Remember II



Leer primera parte aquí.

El asesino, con reticencia, empezó a narrar la historia de Paola, pues aunque había ocurrido cinco años atrás podía recordarla con una nitidez increíble; como si acabara de acaecer pasadas unas horas.

Al asesino le habían encomendado matar a Paola, hija de la famosa familia Tattaglia, perteneciente a la Cosa Nostra.

Los Moretti, los cuales habían ordenado el asesinato de la chica como venganza hacia los Tattaglia, enseñaron al asesino numerosas fotografías de la joven para que de ningún modo se pudiera olvidar de su rostro. Paola era una chica no muy alta, delgada y de largo cabello azabache; al asesino le asombró la longitud de éste, el cual le llegaba hasta más de media espalda, cayendo suavemente sobre sus hombros.

Numerosas noches,
el asesino se había quedado pensativo vislumbrando los ojos de Paola en sus fotografías; eran verdes en la parte exterior y de diversos tonos que variaban entre el azul y el gris en la zona más cercana a la pupila habitualmente dilatada. Dicha pupila relucía de manera tímida sobre su iris, denotando una ternura e inocencia que recordaba al brillo de los ojos de los niños pequeños.

Cuando el asesino vislumbró a Paola en persona pensó que estaba en un sueño. Tan acostumbrado se encontraba a observarla en fotografías que su subconsciente la concebía únicamente como unos pigmentos en una hoja de papel. Dudoso, cayó en la cuenta que aquella chiquilla de dieciséis años de edad en lugar de ser una imagen que recibía por fax cada madrugada de parte de los Moretti, era su enemiga.

El asesino, en aquel instante, fue consciente de la magnitud de sus actos y pensó en echarse atrás y no eliminar a Paola. Pero entonces, ¿qué haría? Su familia estaba endeudada a más no poder, y de aquella manera podía saldar su cuenta pendiente y evitar que los Moretti hicieran daño a todos sus seres queridos. La situación estaba clara: o la vida de Paola o la de sus familiares.

Con pasos exteriormente seguros se aproximó a la chica, la cual se hallaba a espaldas suyas, haciendo cola para comprar algodón de azúcar. Estaban en la feria local y los guardaespaldas de la joven se encontraban en paradero desconocido. Según tenía entendido el asesino, a Paola no le agradaba ir con escolta; afirmaba que era renunciar a su intimidad, y por ello trataba de librarse en la mayor medida posible de la vigilancia impuesta por su padre y capo de los Tattaglia.

El asesino colocó su pistola con silenciador en la nuca de Paola, ésta al distinguir la boquilla fría del arma se puso rígida, temiendo lo peor.

—Cierra el pico si no quieres manchar a toda esta gente con tus sesos —espetó el asesino tratando que no le temblara la voz.

Paola no articuló palabra, y se dejó dirigir a un callejón
sin salida cercano a la feria . El asesino la colocó de espaldas a un contenedor negro el doble de alto que ella. Ahí no les podía ver nadie.

Paola se asustó por la apariencia del asesino. Era un tipo alto; mediría uno noventa, aproximadamente. Su cabello era oscuro, de un tono azabache. Sus ojos también eran igualmente oscuros; hasta el punto de no poder distinguir la pupila en ellos. Paola pensó que tal vez la iba a matar porque aquellas dos ventanas hacia su alma estaban vacías; para ella el asesino no era humano.

El asesino sacó el arma, oculta por la longitud de la manga derecha de su chaqueta de cuero negra. El cuero de la chaqueta crujió cuando el asesino movió su brazo para mostrar su pistola. Paola tragó saliva.

—¿Cuáles son tus últimas palabras?

Continuará.





Escúchame



Escúchame. ¿No puedes?

Deja que la lluvia lo cubra todo, que haga de velo protector entre ti mismo y tu alrededor. ¿Sabes lo sencillo que es llorar bajo el rocío de las nubes sin que nadie se dé cuenta? Nuestras lágrimas se mezclan con las gotas de la tormenta, y entonces, si lo deseamos, podemos aparentar ser felices delante de los demás.

Me gustan las tempestades marinas en las que el viento, los truenos y la caída de la lluvia me quitan la voz. Con ellas no tengo miedo de ser quien soy. Gracias a ellas no me esfuerzo en crear una careta para los demás; ese trabajo lo hace el diluvio por mí.

