Plié [Parte II]



          El cuarto tenía las paredes blancas, insufriblemente blancas. Eran lisas, también, y desprovistas de cualquier tipo de decoración. La cama era un amasijo de hierros viejos y oxidados. El colchón descansaba encima de aquella estructura y se parecía más a una gruesa gomaespuma que a una base cómoda en la que reposar. Pensó con algo de resentimiento si su inactivo cuerpo se sentiría molesto por hallarse sobre aquella tartana. No obstante, tampoco era posible que se quejara.

          El rostro de Salomé se veía sereno. Era hermosa en su inconsciencia; ninguna imperfección en sus rasgos de nácar. Blanca, demasiado blanca quizá, pero aquello era comprensible dado que nunca le daba el sol. Su cabello rubio claro estaba abierto como un abanico sobre la almohada. Lo tenía increíblemente largo; le llegaba hasta las caderas y caía por los dos extremos de la cama. Parecía la Bella Durmiente, pensó Helena con pesadez. Quién pudiera despertarla; quién tuviera el poder para romper aquel hechizo. Acarició con ternura las finas hebras de su pelo dorado sintiéndolas suaves y sedosas.

          —Eres tan guapa, Salomé, que duele mirarte. Incluso en tu inconsciencia eres hermosa. Quizá esa fue tu maldición: ser demasiado bella para tener consciencia propia—caviló con amargura su hermana. Pensó en los cuentos de hadas, en las historias fantásticas, y durante unos breves instantes se sintió espectadora de uno de ellos. Había algo en aquellas escenas diarias en el hospital que la hacían sentirse mágica.

        Empezó a trenzar el pelo de la ausente Salomé de forma automática. En aquellos instantes le recordaba tanto a la visión de la bailarina que creyó que juntar los mechones y forzarla a interpretar aquel papel haría que se despertara y saliera de su cama. Se incorporaría mientras curvara su garboroso cuerpo con la intención de realizar un plié. Desgraciadamente, aquella no era su imaginación y Salomé, obviamente, no iba a interpretar ninguna coreografía de Ballet.

      —Me ha llamado Hugo para ir al cine, ¿sabes? No sé si decirle que sí. Siento que estoy demasiado rota para él —confesó a su hermana con lentitud, antes de que su incompetente mano derecha pasara a tomar otro montón de pelo y a trenzarlo—. Te ves tan guapa que siento que debo dibujarte. ¿Me dejas, Salomé, me das permiso?

          Helena se alejó de ella y se sentó sobre el viejo y gastado sofá cama que se encontraba al lado de su hermana. Sacó de su bolso una libreta de tamaño mediano y un lápiz de punta blanda. Sus ojos se fijaron en Salomé intentando calcular las proporciones y de memorizar el modo en el que la luz incidía en ella. Quería captarlo todo; no dejarse ni un solo detalle.

          Acto seguido su mano izquierda empezó a dibujar mientras la derecha trataba de sujetar aquella libreta a modo de burla, dado que en aquellos instantes era la única utilidad que podía aportar a su obra. Comenzó haciendo la forma básica de aquella rudimentaria cama, del colchón, y del modo en el que el cabello de la hermosa Salomé —mitad trenzado, mitad suelto— se escurría hasta casi rozar el suelo como una gran e hipnótica cascada.

          —Siento si no soy capaz de dibujar como antes, ya sabes que desde hace un año me he tenido que volver zurda —aseveró un poco desesperanzada.

          Se centró en su trabajo y durante una tranquila media hora estuvo completamente entregada a su dibujo. No le quedaba demasiado para terminar; algún que otro sombreado y detalle concreto. Trató de poner gran parte de su empeño a la hora de definir el cabello, los ojos y los pliegues de las mantas.

          —Me gusta mucho —dijo Hugo con sinceridad, contemplando su creación.

          Acababa de entrar en la habitación del hospital y su imponente presencia parecía invadir todo el espacio personal de una insegura Helena. Era un tipo alto, uno noventa aproximadamente, delgado y de espalda ancha. No obstante, aquello no era lo que más imponía a la chica. Sus ojos, de un increíble tono que oscilaba entre el marrón y el gris, se apoderaban de toda ella y la hacían sentir insegura y vulnerable. Era él, que podía ver a través de Helena y, consciente de su habilidad, hacía uso de ella cada vez que podía sacarle partido.

          Salvaba vidas, pensó. Quizá fue aquello lo que originó que tuviera tanta facilidad para meterse en su cabeza; para leer entre sus miedos y sus demonios y obligarla a enfrentarlos. Aquella era la principal razón por la que muchas veces lo evitaba. Qué se sentía inútil, qué se sentía miserable, qué se sentía cobarde. Y no plantaba cara a ninguna de las bofetadas que le daba la vida. Y Hugo lo sabía. Y la taladraba con sus pupilas, y la atormentaba hasta decir basta. Pero seguía viéndole y hablándole. Unas veces le daba la espalda y otras se plantaba a las puertas de su casa reclamando una atención que, según creía, no merecía.

          Aquellas situaciones se repitieron una y otra vez, como el estribillo de una predecible canción de verano. Hugo trataba de cambiarlas pero terminaba sin encontrar suficiente fuerza de voluntad como para evitar que la jugada regresara, y Helena simplemente actuaba como una víctima que no sabía interpretar correctamente su papel.

