Caminando por la calle... [Parte II]




Antes que nada, ojela el anterior párrafo de la  primera parte, sino no sabrás a qué se refiere el inicio de la parte II.

Ambas estarían juntas muchos años, tantos que la mendiga habrá perdido ya la cuenta. Irían todos los días a clase y se sentarían juntas en la fila del centro; en una zona que no estuviera ni muy delante ni muy detrás, para no llamar la atención. Atenderían y serían buenas alumnas, puesto tendrían la motivación de, si sacaban lo bastante buenas notas, poder encontrar un buen trabajo y hacerse ricas; y vivir juntas en un caserón de techos altos: repleto de cortinas de seda china y óleos retratando puestas de sol.


También anhelarían con todas sus fuerzas viajar por el mundo y conocer las diferentes culturas de las rodean: comer platos extraños, portar ropas extravagantes y extasiarse por la inmensa variedad de idiomas y dialectos existentes, de los que tanto les habla su profesor de geografía. A Judith, sobre todo, le gustaría aprendérselos todos y errar por el mundo como lo haría un pirata; adentrarse en las profundidades de la humanidad y hacerse uno con ella. Beber de las diversidades existentes y basarse en ellas para volverse una persona mejor. Judith no quería ser únicamente española: quería convertirse en ciudadana del mundo; ser patriota de todos los lugares y de ninguno a la vez.

Pero para cumplir aquellos sueños de adolescentes jóvenes y dichosas les quedaba mucho trabajo, así que de momento solo podían aspirar a realizarlos dentro de su cabeza; donde nadie, jamás, podría interferir en ellos y decirles que lo único que hacían era construir castillos en el aire; tener aspiraciones que dos jóvenes, en aquella época, jamás podrían realizar.

Por aquel tiempo, se iniciaron los problemas en casa de la mendiga, a la cual, finalmente, se le abrieron los ojos ante su trágica realidad familiar. Dejó de vislumbrar a su padre como a una persona circunspecta y empezó a ver en él a un tirano digno de competir con el mismísimo Lucifer. En su niñez siempre pensó que su progenitor era callado porque no le gustaba demasiado hablar y relacionarse, y que no aparecía mucho por casa porque estaba plenamente entregado a su trabajo.

La madre de la mendiga, todas las noches, lloraba desconsoladamente. Y como consecuencia de ello, la joven sentía un dolor inmenso al verla así y no poder hacer nada por remediarlo. Quería ser capaz de quitar la pena de sus ojos y dibujar en ellos el brillo prometedor de la felicidad. La pupila de su madre, la cual heredó su hija, también tenía magia. No obstante, había algo mal en ella: estaba rota. Se había abierto una brecha enorme que dejaba que se filtraran todo tipo de sentimientos negativos. De modo que, si vislumbrabas sus ojos, eras engullido hacia un océano de ponzoña y hiel.

En diversas ocasiones, la mendiga buscó a su padre para pedirle, por favor, que no regresara tan tarde de trabajar porque mamá se pasaba la noche derramando lágrimas. Su padre, en respuesta, se ponía tieso como un palo y, seguidamente, se dilataban los músculos de sus brazos morenos. Acto seguido, sonreía a su hija, de una forma un tanto forzada, y le decía que le resultaba imposible volver más pronto del trabajo; que si lo hacía no ganaría el suficiente dinero como para llegar a fin de mes. La mendiga, entonces, le sonreía y le decía que lo entendía, y, seguidamente, le agradecía todo lo que hacía por mamá.

Aquellas noches, en las que la indigente hablaba con su padre, su mamá lloraba más fuerte. Eso la hacía sentir peor; le hacía pensar que papá tenía que echarle una charla a su madre, por su culpa, para convencerla de que no era necesario llorar.

Una noche, cuando le vino la primera regla, se levantó a las tantas de la madrugada, desvelada por el dolor que sentía en sus ovarios. No podía dormir y en su casa no había medicamentos para poder combatir su dismenorrea. Acudió a la cocina con la idea de tomarse un vaso de leche caliente, con la finalidad de que fuera una improvisada cura para su mal. Fue entonces cuando lo vio.

Mi mirada se centró de nuevo en la indigente y en su herida de la muñeca; esta vez ya entendía el porqué de ella. Se la hizo su padre; fue él. Suspiré, ahora frustrada por el hilo amargo de mis pensamientos; aquella mujer no se merecía sufrir esa pena, sino lo que de verdad necesitaba era ser feliz.

En aquel mismo instante, pude vislumbrar con toda la facilidad del mundo el sufrimiento de la mendiga adolescente; el dolor en sus mágicos ojos y la brecha que se abría en ellos, del mismo modo en el que le ocurrió a su madre. Aquel individuo, al que ya no se atrevería jamás a llamarle padre, estaba blandiendo entre sus manos una botella de cristal. Tenía la intención de lanzarla contra la cabeza de su madre, la cual pasó de ser la mujer amorosa con olor a bizcocho, a una niña desorientada, indefensa y perdida.

La mendiga gritó con todas sus fuerzas y se lanzó a parar el golpe sin pensarlo dos veces. De ese modo, su muñeca fue la mártir de su ataque.

Inmediatamente, dejé de pensar en aquella imagen; me hacía daño. No quería evocar más veces aquella turbulenta escena. Finalmente, descubrí cuál era el secreto de los ojos de la indigente y, a decir verdad, no me gustaba en absoluto lo que veía.



Y ahora debería de colocar una nota de autor pero, como no sé qué poner, he decidido que es mejor aporrear el teclado. Akjlkafjlksajflkjsldfjklsdjflkjdskfjskdf.

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