Escúchame. ¿No puedes?

Tal vez sea porque éste es un día encapotado en el que el cielo llora. Escucha chispear. Olvida mis palabras; deja que la lluvia te inunde. Descubre que todo lo demás carece de importancia.








Shit



La princesa Soledad se dio cuenta de que la mayoría de su dolor no era consecuencia de sus actos; ella sufría los golpes de los demás. Era el saco de boxeo de todos los errores de sus amigos y familiares; de las personas que la rodeaban, que actuaban sin pensar en que sus manejes podían repercutir en los demás.

La princesa Soledad se dio cuenta de que la amargura que cargaba a sus espaldas, a medida que acontecían los días, era más pesada. No tardaría en llegar el momento en el que la princesa cayera al suelo, incapaz de llevar encima tantas toneladas de angustia. Y entonces moriría por el peso de éstas. Y entonces podría descansar.

La princesa Soledad anhelaba encontrar amigos que la ayudaran con la carga de todos los malos momentos de su existencia; que le enseñaran a hacerlos pedazos y ser feliz. Pero la vida de Soledad no era sencilla, pues toda la gente de su alrededor se quitaba el peso de su espalda para endosárselo a ella frívolamente.








La señorita Ahufinger


La señorita Ahufinger se mantuvo callada, contemplando el rostro de su tío sin hablar; éste la miraba con desprecio, desquitando en la joven el odio que tenía hacia su hermano y padre de ella.

La señorita Ahufinger quiso gritarle y decirle todo lo que pensaba de lo que le hacía; proclamar que estaba hasta los cojones de sus gilipolleces y reprocharle su inmadurez al reflejar el cabreo que tenía con su hermano en ella, la única que no tenía nada que ver en el asunto.

Lo cierto era que la señorita Ahufinger ni siquiera había disfrutado teniendo un progenitor atento, pues jamás recordó que su padre ejerciera como tal o mostrara algún interés en ella. Y aún así, su tío la crucificaba afirmando que ella portaba el mismo rostro que su progenitor —siendo ello una burda mentira, pues ella era un calco a su madre—, y aseverando que tenía los mismos defectos que éste.

La señorita Ahufinger retenía sus lágrimas sin reclamar, ya que sabía que si abría la boca tenía las de perder. Y así acaeció la comida familiar en casa de su abuela; con la señorita Ahufinger sentada, vislumbrando su intacto y poco apetecible plato de arroz al horno con bacalao mientras su tío insinuaba que la joven tenía problemas de desnutrición como su padre al estar tan delgada y que era una niña rara, también por culpa de su padre.

Entonces fue cuando la señorita Ahufinger dijo «Hasta aquí», y tomó la determinación de cambiarse los apellidos.


Y seguidamente fue cuando se alegró al pensar que en cuanto hiciera todo el papeleo el «Ahufinger» materno no sería un mero apodo, sino pasaría a convertirse en un elemento fundamental de su DNI.




Remember



El asesino dejó el ramo de inmaculadas flores blancas sobre la fría lápida de Paola, seguidamente, se colocó de rodillas frente a la gélida sepultura de la chica, sacudiendo en el acto su cabello azabache; increíblemente liso y largo.

Los ojos avellana del asesino se mantuvieron fijos en el epitafio de Paola «Sustine et abstine», aquellas palabras significaban literalmente «Resiste y aguanta» y eran utilizadas por los soldados romanos en tiempos de guerra para hallar motivación en sus batallas. Aquellos vocablos le venían como anillo al dedo a Paola, pues eran la pura descripción de su vida.

El asesino, en todo aquel tiempo yendo a velar a la joven, había sido incapaz de conseguir vislumbrar la fotografía de la tumba de ella sin echarse a llorar; era como si aquel rostro femenino, fresco y dulce fuera el recordatorio de todos sus pecados, errores y culpas. Tal vez por ello hacía penitencia llevándole un ramo de rosas blancas cada domingo; trataba de conseguir su perdón.

El viento siseaba, jugando con las ramas de los cipreses; compañeros y testigos del errar lastimero, en aquel cementerio, del asesino. Dichos árboles, conectores del mundo de los muertos y del de los vivos, parecían estar en sintonía con las amargas lágrimas del tipo.

