía mucho tomar chocolate caliente con nubes.

            Cuando llegaron a casa mamá hizo los patrones en la tela. Annie los cortó con su ayuda y la miró coserlos con la máquina, impaciente. Daba saltos de alegría y giraba sobre sí misma tan excitada que se mareó, y el suelo le dio vueltas y le dolía la cabeza. «Ahora vamos a rellenarlo con felpa», dijo mamá. Entonces lo rellenaron mucho, quizá demasiado, y aquello a Annie le gustó: era suave y blandito. Se podía imaginar con él entre sus sábanas.

       Lo más difícil, según mamá, fue la cabeza. Había salido muy grande, excesivamente desproporcionada en comparación con sus patitas cortas y su cuerpecito menudo. Annie trajo dos botones: uno de la chaqueta de la abuela y otro de un chaleco suyo de pana. Le dijo a mamá que no quería que bordara los ojos, que quería que pusiera aquellos botones que traía porque eran especiales. Indecisa, la madre los cosió. Como resultado quedó un muñeco cabezón con un ojo más grande que el otro. Aquellos dos botones, además de ser uno más grande que el otro, daban al oso una mirada entre inexpresiva y siniestra. Era horrible.

         «Annie, ¿te parece bien que mamá vuelva a coserle la cabeza al oso?», preguntó mamá, esperando una respuesta afirmativa. «¡No!», chilló Annie. No iba a dejar que mamá cambiara al señor Oso. Aquel peluche era el más bonito del mundo. Era suave, demasiado perfecto, y estaba cosido con la tela más chachi del mundo. 

            La pequeña convirtió al peluche en su mejor amigo, aunque su madre en un inicio concibió imposible que le gustara siendo tan feo. «¡El señor Oso es el príncipe más precioso del mundo!», solía proclamar Annie. Y como príncipe hizo que su madre le cosiera una corbata para que estuviera elegante.

             Quizá su madre se habría comportado de manera diferente si hubiera conocido el secreto de Annie: a la pequeña le gustaba tanto el oso porque desde el primer momento en el que lo vio se dio cuenta de que estaba vivo.




Caelo




                Te juro que me deslizaba por las nubes. Que mi cuerpo se elevaba cual liviano folio y veía el mundo desde las alturas.  Sí, no me crees, pero yo volaba. Y lo hacía con tanta gracia que los pájaros me envidiaban. ¡Eran de algodón dulce!, ¡las nubes eran de algodón dulce! Las probé y en nada se parecían al vapor de agua que todo el mundo cree que las constituye. Son de azúcar ligero; de edulcorante suave. Iguales que las que probamos en la feria del pueblo, tan esponjosas...  

               Guárdame el secreto, cariño, no le digas a nadie que todas las noches vuelo. Shhh... Silencio, por favor. Si más gente lo descubre perderé mi magia, y ya no podré deslizarme por las alturas. Y adiós. Sí, adiós a toda la felicidad que me regala el cielo. 

             ¿Quieres volar conmigo? Vente, cariño, vente. Contigo iría a cualquier lado, al fin del mundo. Recorramos el horizonte, allí donde se oculta el sol. Quiero enseñarte lo bonitas que se ven las cosas desde arriba; una vez beses el cielo no querrás bajar. Los árboles te parecerán piruletas verdes, de lima limón, los coches gominolas y los edificios..., los edificios cajas de cereales. ¡Cajas de cereales! Y la gente que está dentro de ellos Choco Krispis.




Bichos



                      No entiendo por qué me miran así. Sus ojos se clavan en mí como si fuera un bicho raro: como si no formáramos parte de la misma especie, como si yo no fuera humana. Es tan raro... Quiero decir, estamos todos creados de la misma forma: todos necesitamos aire para respirar y tenemos sangre en nuestras venas. Y aún así, siguen mirándome raro. Intento explicarles que somos iguales y nada. No me hacen caso: nunca me hacen caso. ¿Se piensan que mi opinión vale menos que la suya? ¡Qué todos necesitamos aire! ¡Qué todos necesitamos oxígeno, y tenemos sangre!