          —Ni siquiera sé por qué me he puesto a dibujar —se quejó la chica con un mohín—. Si esto lo hubiera hecho un año atrás habrías alucinado con lo bonito que me estaría quedando.

          —Helena —la increpó—, estoy alucinando. Tienes más talento de lo que piensas. No todo son las manos, hay más cosas a parte de la técnica a la hora de dibujar. Y tú, algún día, te darás cuenta de que todas esas ganas que tienes de coger el lápiz son la prueba de que en realidad eres una artista que no quiere sacar partido a su talento.

          Sus ojos, más grisáceos en aquella ocasión que marrones, la taladraron. Y la inseguridad hizo mella en ella. Reticente, fijó su vista en Salomé a modo de excusa por no devolverle la mirada.

          —Las cosas han cambiado demasiado como para plantearme algo tan lejano y complicado. —Contempló su maltrecha mano con amargura y una pizca de resignación.

        —Siempre dices eso, Helena, pero sigues dibujando. Eso es muy hipócrita por tu parte, ¿lo sabías? Sigues dibujando tanto que has cogido mucha destreza con tu mano izquierda; cualquiera podría llegar a pensar que en realidad eres zurda. La única que se está limitando a sí misma eres tú con tus prejuicios.

          Helena no contestó. Hugo se inclinó hacia ella con la intención de ponerse a su altura. Tocó con su frente la de Helena y sus narices se rozaron. De nuevo estaban ahí aquellos ojos increíblemente astutos, aquella pupila que la traspasaba. Sus labios se encontraron levemente.

          —Fui yo el que te rescató de aquel trozo de chatarra que una vez fue vuestro coche. Fui yo el que saqué el cuerpo inconsciente de Salomé hacia fuera. Y el que supo que probablemente no despertaría, ¿recuerdas? También fui yo el que pude ver cómo en ti nacían todos los fantasmas que ahora te atormentan. Y en todos mis años de trabajo jamás en encontré con alguien con tanta fortaleza como tú, Helena. ¿Dónde quedó todo eso?

          —En el cementerio —repuso con amargura, desafiándolo con aquellas palabras. Hugo se alejó de ella y lanzó un largo y lento suspiro—. Quizá fue eso, ¿sabes? Lo que te hizo pedirme el número de teléfono en el hospital. Quizá solo querías hacer un acto de caridad a una pobre chica que acababa de perder a su hermana.

     —¿De verdad piensas eso? —inquirió atónito, sin encontrar realmente las palabras para responderle. Helena se mantuvo en silencio, ¿de verdad pensaba así de él?

         —La semana que viene tengo la última visita a rehabilitación. Creo que también me van a hacer unas placas para saber cómo ha evolucionado todo —musitó cambiando abruptamente de tema. Hugo decidió hacer lo mismo; sonrió de forma forzada y la abrazó con suavidad. Sintió húmedos sus ojos.

         —¿Quieres que te acompañe?

        —Está bien —accedió, nuevamente evitando aquellos ojos inquisitivos del chico. Salomé seguía tumbada, presa de su sueño eterno. Durante unos breves instantes le pareció haber visto a aquella extraña mariposa blanca sobre la cabecera de la cama de su hermana.


         Nuevamente me encontraba contemplando aquel extraño escenario de teatro. En aquella ocasión tenía un decorado, una escenografía. Sobre él había una habitación construida con cartón y una cama con un cabecero enorme y macizo de un color metálico y oscuro. Su colcha tenía un horrendo estampado verde hierba en el que se repetía metódicamente el patrón de unas rosas. Mis ojos automáticamente recorrieron toda la extensión de la escena en busca de la bailarina, que estaba levantada de puntillas sobre la tarima, desafiando a la gravedad. Las puntas de sus pies no deberían de ser capaces de sostener de aquella forma tan increíble su elegante cuerpo.

         Toda ella ignoraba el falso cubículo en el que estaba encerrada, como si la habitación no tuviera nada que ver con su danza. Alzó su pierna derecha y se mantuvo en equilibrio con su otra extremidad mientras alargaba sus brazos hacia una jaula de plata en la que se encontraba encerrada la no tan desconocida mariposa blanca. Fue entonces cuando me cuestioné desde cuándo estaba aquel objeto; ¿Había una jaula?, ¿había una mariposa?, ¿cómo habían llegado allí? La hermosa bailarina, sin molestarse en dar explicaciones sobre aquella extraña circunstancia, abrió sus puertas y el insecto se posó sobre uno de sus dedos. Acto seguido dio dos vueltas sobre sí misma, cogiendo impulso, y saltó muy alto. Cayó sobre sus puntas con elegancia, y su mariposa voló. Se alejó de ella.

      Aterrizó sobre sus pies y se puso a andar, moviendo un poco sus caderas y sacudiendo su cabellera dorada al ritmo de una melodía que mis oídos no alcanzaban a escuchar. Inesperadamente, parpadeó como si acabara de recobrar la consciencia sobre su alrededor. Sus ojos recorrieron la inmensidad del falso decorado como si tratara de identificar cuál era aquel lugar. Suspiró y se sentó sobre la fea colcha verde hierba. Sus ojos, repentinamente, se alzaron y me miró; nuestras pupilas chocaron. Se puso triste, muy triste, y abrió la boca. Habló, pero no alcancé a escucharla. Silencio. Sólo silencio. La bailarina quería decirme algo y yo era incapaz de oírla.






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