—¿Señor? —llamó una voz aguda e infantil desde la espalda del asesino. Era una niña de unos siete años de edad con la tez increíblemente pálida, tanto, que en ella se reflejaba el brillo de la luna. Sus ojos eran oscuros, de un negro profundamente vacío. Llevaba puesto un vestido morado, y en su cabello rubio platino tenía una rosa morada también, a juego con su ropaje.

—¿Qué haces aquí? —atinó a decir él con voz temblorosa; no se esperaba encontrar a una chiquilla sola a aquellas horas, en aquel lugar. Arqueó una ceja mientras la pequeña se acercaba dando saltitos hacia él.

—¿Dónde están tus padres? ¿Sabes que estar sin ellos a estas horas es peligroso? —inquirió él tratando de ocultar el rocío de sus ojos.

La niña no contestó, su única respuesta fue vislumbrar la lápida de Paola con curiosidad, balanceándose con los pies juguetonamente. Sonrió al asesino, el cual continuaba arrodillado frente a la tumba.

—¿Quién es ella? —demandó saber la pequeña con curiosidad, haciendo caso omiso a las preguntas del asesino. El asesino sacudió su cabellera.

—¿Dónde están tus padres? —insistió él cansinamente. La niña se encogió de hombros y jugó con la falda de su vestido.

—Les estoy esperando, pero me da la sensación de que tardarán en llegar —el asesino encontró un atisbo de cansancio y dolor en los ojos de la chiquilla. No hizo más preguntas, pero decidió quedarse con ella hasta que sus progenitores la reclamaran. Aquella pequeña no tuvo suerte con sus padres, pues al dejarla en aquel lugar desprotegida demostraban una clara dejadez hacia ella.

—¿Quién es la chica de la tumba? —volvió a insistir tirando de la camisa del asesino para llamar su atención—. Es muy guapa.

El asesino tomó aire; nunca había hablado con alguien de Paola y la idea de hacerlo con una nena demasiado inmadura para entenderle no le llenaba de dicha.

—Se llamaba Paola —dijo secamente.

La chiquitina puso morritos y frunció el ceño.

—¡¡Eso lo sé, bobo!! —le regañó—. Lo pone ahí —señaló la lápida—. Poco importan los nombres; son una manera absurda para diferenciarnos. ¡Lo que quiero saber es quién es Paola como persona! Que me digas si la conocías, si la amaste, si era familia tuya…

El asesino hizo una mueca ante las palabras precoces de la pequeña; ¿desde cuándo las crías de siete años eran tan elocuentes al hablar? Repentinamente se sintió incómodo.

—¿Cuántos años tienes? —le preguntó. La pequeña vació, antes de tomar aire.

—Más de lo que tú te piensas —dijo finalmente, antes de cambiar radicalmente de tema—. Te he visto muchas veces aquí, y me hacía ilu hacerme tu amiga, pero se ve que no quieres.

La niña hizo un puchero y se pasó la mano derecha sobre su sedoso cabello rizado color platino. Aquella visión, para el asesino, resultó hipnotizante; había algo sobrenatural en ella.

—No digas eso… —logró musitar él en tono bajo.

—¡¡Pues entonces dime quién es Paola!! —la chiquitina rompió a llorar.

El asesino apretó los dientes y se sintió responsable del llanto de la niña. Incómodo se peinó sus hebras azabaches, retirándolas de su rostro.

—Eres demasiado pequeña para entenderlo —dijo él, con suavidad, intentando que la chiquilla dejara de llorar.

Las lágrimas de la pequeña fueron en aumento, a juego con su berrinche.

—¡¡Está bien!! —gritó él rendido—. Te contaré su historia, pero no es un cuento de hadas, ni tampoco tiene un final feliz.

La niña se enjugó sus lágrimas con las mangas de su vestido morado. Sonrió amargamente.

—Son los finales tristes los que más huella dejan, los que nos hacen pensar. Cuando la princesa no tiene a su príncipe hace que nos preguntemos por qué es así y que intentemos hallar un modo en el que todo termine bien, aunque sea imposible.

El asesino nuevamente se extrañó por las palabras de la pequeña. Había algo que no cuadraba en ellas; o en aquella situación; o en aquel momento. Y sin embargo al asesino no le importó, pues aunque se tratara de una cría incapaz de entenderle la necesitaba. Anhelaba tener a alguien para contarle su pena antes de que ésta, le consumiera.