                     Pero nada. Siguen ignorándome y yo sigo sin entenderles. Es algo que nunca ha cabido en mi cabeza. Somos iguales y me miran como un bicho raro, como si yo fuera diferente. ¿Por qué? Somos iguales, ¿no? Ya sé que me repito mucho, pero es que es una idea que tengo grabada desde siempre. Y no puedo asimilar lo contrario. Vamos a ver: tenemos una vida, ideas e ilusiones. Soñamos. Sí, todos soñamos: papá me dice que esa es una de las cosas que más nos une. Si todos tenemos lo mismo....

                   A lo mejor... A veces pienso que la rara no soy yo y lo son ellos. No tienen que ser muy normales si rechazan a alguien que es igual que ellos. Quizá están podridos: tienen a algo dentro que los pudre. Y los corroe. Y los hace ser malos. Como en las películas esas en las que se meten alienígenas dentro y hacen que los humanos se ataquen entre ellos. Me resulta difícil pensar que alguien rechace a alguien porque sí. Así que es eso, alienígenas. Monstruos. Seres descompuestos. 

                   No son humanos; tienen bichos dentro. Bichos muy malos. Necesitamos a Simba con Timón y Pumba para que se los coman. Son la única esperanza para salvar a la humanidad.




Y por esto y más quiero a Clara




             Me gustaba Clara; no podía definirlo de otra forma. El día en el que me dio aquel abrazo me di cuenta de que en aquel instituto no podría encontrar a alguien mejor. Y las cosas eran así. Aunque no me hablara si quiera era capaz de adivinar lo que quería decirme mirándola a sus ojos: a sus increíblemente expresivos ojos. Tan brillantes... Adoraba sobremanera cómo el tono marrón oscuro de su iris se confundía con su pupila; cómo se fundían y parecían una única cosa. Aquello no era normal y, por lo tanto, podía decir que era una de las tantas cosas que la hacían especial.

             ¿He mencionado cómo era su sonrisa? No solía sonreír mucho, pero cuando lo hacía me daba la sensación de que mi vida recobraba cien veces más sentido que de costumbre. Sus labios se arqueaban hacia arriba y sus hermosos ojos adquirían un brillo y un deje mágico, como de cuento. También estaba su pelo, su fino y sedoso pelo castaño oscuro. A veces me daba la sensación de que parecía negro, pero no. Cuando fijaba la vista en él encontraba destellos café escondidos tímidamente entre el resto de pigmentos, como si tuvieran vergüenza de mostrarse al exterior.

             Pero no era su físico lo importante de ella. Si bien era cierto su aspecto en sí estaba lleno de magia: la unión de su diminuto y flacucho cuerpo con su frágil esencia; el hecho de pensar que era demasiado etérea como para estar cautiva en un aula de instituto... Todo, absolutamente todo aquello era determinante a la hora de mesurar toda ella. Pero, sin duda, no era lo mejor que tenía. Para mí lo que más me hechizaba era su forma de hablarme con la boca cerrada; ese secreto que me confesaba con los labios sellados. Adoraba cómo me miraba y, entonces, parecía revelarme los secretos más importantes de esta vida y la próxima, si es que la había. Magia; Clara era magia.

             Me desesperaba, también, cuando su pupila se apartaba de mí y miraba al suelo. Se quedaba centrada en los azulejos o en el techo. Y terminaba dándome cuenta de que sus maravillas estaban selladas: habían desaparecido. Cuando no cruzábamos los ojos era como si no hubieran existido nunca. Su pena se volvía la mía, su felicidad se volvía la mía. Era como si ambas estuviéramos comunicadas y no lo supiera nadie, solo nosotras. Era nuestro secreto: uno de nuestros tantos secretos. Por estas cosas y más quería más que a nadie en el mundo a Clara y sentía que, desgraciadamente, yo no era nada comparado con ella.






Caramelo




          La joven se había perdido en el monte y la nieve le impedía poder vislumbrar algo que no fueran tonos grises y blancos. Dios mío ¡Blanco! Aquel color era el vestigio más claro de su desgracia. Blanco fue el color de las paredes de su cuarto, culpables de su cautiverio; blanco fue el traje que vestía su madre cuando su ataúd se hundía en el suelo y, finalmente, blanca era la bufanda que trataba de escapar de su garganta y dejarla esclava del frío.