Continuará



*-*




Quisiera decirte muchas cosas
pero cada vez que lo intento me quedo muda.
Tu mirada me hace prisionera,
encadenándome a ti con fuerza.

Y entonces me vuelvo tu presa;
absorta y soñadora.
Con mi alma ávida de que la devores;
de estar contigo, de sentirte cerca.

Y entonces me vuelvo tu esclava;
con mi alma cautiva,
orgullosa de tus demandas.
¡¡Y sigo sin palabras!!

Quisiera decirte muchas cosas
pero cada vez que lo intento
me pierdo en un remolino
inhalando el aroma de las hebras de tu cabello.

Y entonces...
Y entonces...
Te amo.

Quisiera decirte muchas cosas
pero soy incapaz de expresarlas,
y es por ello
que me hice enemiga de las palabras.





Al Respirar



Cuando siento que me hundo en la profundidad del océano y me veo incapaz de encontrar fuerzas suficientes para subir hacia la superficie pienso en ti. Mi vida es un folio de un blanco inmaculado a la espera de que tú le des color; de que tu tinta tiña mi virgen papel.

Intento no respirar; no darle importancia al oxígeno que tanto necesitan mis pulmones. Intento no respirar; no depender del aire que me entrega tu boca.

Y entonces me doy cuenta de que te necesito. Te necesito para seguir adelante, para que tus latidos den sentido a los míos; para observar con vehemencia la promesa de un nuevo amanecer.

Cuando siento que me hundo en la profundidad de un océano, y me veo incapaz de encontrar fuerzas suficientes para subir a la superficie pienso en ti. Tú me das cada aliento que tanto ansío; tú pigmentas la palidez de mi existencia.








Nemo me



La mujer vislumbró los inertes ojos del desconocido, los cuales aún se apreciaban más vacíos al prestar atención en ellos. Aquel tipo era lo más monótono que ella hubiera visto en su vida; llevaba su cabello castaño cortado uniformemente, y su cara inexpresiva estaba absuelta de arrugas que denotaran la huella de algún tipo de mueca, prueba de cualquier emoción.

El traje de chaqueta que portaba con aire rígido, como si fuera una escultura hierática griega, era completamente gris; desde la camisa hasta su corbata de nudo windsor.

—¿Qué quieres? —inquirió ella incómoda. El hecho de que aquel títere se hallara en frente suya no le complacía en absoluto, sino le provocaba desconfianza y miedo.

El tipo se mantuvo callado durante unos segundos que a la chica se le hicieron eternos. Finalmente abrió la boca y pronunció en tono plano:

—Soy tú.

Confundida, la chica arqueó una ceja. ¿De qué le estaba hablando? Había algo en todo ello que no cuadraba. Molesta, pensó que tal vez se burlaba de ella.

—Imposible —anunció tajante entrecerrando los ojos.

El tipo sonrió, pero el tirón de labios no le llegó a sus ojos opacos, los cuales a la chica en aquellos instantes le parecieron increíblemente siniestros. ¿Acaso habría algo bajo aquellas ventanas con las que le miraba? El desconocido se aproximó a ella. La mujer retrocedió. Él se recolocó su corbata aún con su falsa sonrisa de pelele en la boca.

—Me llamo Nemo y soy el reflejo de todos tus miedos; tus terrores, pesadillas e inseguridades. De tus mentiras y traiciones. Soy tu presente y tu pasado, y también tu futuro. Soy aquel en el que te convertirás y en el que te has convertido. Me alimento de ti.

La mujer, aterrorizada, únicamente atinó a tomar aire. No entendía lo que le decía; nada tenía sentido. ¿Por qué? ¿Por qué aquel hombre gris, aquel pedazo de masilla, afirmaba ser todo lo que era ella? Suspiró tratando de normalizar la velocidad de sus pulsaciones, y forzosamente inspiró, a la par que se mentalizaba para preguntar algo que no estaba segura querer saber.

—¿Por qué?

El tipo clavó sus apáticos ojos en ella. La mujer se sobrecogió; al contemplar con fijeza su dilatada pupila temía hundirse en el pozo de aquel agujero con el que supuestamente él la estaba mirando.

—Porque tu respuesta ante el dolor fue dejar de sentir.









 
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