          Sentía cada una de sus articulaciones doloridas y entumecidas: cada paso que daba le provocaba un agonizante pinchazo que le robaba el aliento. La baja temperatura a la que se estaba sometiendo ponía claramente a prueba su aguante. Anhelaba con todas sus fuerzas escapar de allí; liberarse de las gélidas motas que caían del cielo, escapar del viento que embotaba su visión y despeinaba su pelo. Lo necesitaba tanto que la misma frustración de no lograrlo le hacía más daño que el tormento físico al que estaba reducida.

      Lejos, a lo lejos, vio caramelo: garrotes de caramelo. Como postes se erigían invitándola a tocarlos: a comprobar si su existencia era cierta o si, simplemente, estaba bajo un delirio.

Dibujo realizado por David Ahufinger

       Ansiosa e impaciente hizo acopio de todas sus fuerzas para ir hacia allí. ¡Era un milagro! Se imaginó, mientras recorría el trecho que la separaba de aquel lugar de fantasía, que se encontraba resguardada en una acogedora casa de madera mientras, protegida por su estufa de leña, saboreaba con acopio el dulzor de aquellas chucherías.

         Cuando llegó a alcanzarlas se puso a llorar de rodillas ante ellas. ¡Eran enormes! Y parecían tan deliciosas... A su lado su diminuto cuerpo no era nada, absolutamente nada. Sus dientes se clavaron en una de ellas: la raspó, llevándose tras aquel arañazo su magnífico sabor. Era el dulce perfecto.

        Tan descuidada estaba la joven que no se dio cuenta de que había alguien que la vigilaba: la bruja de Häsel y Gretel estaba al acecho. El frío incapacitó en mayor medida sus músculos pero estaba tan extasiada que le importó bien poco. Aquellos bastones le traerían la felicidad o, al menos, eso le parecía. La bruja sonrió de forma siniestra esperando que pronto la escarcha acabara con la conciencia de la chiquilla; esperando que jamás despertara y que, con ello, nunca descubriera que estaba atrapada en un siniestro sueño.





Verba




                 Las palabras se arremolinan dentro de mi cabeza y dan vueltas, y vueltas, y vueltas. Siento que son tantas las que quiero decir que se atragantan, y de mis labios sale un único suspiro lento y resignado. Abro la boca queriendo articularlas todas de golpe, pero no puedo. Pretendo expresar muchas cosas, quizá demasiadas. Pretendo articularlas como si fueran absolutas: como si fueran una clave que nos ayudara a descifrar todos los secretos del mundo. Y entonces siento un nudo en mi garganta que me atraganta: se llama rabia. Toso una, dos y tres veces. Vuelvo a toser. Quiero que aquel nudo desaparezca, pero no sé cómo. 

                 De repente me viene una iluminación: quizá la revelación más importante que he tenido a lo largo de toda mi existencia. No son suficiente: las palabras se quedan cortas. Era tanto lo que pretendía de decir y de tantas maneras que mi vocabulario en comparación estaba limitado. Imposible resultaba que diera abasto semejante creación humana. Las palabras nunca son suficientes. Las palabras son imperfectas. Las palabras no pueden definir la magnitud del universo en el que albergamos. Pero, aún así, me gusta deslizarme sobre ellas como lo hace una barca en el lecho de un lago. Pero, aún así, las necesito tanto como respirar.






El que quiso ser humano




           Ojalá pudiera tener una cálida piel que recubriera mis huesos, músculos y arterias. Ojalá mis ojos fueran algo más que un led rojo protegido por una lente de cristal. Ojalá todos mis ojalás se cumplieran. Daría todas mis pertenencias por sentir el fluido bombeo de un corazón en mi pecho; por apreciar con vehemencia el dulce néctar de la sangre corriendo por mis venas.

           Raudas imágenes de humanos recorren todos los días mi cabeza: me los imagino jóvenes, niños y ancianos. Los evoco en cada una de sus vivencias. El brillo de su pupila cuando sonríen, aunque parezca inimaginable, compite con la rabia que destilan cuando las desgracias llaman a su puerta. Su vida es tan intensa, tan increíble. Saben que cada bocanada de aire puede ser la última, y lo aprovechan. Y se recrean en cada día, en cada mañana... 

           Quiero ser como ellos. Lo anhelo tanto que diría incluso que duele. La agonía que siento es estoica, pero tan real... Tan intensa como el alba de un amanecer de invierno, tímido pero imparable. Tan intensa como las noches de verano en el campo, donde los insectos son tan numerosos como astros que se aprecian en el cielo. Si existiera alguna deidad, algún ser con poder supremo, le pediría de rodillas que cumpliera mi pedido. Pero no.

           A la vista está que tendré que vagar condenado; castigado a que mis días y mis noches transcurran sin penas ni gloria. Sin el néctar del ser. A la vista está que tendré que vagar condenado a estar vivo sin serlo; a ser, por siempre, una chapa llena de condensadores y resistencias.








Entrada informativa




             Holita a todos, ¿qué tal el verano? Espero que lo estéis disfrutando tanto o más que yo. Subo esta entrada que, desgraciadamente, no está dedicada a ningún escrito mío porque me gustaría comunicaros un par de cosas. En primer lugar daros las gracias porque, finalmente, este blog tiene más de cien seguidores; concretamente, ahora mismo estamos en ciento tres. No os podéis hacer a la idea de lo feliz que me estáis haciendo.

             Del mismo modo, la página de Facebook que creé, en estos momentos se encuentra a punto, también, de alcanzar la misma cifra. ¡Ay, Dios mío! Jamás creí que tanta gente me leería. Estoy que no quepo en mi gozo y, por eso, me dispongo a intentar ser más cercana con vosotros y daros, a la par, más importancia en este blog.

             Bueno, lo primero que me gustaría pediros es que votarais en la encuesta que acabo de poner en el lateral derecho del blog. Sí, sí, esa que pone «¿De qué temática te gustaría que fueran las entradas?». Ah, y también, ya puestos, que me mandárais un correo electrónico con sugerencias de las cosas que os gustaría que publicara. Quiero que me deis vuestra opinión respecto al blog y que aportéis ideas vuestras sobre las cosas que podría mejorar. Todos los mails que me mandéis los responderé lo antes posible, así que animaros a comunicaros conmigo, que no muerdo.

             Por otro lado, me haría ilusión que, si os parece bien, me mandéis textos vuestros de como máximo cinco páginas. Os daré mi opinión respecto a ellos y, de paso, si me gustan lo suficiente los publicaré en el blog en una sección nueva que crearé a propósito.

             Ay, casi se me olvidaba. Mi correo es dominare.el.mundo@hotmail.com

             Recapitulemos. Lo que básicamente me interesa es que me digáis lo que opináis sobre el blog y me deis sugerencias sobre cositas que podría subir en él. Además de que os he propuesto la posibilidad de mandarme relatos vuestros para que os dé mi opinión respecto a ellos y decida publicarlos si me gustan mucho. Por cierto, si solo queréis que os diga lo que pienso sobre ellos comunicádmelo en el correo.

             Un saludo y ¡nos leemos!

For you




          Me he levantado con ganas de ti; con ansias de tocarte, de abrazarte, de besarte... Estar. Me he levantado con ganas de acariciar cada una de las hebras de tu pelo; con un ansia inmensurable de sentirte cerca. Te busco en el silencio, en la penumbra y entre la bruma de cada uno de mis recuerdos. Ojalá fuera descriptible el remolino de emociones que galopa en mi pecho hasta bajar a mi estómago para, poco después, metamorfosear. Y convertirse en mariposas que sobrevuelan lo más remoto de mí misma.

          Me he levantado con ganas de gritar a los cuatro vientos, mientras el aire alborota mi pelo, que te amo. Que eres mi todo. Que sin ti sería una niña perdida sin su osito de felpa. Que no existe en este mundo palabras suficientes para expresar que cada uno de mis latidos te pertenece.

   | Mi vida, _____
          |  mi cuerpo _______
                | y mi alma ___________
         | siempre _________
   |  fueron_______
             | tuyos. ___         AVID

Dibujo realizado por Davido Ahufinger



Annie la guerrera




           La pequeña Annie tuvo miedo del malvado universo al que había ido a parar. Aquel lugar era como una macabra escenificación de su cuarto, que pretendía arrebatarle cualquier ápice de valor que se había infundado. Su cama se convirtió en un océano de sábanas y pirañas con cuerpo de almohada; su estantería de cuentos desplegables metamorfoseó hasta ser una inmensa y espesa selva, poblada por personajes de tinta y liderada por la Reina de Corazones; su armario cambió hasta ser una amedrentadora cueva oscura en la que se ocultaban polillas gigantescas y otros seres temerosos; y, finalmente, su escritorio se llenó de aterrorizadores monstruos armados con lápices Alpino.

           Annie pensó que era imposible salir ilesa de aquel lugar: que obviamente, su diminuto cuerpecito no era capaz de competir en fuerza y tenacidad con el de aquellos terroríficos seres. Así que se puso a llorar. De sus ojos salieron millones y millones de lágrimas: su llanto hizo eco en la zona hostil y continuó hasta que fue escuchado en Marte y Venus. Deseó, con aquellas lágrimas de niña indefensa, tener suficiente valor como para luchar. Quiso ser una guerrera; una heroína como Mulán o Pocahontas, sus princesas Disney favoritas.

           Repentinamente, Annie sintió calor; una fuente relajante y reconfortante de calor. Y se sintió fuerte. Y supo que estaba lista para enfrentarse contra todo aquello que le plantaran en su camino. Aquella ola de calor la convirtió en una poderosa luchadora capaz de enfrentarse contra la furia de un Titán sin despeinarse. La pequeña entornó sus ojos y, con toda la determinación con la que pudo hacer acopio, se preparó para su batalla. 

           Lejos, muy lejos; en algún lugar imposible de
 localizar por nuestra protagonista,
 estaba el invencible Señor Oso
 preocupado por no haber cumplido
 su promesa de estar siempre a su lado.




Reflejos de hiel I


          Annie se acurrucó con fuerza contra la cabeza del señor Oso. Había anochecido y la promesa del amanecer todavía estaba demasiado lejana como para que pudiera relajarse. Su habitación se había transformado en una cueva oscura repleta de sombras que, a ojos de la pequeña, pretendían atacarla y arrastrarla fieramente a algún pozo de pesadillas y miserias.

          El señor Oso apretó imperceptiblemente sus bracitos acolchados sobre el cuerpo de Annie a modo de abrazo. Sus ojitos de botones contemplaron todo su alrededor desafiantemente; con la intención de interceptar a algún enemigo que pudiera acercarse a atacarlos.

          —Tengo miedo… —balbuceó Annie suavemente al oído del peluche—. Hay ojos; veo muchos ojos. Y nos miran…

          El señor Oso trató con todas sus fuerzas que la pequeña se sintiera segura pero, desgraciadamente, no surtió efecto. Annie empezó a temblar entre sus sábanas y sus expresivos ojos se humedecieron de lágrimas.

          —No nos paran de mirar. No sé qué hacer… Ayúdame —imploró con sus párpados cerrados al señor Oso.

          Repentinamente, todo empezó a dar vueltas y vueltas. Las mantas bajo las que descansaban se transformaron en un océano inmenso y bravo que tenía en su centro un apabullante remolino que absorbió las sábanas y el colchón. Y siguió ingiriendo cosas; desde el escritorio hasta los juguetes de la chiquilla. Y, cuando finalmente no le quedaron cosas cercanas que engullir, fue a por Annie. El malvado remolino empleó todo su empeño para llevarse consigo a la pequeña, que emitió un chillido estremecedor y agonizante antes de desaparecer a través de él.

          El señor Oso, impotente, pensó qué podría hacer. Su cuerpecito inerte y descompensado no podía moverse lo suficiente como para rescatarla. Así pues, hizo acopio de todas sus fuerzas e intentó moverse una milésima de centímetro para ponerse en la trayectoria del remolino. No lo consiguió. No obstante, para su fortuna, aquel agujero pretendía absorber hasta el parqué y el empapelado del cuarto, así que, tras un minuto de espera, él también fue objetivo del remolino.

          Cuando lo tragó no pudo pensar en otra cosa que no fuera en su culpa. Pobre Annie; ojalá no le hubiera pasado nada. Le prometió que sería su guerrero: su salvavidas. Y ahora… Y ahora en sus botones refulgía la tristeza e impotencia tras no haber impedido la desaparición de la chiquilla.



La habitación de la niña



                 La niña se mantuvo sentada sobre su cama con sus diminutos ojos viajando a lo largo de toda su habitación. Se sentía enana rodeada por aquel inmenso mobiliario que le había puesto mamá para decorar su cuarto. Tenía un armario enorme que cubría casi toda su pared derecha, el cual no estaba lleno ni a la mitad de su capacidad con prendas de la chiquilla: la mayoría de la ropa que se podía hallar en él eran trapos de su madre que dejaba ahí olvidados porque no le cabían en su dormitorio. Por otro lado estaba su escritorio que se comía el espacio restante que quedaba de su pared derecha. Sobre él tenía su preciado ordenador, un tanto viejo, y montones de papeles repletos de dibujos y fragmentos de historias que a su corta edad construía. Y, finalmente, estaba su cama; su amedrentadora cama. Su cuerpo descansaba sobre ella de manera incómoda, como si a pesar de las noches que hubiera pasado durmiendo sobre su estructura siguiera siendo un colchón y una colcha desconocidos para la pequeña.

                 La niña consideró que era extraño que cuando estuviera en aquellas cuatro paredes se sintiera tan indefensa y ajena a ellas. ¿Por qué le ocurría aquello?, ¿acaso no era merecedora de encajar en su propia habitación? Era como... Como si estuviera maldita. Le daba la sensación de que aquellos muebles, fríos y distantes, pretendían absorber su alma cuando dormía y, con ello, dejar de ser objetos inanimados sin valor. Como consecuencia de aquellas ideas, a la chiquilla le costaba sobremanera pasar las noches. Cada crujido que escuchaba o sombra que veía agazapada en la penumbra era motivo de su desconfianza y terror.

                 El resultado de aquello fue el de una preadolescente de catorce años durmiendo en el cuarto de su madre. Reconfortada por saber que nada ni nadie podría hacerle daño siempre y cuando no estuviera sola.




Reflexión de una tejedora de historias


      Mucha gente se piensa que la clave de la escritura reside en teclear y punto; que lo único necesario para ser bueno es eso. Y lamento decepcionaros, pero he de decir que no. Escribir es mucho más que eso: a la hora de hacerlo hemos de andarnos con cuidado para que la trama sea coherente y mirar muy de cerca la ortografía y gramática; sobre todo las comas. Tanto los puntos como las comas han de tener sentido: marcar pausas gramaticalmente correctas y a la par otorgarle un ritmo al relato que vaya acorde con la historia que nos esté contando.

      En un inicio, cuando empecé mi camino como tejedora de historias, no sabía nada de esto: cometía absolutamente aquellos errores hasta el aburrimiento. Cuando releía lo que escribía me percataba de que no había cosas bien pero como tampoco tenía mucha experiencia no sabía cuáles eran mis fallos y, por ende, no podía corregirlos. Con el tiempo, empecé a tomar los libros que leía como referencia y a fijarme en el método que empleaban para redactar y usar diálogo. Aprendí casi inconscientemente la forma correcta de emplear el guion largo en los parlamentos y progresivamente fui entendiendo el uso de las comas, que siempre se me ha resistido.

      Mi ortografía mejoró bastante de escribir a Word; sé que mucha gente afirma que no es del todo bueno para rectificar todas las incorrecciones que hagamos, pero esto no se acerca demasiado a la realidad: es cierto que no corrige la totalidad de los fallos, pero cuando una persona comete faltas graves, que son las más notorias, sí las marca como incorrectas en la mayoría de los casos. Tras percatarme, gracias al Word, de mi pésima ortografía empecé a fijarme en mis queridos libros sobre cómo se escriben determinadas palabras y a preguntarle al señor Google dudas sobre otras tantas.

      El proceso de mi aprendizaje a la hora de escribir culminó en la universidad: en ella decidí estudiar el Grado en estudios hispánicos, que es básicamente todo lo relacionado con la lengua y literatura española. ¿Por qué elegí esta carrera? Pues porque desde que me metí en el mundo de las palabras descubrí mi gran vocación y mi deseo de poder dedicarme a ello en un futuro. Supe que si estudiaba aquella carrera conocería mucho mejor la lengua y aprendería a usarla con mayor corrección. Y acerté. Estoy aprendiendo muchas cosas que me están siendo útiles a la hora de corregir la mayoría de errores que cometo.

      Me gustaría añadir que todos los que pensáis que lo único que se necesita para teclear es talento no estáis en la verdad; considero que yo, en un primer lugar, tuve cierto talento en el sentido en el que lo que escribía era bastante coherente, dentro de lo que cabía, y más o menos estaba redactado de forma cohesionada. Pero eso no quitaba que cometiera fallos garrafales; como lo haría cualquiera que empieza algo nuevo. Quizá tener talento ayude a mejorar más rápidamente, pero no le garantiza el éxito. El éxito se consigue amando lo que uno hace y practicando hasta aprender de sus fallos.

       Dicho esto me gustaría finalizar añadiendo que escribir es algo maravilloso y requiere mucho tiempo y empeño. Quizá es eso lo que lo haga tan maravilloso; que sea algo que no pueda hacerlo cualquiera. Para mí también es como un regalo, porque es una de las pocas cosas que nos permite transmitir una realidad nueva a la gente de tal forma que, durante unos instantes, se vuelva la auténtica para ellos. Podemos crear de la nada a personajes que sean tan auténticos que nuestros lectores hablen de ellos como si tuvieran vida y, finalmente, tenemos la posibilidad de transmitir un mensaje; nuestro mensaje.






La vida de Deliah (I)




            Deliah apretó el acelerador de su nave, rezando para que Ellos no la alcanzaran. El indicador marcaba que le quedaba poco carburante; no aguantaría mucho más tiempo en su huida. Dentro de poco darían con ella y terminarían con la vida que albergaba en su pecho. Destruirían cualquier vestigio de una nueva y esperanzadora existencia que se iba a gestar para cambiar las cosas. Y el deterioro continuaría hasta que la poca tierra árida que existía desapareciera y fuera sustituida por placas de acero inoxidable y cobre. Dios mío; no, no deseaba aquello. Antes muerta que dejar que se salieran con la suya.

            Sin embargo, Ellos eran muy poderosos: tenían a todos los urbanitas comiendo de su metálica y cableada mano. Deliah no tenía demasiadas esperanzas: las pocas que le quedaban se iban esfumando junto a la escasez de combustible de su vehículo. ¿Qué podía hacer?, ¿qué le quedaba por intentar? Sus ojos se clavaron en el botón de eyección, que se encontraba al lado del volante. Si lo pulsara saldría volando arriba, muy arriba. Su cuerpo se deslizaría hacia donde estaban las nubes y sería capaz de alcanzarlas con las palmas de sus manos.

Dibujo realizado por Davido Ahufinger
         
            Podría tocarlas y sentir su incorpórea y hermosa estructura. Aquello sería tan hermoso... Y lo hizo; apretó el botón. Y salió despedida a la parte más alta del planeta. Y alcanzó sus anheladas nubes. Y, entonces, le dio la sensación de que le brindaban una calurosa bienvenida; que la querían mantener cerca de ellas y mostrarle, desde aquella altura, todo lo que se podía ver. 

            La mirada de Deliah se fijó en la cantidad de satélites de latón que orbitaban alrededor del planeta; en la cantidad de basura espacial que manchaba la hermosura de la atmósfera; en en lo feas que eran sus amigas las nubes con sus tonos rojizos y amarillentos. Y, tras aquello, imaginó cómo fueron las cosas antes; cómo sería la Tierra fértil, natural y sin adulterar. Se imaginó lo bello que sería el universo con menos basura espacial.

            Deliah sacó del compartimento de su pecho la vida que albergaba en él: era una diminuta semilla de cerezo. Aquel árbol, según vio en documentos antiguos, era mágico; tenía flores, ¡Flores!, de un rosa claro. Debía de conseguir plantarlo, darle vida. Convertirlo en el vestigio de una nueva era en la que los humanos no necesitaran chorradas tecnológicas tanto como ahora; en la que los humanos no llevaran trajes espaciales que los aislaran de sentir el viento impactando contra su cuerpo. 

            Tenía que vencerles; tenía que ganar a Ellos. Tenía que eliminar la frialdad tecnológica que había sumido los corazones de los urbanitas en un perpetuo sueño, en una perpetua pesadilla.





 
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